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Página 12 y ediciones Lolhé-Lumen reeditan un libro sobre la matanza de los Palotinos durante la última dictadura argentina

La investigación de una matanza que permanece impune

Fuentes: Página 12

Una madrugada fría, triste y trágica en el barrio de Belgrano. Una leyenda en el escenario de un múltiple crimen –en una iglesia- congela la sangre: «Estos zurdos murieron por ser adoctrinadores de mentes vírgenes». La frase -imposible de olvidar- estaba junto a los cadáveres acribillados a balazos de los sacerdotes Alfredo Kelly, Alfredo Leaden […]

Una madrugada fría, triste y trágica en el barrio de Belgrano. Una leyenda en el escenario de un múltiple crimen –en una iglesia- congela la sangre: «Estos zurdos murieron por ser adoctrinadores de mentes vírgenes». La frase -imposible de olvidar- estaba junto a los cadáveres acribillados a balazos de los sacerdotes Alfredo Kelly, Alfredo Leaden y Pedro Duffau y los seminaristas Salvador Barbeito y Emilio Barletti. Desde ese 4 de julio de 1976, la dictadura militar ocultó y encubrió a los autores de la matanza, un grupo de tareas «salido de control», según reconoció el ministro del Interior, Albano Harguindeguy, en una reunión con autoridades eclesiásticas. Pero hizo algo más con la ominosa aprobación de los jerarcas católicos. Intentó clausurar el relato con un veredicto, atentado de la «subversión», que resultó fácilmente internalizado por amplios sectores de la sociedad paralizados por el miedo. Muchos años después, un periodista convencido de que se estaba atentando contra la memoria abrió ese relato, investigó el fusilamiento de los cinco religiosos de la congregación de los Palotinos y desmontó esa trama de silencio con valentía y excelencia. En La masacre de San Patricio -libro que Página/12 reedita junto a Ediciones Lohlé-Lumen, con prólogo de Horacio Verbitsky-, Eduardo Kimel reconstruyó uno de los crímenes más aberrantes del terrorismo de Estado, con testimonios y documentos clave que ponen al descubierto la aceitada maquinaria de represión e impunidad protagonizada por los militares y avalada por la jerarquía eclesial y judicial.

La reedición de este libro fundamental publicado en 1989 -y que mañana los lectores podrán comprar a 10 pesos- es un homenaje a Kimel, un periodista de «combate» en la lucha por la verdad, la libertad de expresión y la vigencia de los derechos humanos. El periodista murió el 10 de febrero pasado. La investigación judicial realizada por el asesinato de los religiosos no encontró ningún responsable, a pesar de los testimonios que indican que fue cometido por un grupo de tareas integrado por el teniente de navío Antonio Pernías, el teniente de fragata Aristegui, el suboficial Cubalo y Claudio Vallejos, como declaró en agosto de 1985 ante el juez federal Néstor Blondi -que reabrió la causa en 1984- un ex integrante de la Armada, Miguel Angel Balbi. Autores y encubridores de la masacre de San Patricio quedaron impunes. Lo que aún cuesta creer es que el único condenado haya sido el periodista que la investigó. Fue una odisea judicial y política que se extendió a lo largo de veinte años, pero que culminó, afortunadamente, con la despenalización de la palabra pública en el país.

En 1995, Kimel fue condenado a un año de prisión en suspenso y al pago de una indemnización de 20.000 dólares como culpable del delito de «calumnias e injurias» contra el juez federal Guillermo Rivarola, a quien mencionó en el libro como el primer magistrado responsable de la investigación judicial de la masacre. Tremenda e injusta condena por las palabras del periodista sobre el desempeño de ese magistrado que, como subraya Verbitsky en el prólogo, «fueron las más apropiadas para describir la conducta de la mayoría de los jueces que no esclarecían esos crímenes». En la página 139 de esta reedición se puede leer el breve párrafo por el que fue perseguido judicialmente Kimel. «El juez Rivarola realizó todos los trámites inherentes. Acopió los partes policiales con las primeras informaciones, solicitó y obtuvo las pericias forenses y balísticas. Hizo comparecer a buena parte de las personas que podían aportar datos para el esclarecimiento. Sin embargo -agregaba el periodista-, la lectura de las fojas judiciales conduce a una primera pregunta. ¿Se quería realmente llegar a una pista que condujera a los victimarios? La actuación de los jueces durante la dictadura fue, en general, condescendiente cuando no cómplice de la represión dictatorial. En el caso de los palotinos, el juez Rivarola cumplió con la mayoría de los requisitos formales de la investigación, aunque resulta ostensible que una serie de elementos decisivos para la elucidación del asesinato no fueron tomados en cuenta. La evidencia de que la orden del crimen había partido de la entraña del poder militar paralizó la pesquisa, llevándola a un punto muerto.»

«El caso Kimel» resume de manera «ejemplar», como advierte Verbitsky, «el impacto que puede tener el uso de las figuras legales de calumnias e injurias como mecanismo de censura, una práctica por demás extendida en Argentina a lo largo de la década del ’90». Aunque en 1996 la Cámara de Apelaciones revocó la condena al periodista, «el cardumen de obsecuentes» de la Corte menemista revocó la absolución de Kimel y ordenó un nuevo fallo contra el que no admitió recurso. En 2000, ante la imposibilidad de obtener justicia en el país, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) junto con el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (Cejil) denunció al Estado argentino ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, por la violación de los derechos a la libertad de expresión y el debido proceso del periodista. Como pasaron siete años sin que el Estado argentino cumpliera el compromiso de despenalizar las calumnias e injurias, la Corte Interamericana de Derechos Humanos lo condenó a «reparar» integralmente las violaciones causadas a Kimel, obligó al Estado a dejar sin efecto la condena penal impuesta, le dio un plazo razonable para reformar la legislación -el Congreso aprobó la despenalización de las calumnias e injurias para expresiones referidas a temas de interés público en marzo de este año- y realizar «un acto público de reconocimiento de su responsabilidad»; deuda pendiente que terminó de saldar recientemente la presidenta Cristina Fernández.

Gabriela Kimel, hija del periodista, tenía apenas dos años cuando se publicó La masacre de San Patricio. «Ahora el libro tiene otro significado -dice-. Además de ser la investigación periodística de un caso, es la prueba de cómo el derecho a la libertad de expresión no estaba garantizado. Por eso su reedición resulta de alguna manera reivindicatoria. Creo que es interesante leerlo desde esta perspectiva. Esta reedición es un interesante cierre para los años de lucha en contra de la censura y va a ayudar a hacer más conocida su investigación, que es finalmente el objetivo de la escritura del libro.» Su madre le contó que mientras Kimel tipeaba con su máquina de escribir el libro, «de tanto en tanto mecía mi cochecito». El recuerdo propio resulta inapelable después de tantos años de peripecias judiciales que «alteraron nuestras vidas». «Para él fue una situación muy traumática, lo vivió de una manera muy intensa -evoca Gabriela-. Fue una satisfacción el fallo de la Corte Interamericana, lo sintió como un triunfo.»

Organizado en seis capítulos, el libro es el minucioso relato del asesinato perpetrado en la iglesia de San Patricio esa madrugada fría y trágica del 4 de julio de 1976. «Si escuchás cohetazos no salgás, porque vamos a reventar la casa de unos zurdos», le dijeron al cabo de la policía federal Pedro Alvarez, encargado de la custodia de la casa del entonces gobernador de la provincia de Neuquén, el general Martínez Waldner, ubicada a metros de la iglesia. Y agregaron: «No te metás porque te pueden confundir». Kimel reconstruyó los momentos previos a la masacre, pero también lo que sucedió después. La policía no controló el acceso a la casa parroquial y religiosos, vecinos y civiles -además del personal policial- caminaban libremente por el interior y pudieron comprobar el total de-sorden en el que se encontraban las habitaciones y los dormitorios. Aunque los cadáveres de los cinco palotinos estaban identificados por responsables de la congregación, los cuerpos fueron extraídos del lugar del crimen como NN. «¿Entonces no hay ningún Emilio Neira entre los muertos?», preguntó Rafael Fensore, el comisario de la seccional 37 en el momento del homicidio. Hasta los diálogos que reproduce el libro resultan dolorosamente imperdibles. El padre Efraín Sueldo Luque increpó al comisario. «Si nadie supo decirles el nombre de los muertos, ¿de dónde sabe usted el nombre de Emilio Neira?»

Kimel reconstruyó con lujo de detalles cómo se intentó embarrar la cancha y confundir el carácter de la masacre. La versión oficial atribuía el asesinato a una organización terrorista subversiva, cuya sigla figuraba en una de las pintadas dejada en la alfombra: M.S.T.M, Movimiento Socialista de los Trabajadores Montoneros, según la antojadiza traducción de la policía de lo que significaba Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo. «La presencia de altos funcionarios militares en la parroquia, y de una representación del gobierno durante el velatorio de las víctimas, contribuyó a dar la impresión de que el homicidio era condenado desde las esferas oficiales», escribió el periodista. «Si en aquel trágico período la forma represiva utilizada había sido el secuestro, la tortura y la desaparición, la eliminación clandestina de las personas, ¿por qué con los palotinos se había elegido el fusilamiento liso y llano?», se preguntaba Kimel. «¿Por qué se habían dejado signos y rastros tan ostensibles sobre la autoría del hecho?» Las respuestas están en esta investigación, que no deja hilo sin conectar. Harguindeguy había reconocido en una reunión con autoridades eclesiásticas que la matanza había sido obra de un «grupo del gobierno salido de control». Emilio Massera también asumió la responsabilidad militar en el hecho. Dijo que había una lucha intestina en el poder, en el marco de la cual sectores de las F.F.A.A. habían obrado y estaban realizando operaciones «fuera de control de los mandos superiores».

Kimel trazó también un perfil de cada una de las víctimas. El padre Kelly representaba la posición más relacionada con los grupos de avanzada del catolicismo, pero numerosos testimonios confirman que no era un sacerdote tercermundista, aunque haya condenado, desde el púlpito de San Patricio, la violencia de la represión ilegal. Duffau, en cambio, se asemejaba al religioso tradicional, preocupado estrictamente por lo litúrgico y la obra educativa. Leaden era un clérigo de prestigio entre las autoridades eclesiásticas argentinas; días antes de su asesinato había sido postulado para ocupar el Obispado de Quilmes. No era tan tradicional como Duffau ni tan progresista como Kelly. Frente a la renovación y las nuevas ideas, Leaden adoptó un claro sentido pragmático; no encabezar ni fomentar el desarrollo de un compromiso de avanzada, pero tampoco impedirlo. Kimel señaló que el objetivo final de la masacre fue «frenar el desarrollo de todo un sector del cristianismo que, desde mediados de la década del ’60, buscaba el horizonte de una nueva Iglesia, de una renovación opuesta a las prácticas y a la ideología social de la jerarquía tradicional».

Gabriela Kimel leyó el libro cuando tenía 13 años. Entonces su padre ya había sido condenado. «Me acuerdo que lo leí en una noche y fue muy atrapante. Estuve atenta a si era provocador, insultante o agraviante. Pero me pareció una investigación tan comprometida como correcta. Sentí que lo habían enjuiciado por nada. Me pregunté cómo había llegado a leer el libro el juez Rivarola, qué quería demostrar acusando a mi viejo y cómo es que la Justicia le daba la razón.» Verbitsky plantea que es más conocido Kimel (por la persecución judicial que sufrió) que su libro. «Esta reedición es una oportunidad para que se conozca una obra muy seria y valiosa», destaca el periodista y presidente del CELS. «Es un homenaje a Eduardo, pero también es un recordatorio para la sociedad de un crimen horrendo que sigue impune. La deuda no está saldada porque no se ha avanzado en la investigación judicial», agrega Verbitsky.

Acostumbrado a la impunidad, el teniente de navío Antonio Pernías soltó la lengua en la ESMA. «En la Iglesia había muchas manzanas podridas que había que eliminar, como ya hicimos con los curas palotinos.» Se lo dijo a una de sus víctimas, Graciela Daleo, secuestrada por un grupo de tareas en 1977. ¿Por qué la causa judicial de los palotinos agoniza en las estanterías de Tribunales desde junio de 1987, cuando se dispuso la segunda clausura provisional del caso, «al no llegarse al esclarecimiento del hecho»? «La Iglesia Católica no ha puesto ningún esfuerzo especial para que se esclarezcan los hechos», responde Verbitsky. «Cuando se planteó hacer el homenaje a Kimel, sondeamos a la congregación de los Palotinos para hacerlo en la iglesia San Patricio. Se negaron y sugirieron hacerlo en la AMIA, lo cual es escandaloso», recuerda todavía indignado por la respuesta que recibió. «Supongo que a la Iglesia no le interesó mucho presionar para reabrir la causa», ironiza Gabriela. «Tampoco hubo desde el Estado ninguna acción en ese sentido. Y qué decir de la Justicia argentina, que condenó en varias instancias a mi papá por realizar una investigación que intentaba echar algo de luz sobre la terrible masacre. La impunidad que existe en este caso es la misma que existió para los crímenes del terrorismo de Estado.»

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/17-18718-2010-07-24.html