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Texto escrito por A. Nin en 1933 en relación a la revolución de julio de 1909, la “Semana Trágica”

La insurrección de 1909

Fuentes: Viento Sur

Como obedeciendo a una consigna, la prensa republicana y socialista ha dejado pasar unánimemente en silencio el aniversario del levantamiento de 1909. Sin embargo, los acontecimientos que se produjeron en nuestro país en la última semana de julio del año mencionado merecen ser recordados por las lecciones que encierran y por la enorme influencia que […]

Como obedeciendo a una consigna, la prensa republicana y socialista ha dejado pasar unánimemente en silencio el aniversario del levantamiento de 1909.

Sin embargo, los acontecimientos que se produjeron en nuestro país en la última semana de julio del año mencionado merecen ser recordados por las lecciones que encierran y por la enorme influencia que ejercieron en el desarrollo del proceso revolucionario. Bastará señalar, como índice de la importancia de aquel movimiento, que, a partir de 1909, se interrumpió el ‘turno pacífico» de los dos partidos dinásticos que constituía el eje del mecanismo político de la monarquía desde la Restauración y se agravó profundamente la crisis del régimen. La España feudal dio un crujido que hizo tambalear el trono.

Sin el 1909 no habría sido posible el 1917 ni el 1931. Al menos por gratitud, los que tan fácilmente conquistaron el poder hace dos años y medio no deberían olvidar a los que con su gesto heroico les allanaron el camino.

Recapitulemos ante todo y brevemente los hechos que marcan la iniciación de los que varios años después terminaron con la monarquía de Alfonso XIII.

La guerra de Marruecos, profundamente impopular, provoca un profundo descontento entre las masas trabajadoras. A principios de julio, el descontento toma formas violentas. Surge la protesta airada en todos los ámbitos del país: en mítines y manifestaciones tumultuosas, durante las cuales son frecuentes las colisiones con la fuerza pública, las masas populares claman su indignación contra la política del gobierno. La movilización de los reservistas es la gota que hace rebosar el vaso. La protesta toma proporciones amenazadoras. En distintos puntos de España se producen graves desórdenes en el momento de embarcar las tropas.

La atmósfera está terriblemente caldeada. Las protestas esporádicas de las primeras semanas se convierten en un imponente movimiento, de carácter netamente antimonárquico. La opinión popular del país atribuía toda la responsabilidad de la criminal e insensata aventura a Alfonso de Borbón, instrumento interesado de un puñado de capitalistas.

El 26 de julio estalla en Cataluña la huelga general, declarada por la Confederación Regional de Sindicatos «Solidaridad Obrera». El movimiento, que desde los primeros momentos toma un carácter netamente revolucionario, es secundado con admirable unanimidad. Sólo los tranviarios de Barcelona, tradicionalmente reacios a la solidaridad con los demás trabajadores, ofrecen cierta resistencia a sumarse a la huelga; pero la resistencia es fácilmente vencida, aunque cuesta algunas víctimas. Los tranvías que salen de las cocheras en la mañana del 26 son tiroteados por los obreros y convertidos en las primeras barricadas.

Pocas horas después de haber empezado, la huelga general se transforma en insurrección, que las autoridades se ven impotentes para sofocar. Los soldados se niegan a hacer fuego y en muchos puntos fraternizan abiertamente con los revolucionarios. Las fuerzas de la guardia civil y de la policía son a todas luces insuficientes para repeler el impetuoso ataque de las masas. Durante dos o tres días los insurgentes son dueños absolutos de la situación, tanto en Barcelona como en el resto de Cataluña, por la cual se extendió el movimiento como un reguero de pólvora.

¿Qué formas concretas tomó la insurrección? En Barcelona, los revolucionarios, al mismo tiempo que luchaban con la fuerza pública, pegaban fuego a conventos e iglesias. En el resto de Cataluña, en muchas poblaciones se limitaban a impedir, con las armas en la mano, la salida de los reservistas; en otras, destituían a las autoridades y proclamaban la República. Claro está que si en Barcelona, que es la que da la pauta, el levantamiento hubiera tomado formas más concretas, persiguiendo desde su iniciación objetivos bien definidos, las demás poblaciones catalanas hubieran seguido inevitablemente su ejemplo.

Pero los obreros barceloneses, sin una organización o un partido político que les orientara, se vieron desamparados y concentraron su furor en los conventos y las iglesias, personificación tangible, a sus ojos, de la reacción. La organización obrera, después de haber declarado la huelga general, creía haber cumplido ya con su misión. Ahora, según ella, eran los partidos republicanos los que debían entrar en acción y canalizar el movimiento en el sentido de la lucha decisiva contra la monarquía. Pero en vano los delegados del comité de huelga, único organismo directivo del movimiento, visitaron a los líderes republicanos para solicitarles se pusieran al frente de la insurrección. Unos habían desaparecido, otros se escondían en el desván, otros se los echaban de encima a cajas destempladas. A la hora de las responsabilidades, todos se volvían atrás.

Entretanto, ¿qué ocurría en el resto del país? La Cierva, ministro de la Gobernación, lanzaba maquiavélicamente la versión de que el movimiento era separatista; la Unión General de Trabajadores y el partido socialista adoptaban una actitud pasiva. Como resultado de ello, el levantamiento quedó aislado, el gobierno tuvo la posibilidad de mandar considerables refuerzos a Cataluña y de actuar eficazmente, aplastando la insurrección en ese momento crítico en que la resolución con que obren las fuerzas en presencia decide del resultado de la lucha. Las detenciones en masa, la clausura de todos los sindicatos y entidades de carácter obrero, sin excluir los ateneos; las monstruosas condenas de los consejos de guerra y los fusilamientos en Montjuich fueron el coronamiento de aquellos sucesos que han pasado a la historia con el nombre de «semana trágica».

De aquella memorable insurrección, que constituye una de las etapas más importantes de la historia de la revolución española, se desprenden algunas lecciones, que es necesario señalar:

1ª Ya desde la iniciación del proceso revolucionario es la clase obrera la que desempeña un papel predominante en el mismo; los acontecimientos de los años posteriores no hacen más que confirmar irrebatiblemente esta afirmación.

2.ª Por no tener una política propia, la clase obrera de nuestro país, en los momentos decisivos, se libra a acciones estériles, esporádicas y carentes de orientaciones, o se ve obligada a hacer la política de otra clase.

3ª Los partidos republicanos, por miedo a la acción de las masas populares, por miedo a la revolución propiamente dicha, le vuelven la espalda en el momento en que muestra su verdadera faz. Les es más grato ver los fusiles en las manos de la guardia civil que en las de los trabajadores.

4ª Sin la coordinación, mediante una organización rigurosamente centralizada, de la acción de los trabajadores de toda España, la derrota del proletariado es inevitable.

5ª Finalmente, la lección fundamental que se desprende de los acontecimientos de 1909 y de todos los que han caracterizado el desarrollo de la revolución española, es que la clase trabajadora no tiene más que un camino de salud: romper todo contacto, directo o indirecto, con las fuerzas políticas burguesas y pequeño burguesas y organizarse en un potente partido revolucionario de clase, sin el cual será totalmente imposible su liberación.

Desgraciadamente, la mayoría del proletariado español no ha sabido aprovechar todavía las lecciones de la experiencia histórica y sigue dando tumbos entre la democracia pequeñoburguesa y el castrador reformismo socialista, de una parte, y el putschismo histérico del anarquismo, por otra.

No ocurre lo mismo con la burguesía, que comprende perfectamente el sentido de los acontecimientos revolucionarios pasados. Por esto su silencio alrededor de la insurrección de 1909 no tiene nada de casual.

 

Fuente original Comunismo, n.° 27, agosto de 1933.