ALAN GREENSPAN ALCANZÓ un estatus casi icónico como gobernador de la Reserva Federal de los Estados Unidos. Así, a medida que su gestión llega a su fin y que el manto de infalibilidad pasa a su sucesor, vale la pena examinar si su legado será satisfactorio y qué podemos esperar del nuevo jefe de la […]
ALAN GREENSPAN ALCANZÓ un estatus casi icónico como gobernador de la Reserva Federal de los Estados Unidos. Así, a medida que su gestión llega a su fin y que el manto de infalibilidad pasa a su sucesor, vale la pena examinar si su legado será satisfactorio y qué podemos esperar del nuevo jefe de la Reserva Federal, Ben Bernanke.
A pocos gobernadores de bancos centrales se les ha prodigado la hagiografía que se le ha dedicado a Greenspan, sobre todo en vida. Pero, ¿qué es lo que hace que un gobernador de banco central sea extraordinario en nuestras sociedades modernas, las instituciones extraordinarias o los individuos extraordinarios?
En economía, rara vez hay algo definido que nos permita saber cómo habrían sido las cosas de otra forma. ¿Habría tenido la economía un desempeño mejor o distinto si alguien más hubiera estado a la cabeza? No lo podemos saber, pero hay pocas dudas de que quienes «administran» la economía reciben más crédito del que merecen y en ocasiones menos culpa.
Muchas de las fuerzas que estuvieron detrás del auge de los noventa, incluyendo los avances en la tecnología, se pusieron en marcha antes de que Bill Clinton llegara a la presidencia (de la misma forma que el legado de los déficits del Presidente George Bush se seguirá sintiendo mucho después de que salga). Así, a Greenspan no se le puede dar el crédito por el auge. Pero, si bien ningún gobernador de banco central puede garantizar la prosperidad económica, una mala administración puede provocar enormes daños. Muchas de las recesiones en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial en Estados Unidos se debieron a que la Reserva Federal aumentó demasiado y muy rápido las tasas de interés.
No hay duda de que Greenspan tuvo grandes momentos, en los que uno se podría imaginar al menos que un gobernador menos diestro habría hecho lo «incorrecto» con consecuencias desastrosas. Uno de esos momentos fue el colapso del mercado de valores de 1987. Tal vez otro se dio en 1998, cuando la Reserva Federal disminuyó las tasas de interés ante lo que parecía ser un crisis financiera global inminente.
Estos éxitos, combinados con el auge de los noventa y la aparente durabilidad de la estabilidad de precios, reforzaron el estatus distinguido de Greenspan. Pero también hicieron que muchos se olvidaran de los momentos menos exitosos. La Reserva Federal no logró evitar la recesión económica de 1990, y una lectura del testimonio que dio Greenspan al Congreso en esa época demuestra que la naturaleza fundamental de los problemas de la economía no se entendió bien.
Pero el verdadero problema para el legado de Greenspan tiene que ver con lo que le sucedió a la economía estadounidense en los últimos cinco años y de lo cual él es responsable en gran parte. Greenspan apoyó los recortes fiscales de 2001 con los argumentos más engañosos –que a menos de que se hiciera algo con respecto a los elevados superávit fiscales de Estados Unidos, la deuda nacional estaría totalmente pagada en unos diez o quince años. Según Greenspan, había que tomar medidas inmediatas para evitar ese desastre inminente, que le restaría a la Reserva Federal capacidad para dirigir la política económica.
Que los mercados financieros hayan tomado en serio ese argumento dice mucho de su credulidad. En términos más exactos, los recortes fiscales eran lo que quería Wall Street, y los financieros profesionales estaban dispuestos a aceptar cualquier argumento que los justificara. Por supuesto que si para 2008, digamos, el que la deuda nacional estuviera desapareciendo pareciera plantear en efecto un peligro inminente, el congreso habría estado más que dispuesto a recortar los impuestos o aumentar el gasto. El apoyo irresponsable de Greenspan a los recortes fiscales fue decisivo para su aprobación. El error no estuvo sólo en la magnitud del recorte, sino también en su diseño; al dirigir los recortes a los estadounidenses de ingresos altos, generó pocos estímulos económicos.
Pero los elevados déficits no hicieron que la economía recobrara el pleno empleo, de manera que la Reserva Federal hizo lo que tenía que hacer: recortar las tasas de interés. Las tasas de interés más bajas funcionaron, pero no tanto porque hayan impulsado la inversión, sino porque hicieron que los hogares refinanciaran sus hipotecas y alimentaron una burbuja en los precios de las viviendas.
En resumen, a su salida Greenspan deja una economía estadounidense cargada con altas deudas en los hogares y el gobierno y con un frágil balance general, un legado que ya está contribuyendo a la inestabilidad financiera global.
Todavía no está claro qué fue lo que llevo a Greenspan a apoyar los recortes fiscales. ¿Fue acaso un enorme error de juicio o estaba buscando el favor de la administración Bush? La explicación más probable es que fue una combinación de las dos, ya que él y Bush estaban siguiendo la misma política de «hambrear a la bestia» que exigía utilizar recortes fiscales para reducir los ingresos y forzar así una reducción del sector público.
El argumento tradicional en favor de un banco central independiente es que no se puede confiar a los políticos la conducción de la política monetaria y macroeconómica. Evidentemente, tampoco a los gobernadores de bancos centrales, al menos cuando opinan sobre áreas de las que no son directamente responsables. Greenspan se mostró tan entusiasta por una política que condujo a déficits elevados como cualquier político; pero la hoja de parra de estar «por encima de la política» le dio credibilidad a esas medidas y generó el apoyo de algunos que de otra forma habrían cuestionado su conveniencia económica.
Este es entonces el segundo legado de Greenspan: las dudas crecientes sobre la independencia del banco central. La política macroeconómica nunca puede estar divorciada de la política: involucra concesiones y afecta a grupos diversos de formas distintas. El desempleo daña a los trabajadores, mientras que las tasas de interés bajas que se necesitan para generar más empleos pueden llevar a una mayor inflación, que daña especialmente a quienes tienen activos nominales cuyo valor se erosiona. Esos asuntos fundamentales no se pueden relegar a los tecnócratas, sobre todo cuando esos tecnócratas ponen el interés de un segmento de la sociedad por encima de los demás.
En efecto, las posturas políticas de Greenspan estaban tan tenuemente disfrazadas de conocimientos profesionales que su gestión puso de manifiesto el carácter dudoso de la noción misma de un banco central independiente y un banquero central apartidista. Desgraciadamente, muchos países se han comprometido justamente con esa ilusión y es probable que pase mucho tiempo antes de que presten atención a la lección más importante de Greenspan. Resaltar el «profesionalismo» del nuevo jefe de la Reserva Federal tal vez sólo retrase el momento en que esta lección se aprenda de nuevo.
Joseph E. Stiglitz, Premio Nóbel de Economía, es profesor de economía en la Universidad de Columbia y fue presidente del Consejo de Asesores Económicos del presidente Clinton y economista en jefe y vicepresidente del Banco Mundial. Su libro más reciente es The Roaring Nineties: A New History of the World’s Most Prosperous Decade.
Traducción: Kena Nequiz