Poco originalmente, pero apoyando lo que el coro mediático proclama sistemática e incansablemente, comentaba durante la pasada campaña electoral M. Pizarro, el fichaje estrella[do] del Partido Popular en el área de economía, que la inflación resultaba ser el principal enemigo de las personas perceptoras de rentas bajas, los trabajadores, es decir, constituía el impuesto de los […]
Poco originalmente, pero apoyando lo que el coro mediático proclama sistemática e incansablemente, comentaba durante la pasada campaña electoral M. Pizarro, el fichaje estrella[do] del Partido Popular en el área de economía, que la inflación resultaba ser el principal enemigo de las personas perceptoras de rentas bajas, los trabajadores, es decir, constituía el impuesto de los pobres. Esta afirmación esconde multitud de cuestiones teóricas a analizar que, obviamente, escapan a los propósitos de estas líneas. Esencialmente, entronca con la línea de pensamiento de las corrientes más reaccionarias de la ciencia económica, que tanto auge lograron tras la crisis de los años setenta y que ahora propagan sus correligionarios políticos. Pero al margen de cuestiones escolásticas, resulta fundamental detenerse aun mínimamente por tal idea por cuanto resulta esencial para la conciencia y acción del movimiento obrero.
Para empezar, si este individuo (y otros tantos economistas) está en lo cierto, ¿a qué se debe que desde las filas de la derecha se muestre esta inusitada preocupación por el poder adquisitivo de los trabajadores cuando el recetario neoliberal aboga permanentemente, casi desde el inicio de los tiempos, por la moderación salarial y la desregulación del mercado de trabajo? Indaguemos a continuación por esta aparente contradicción.
El poder adquisitivo o la capacidad de compra del salario en términos nominales (salario real) se deriva de la comparación con el nivel de precios, para lo cual se toma en consideración el índice de precios al consumo (IPC). De lo cual se sigue que aseverar que la caída del salario real se explica por el ascenso de los precios no es del todo cierto ya que olvida la evolución del salario nominal. En otras palabras, el poder adquisitivo del salario de los trabajadores no disminuye por la inflación, sino porque su remuneración nominal (absoluta) no se ha incrementado en la misma medida que el alza de precios. Así pues, no es tan preocupante el grado de incremento inflacionista sino la ausencia de una indexación del salario con la evolución de los precios. Además, la afirmación es más llamativa si consideramos que los diversos gobiernos de turno han abogado por vincular las revisiones salariales no con la inflación registrada sino con la esperada, la cual, paradójicamente, suele subvalorarse por los técnicos.
Ocurre, sin embargo, que a pesar de que los salarios reales no disminuyan por causa de la inflación, el discurso convencional sí establece una causalidad esencial para sus propósitos: los incrementos salariales originan inflación. Esta afirmación sí que evidencia la profundidad analítica (sic) de la ortodoxia económica, explicando de manera circular el alza de precios por el alza de precios, en este caso lo que cuesta contratar trabajadores, claro. Lo más curioso es que a continuación señala que ese producto de la irresponsabilidad del trabajo, la inflación, a su vez se erige en su peor enemigo: es el impuesto de los pobres. ¿En qué quedamos entonces, originamos inflación o es nuestro impuesto? Lo que está meridianamente claro es que las alzas salariales no sólo originan todos los problemas de la economía, sino también evidencian la falta de intelecto del movimiento obrero, pues genera el mecanismo impositivo que le va a perjudicar. Si es que verdaderamente lo que se debe apoyar es el beneficio empresarial. Amén.
Pero al margen de estas incoherencias teóricas que nos retrotraerían hasta Adam Smith y David Ricardo, ¿cuándo es el momento para que los trabajadores mejoren su porción del pastel? En las fases expansivas se recomienda moderación salarial para no recalentar la economía con presiones inflacionistas, y en las crisis se solicita el ajuste de nuestro cinturón, precisamente porque hay crisis. Curiosamente, las ganancias empresariales nunca son inflacionistas, pero sí cualquier mínimo incremento del gasto social, no así las inyecciones de liquidez, como así denominan al gasto social que sirve para enriquecer a los capitalistas. Y del cielo caen los adjetivos para las conquistas obreras: irresponsabilidad, populismo, fomento de vagos, etc. Para que luego digan que sus proclamas no son políticamente militantes y sí socialmente asépticas. Otra vez amén.
Surge ahora el interrogante, ¿a quién perjudica verdaderamente la inflación? Para ello se debe tener presente que la inflación supone una desvalorización del poder de compra de la moneda en cuestión. Desde esta perspectiva, aquellos que tengan inversiones en activos de diversos países podrán incurrir en enormes pérdidas ante procesos inflacionarios en aquellas economías, pues a la hora de transferir sus ganancias a divisas verán que en términos de euros o dólares el valor de su inversión se ha reducido drásticamente. Concretamente, el alza de precios desvaloriza el patrimonio de los agentes financieros. De ahí su extraordinaria preocupación, elevada así a interés general, por el control de precios y tipos de cambios. En efecto, estos inversores tienen interés en asegurarse la posibilidad de llevar a cabo sus transacciones en moneda extranjera sin riesgos, y la inflación (pérdida del poder de compra de la moneda) y las devaluaciones les perjudican sobremanera, es decir, que en un momento dado 1 millón de rupias no valga 400 sino sólo 200 mil dólares al cambio.
Desde la perspectiva de los trabajadores, el mal menor en el marco de la economía capitalista serían políticas expansivas en gasto social, modificaciones en sentido progresivo de la estructura impositiva (que paguen más quienes más tienen) y tal vez la posibilidad de devaluar para corregir el alza de precios. Pero claro, dirán algunos, eso es cosa del pasado, con la entrada en la unión monetaria y la adopción del euro como moneda propia esa posibilidad desaparece. La prioridad es la estabilidad monetaria para no perder competitividad, habida cuenta de que el déficit por cuenta corriente (que mide el comercio de bienes y servicios, así como el saldo de rentas y transferencias) en 2007 superó los 100 mil millones de euros, más del 10% del PIB. Con una moneda como el euro, cuya sobrevaloración no refleja el desarrollo productivo de España, la preocupación absoluta por la inflación se explica porque encarece los productos españoles y abarata las importaciones. Si no se puede modificar el tipo de cambio la reducción de costes deberá venir, por una parte, por el descenso del coste salarial y la mayor precarización del mercado laboral, y por otra, por una política monetaria restrictiva, esto es, con altos tipos de interés reales.
Voilá! Podemos entender ahora por qué es tan importante para el capital, industrial o de las finanzas, mantener lo que denomina falazmente como la independencia del Banco Central, y que se sancionó en el proyecto de Constitución Europea: se debe excluir del ámbito de decisión democrático la actuación de estas instituciones con el fin de asegurar el objetivo de la estabilidad de precios, por supuesto, objeto de preocupación para el capital. En este sentido, la decisión en relación a algo tan esencial como los tipos de interés deberá ser independiente de la capacidad de incidencia de los trabajadores, la mayoría de la sociedad, para hacerlo dependiente de los intereses de los grandes capitales. Para ello la cantinela de la irresponsabilidad de los políticos y su carácter estrictamente técnico resulta verdaderamente funcional. Pero es que las políticas monetarias restrictivas son tremendamente perjudiciales para los trabajadores: tienen un rol disciplinador en la medida que encarecen el financiamiento de ciertas empresas y las apremian para reducir costes laborales, originan desempleo, encareciendo además los pagos por los préstamos, como las hipotecas, beneficiando al mismo tiempo a los grandes capitales. En este contexto la política fiscal pierde su mínimo poder de influencia, pues se puede justificar apropiadamente la necesidad de reducir los impuestos para las empresas y así animar la inversión y reducir el gasto social para no incrementar la deuda.
Reconozcamos, al menos, lo bien que el capital juega con sus cartas debidamente marcadas: establece un área, la del euro, para lograr un espacio apropiado de acumulación con libertad de movimientos de capital y seguridad en cuanto a evitar pérdidas por modificaciones del tipo de cambio, se cuida de diseñar la política monetaria con un Banco Central Europeo cuyo funcionamiento es radicalmente antidemocrático, pero no independiente: su interés es el del gran capital, es decir, el logro de la estabilidad monetaria, a lo cual se supedita cualquier otra consideración, sea de crecimiento o de empleo. [2] La política fiscal se deja como objeto de peleas electorales pero en unas condiciones que realmente la dejan poco margen de maniobra. El corolario es evidente: se exige una clase trabajadora dócil que no implique inestabilidad y asuma la moderación salarial.
Así pues, se pueden comprobar las razones por las cuales para el capital es tan importante la estabilidad monetaria (control de precios y del tipo de cambio), y de que consecuentemente elabore todo un arsenal teórico que sostiene que la causa del desempleo es la inflación, y la causa de la inflación son las alzas salariales, por lo que resulta que el incremento de los salarios, en forma de remuneración directa o como gasto social, constituyen la fuente de todos los males de la economía.
No obstante, este discurso tiene un carácter apologético sustentado en contradicciones teóricas y una absoluta ausencia de evidencia empírica. De hecho, un estudioso del tema como Fender se extrañaba por la extraordinaria impopularidad de la inflación entre la población habida cuenta de que, en términos de pobreza y distribución del ingreso, «los costes de bienestar de la inflación que el análisis económico ha identificado parecen a menudo triviales,» [3] sobre todo si se comparan con los costes del desempleo, [4] mientras que la evidencia existente apunta en dirección opuesta, a saber: los más ricos son los más afectados por la inflación, lo que explica la extraordinaria preocupación de la derecha por los problemas ocasionados por el alza de precios, posiblemente debido a que tienen mayor número de activos financieros cuyo valor real está amenazado por la desvalorización. Inclusive, frente al discurso neoliberal la inflación puede ser un recurso o mecanismo para mitigar el impacto redistributivo de una modificación de los precios relativos, y no su fuente. [5] O Con lo cual, nuestro amigo Pizarro, pese al sentido de sus exabruptos, sí que se ve perjudicado por el alza de precios, y de manera lógica mostraba su conciencia de clase al realizar estas afirmaciones.
En consecuencia, se extrae una conclusión vital para la práctica política: en este como en otros tantos aspectos, el movimiento obrero no puede asumir el discurso de la derecha, en ningún caso puede asumir sus supuestos de partida, los cuales conducen lógica e ineludiblemente a justificar una inacabable regresividad en las condiciones de trabajo y salariales. La cantinela folklórica de los males de la inflación y la competitividad responde a los intereses del capital, razón por lo cual la perspectiva de los trabajadores no puede limitarse a los intereses potenciales de la empresa en la que trabajan, fuente de la justificación de los inexistentes intereses comunes del trabajo y el capital, sino que la perspectiva analítica, y por extensión como guía de la acción práctica, debe tomar como partida al conjunto de la clase obrera y las tradicionales reivindicaciones por la mejora de sus condiciones de vida, aunque esta proclama no pase habitualmente por vicaría.
[1] Doctor en Economía por la Universidad Complutense de Madrid, profesor de Economía Mundial y miembro del sindicato Comisiones Obreras.
[2] Remito a Montero, Alberto (2000). «Independencia del Banco Central y credibilidad: una retórica seductora», VII Jornadas de Economía Crítica, Albacete, marzo.
[3] Fender, John (1990): Inflation: A Contemporary Perspective . Harvester Wheatsheaf, New York (etc), p. 75.
[4] Véase Dawson, Graham (1990): Inflation and unemployment. Causes, consequences and cures. Edward Elgar, Aldershot.
[5] Dawson, op. cit.: 102, quien considera socialmente más aceptable una inflación moderada con mayor gasto público que una política económica de combate a la inflación y al gasto.