No pocos son los síntomas que hacen pensar en una rearticulación política de la derecha latinoamericana. Uno de ellos es la pérdida de credibilidad del proyecto neoliberal. Sus buenaventuras se traducen en miseria, hambre y desempleo para la mayoría de la población. Sus dirigentes y partidos han resultado mal parados. Agotaron el crédito político. Hay […]
No pocos son los síntomas que hacen pensar en una rearticulación política de la derecha latinoamericana. Uno de ellos es la pérdida de credibilidad del proyecto neoliberal. Sus buenaventuras se traducen en miseria, hambre y desempleo para la mayoría de la población. Sus dirigentes y partidos han resultado mal parados. Agotaron el crédito político. Hay más pobres, crece la injusticia, la concentración de la riqueza y la desigualdad social. Verdades difíciles de contrarrestar. Ni la publicidad agresiva en pro de sus lemas ha podido evitar la catástrofe. El neoliberalismo sólo funciona para los grandes empresarios del capitalismo trasnacional. El resto de los mortales participa como fuerza de trabajo en condiciones de subordinación y sobrexplotados. Por ende, su implantación no suscita entusiasmo, ni consenso social. Aun así, su doctrina se presentó como una nueva etapa histórica. Una era provista de una espada justiciera capaz de infligir la derrota al comunismo en nombre de la civilización católica, judeo-cristiana occidental. En su nombre emergió una ideología afín que promulgó la desaparición de la explotación, la dependencia, el imperialismo y las clases sociales. Sólo existía la globalización, un Big Bang homologable a la teoría del origen del universo. Un catalizador del orden espontáneo y complejo cuya energía simbólica era la economía de mercado. Sin embargo, en su interior se ve renacer la esclavitud infantil, las muertes por hambruna y las enfermedades endémicas. Emergieron de sus entrañas detenidos desaparecidos, gobernantes corruptos, pederastas, cómplices de torturas, criminales de lesa humanidad. Durante el periodo neoliberal es cuando más violaciones de los derechos humanos se han producido en todo el planeta.
Ante tanto desaguisado los representantes de la derecha latinoamericana buscan una salida. Sin embargo lo hacen escorándose hacia la extrema derecha. Obligados a recomponer las estructuras partidistas, el siglo XXI no responde a los postulados que los asesores estadunidenses vendieron en sus cursos de formación y que una parte de las elites latinoamericanas compraron como ingeniería y ciencia política. Allí se enseñaban tipologías sin rigor teórico como partidos atrápalo-todo o cártel. Categorías, eso sí, para que avezados profesionales hicieran carrera y terminaran siendo diputados, senadores, alcaldes, concejales, y repitieran como loros el lenguaje neoliberal.
Mientras tanto, la derecha política vuelve a sus raíces y se torna extremista. Entiende la gravedad del momento, reaviva y establece nuevas fronteras para evitar malos entendidos. Se acaban las concesiones. Es necesario mantenerse en el poder, o recuperarlo si se ha perdido. Hay que pasar al ataque. La iniciativa consiste en destruir, desprestigiar y socavar el orden si se pasa a la oposición, caso de Bolivia, Ecuador y Venezuela. Hacer ingobernable lo gobernable. Aplicar la máxima: desestabilizar hasta hacer imposible la convivencia. Provocar un estado de nervios, crispar, confrontación generalizada para postular un llamado a elecciones anticipadas. Siempre es posible revertir un proceso democrático e incluso acudir al fraude electoral como técnica golpista. Pero si se está gobernando, hay que desarticular a la izquierda y sus alternativas, aplicar la razón de Estado, pasar por encima de las instituciones y dar mano larga a las fuerzas de seguridad, garantizando su impunidad para reprimir.
Hoy, ante tanta crisis de la derecha sus elites levantan un proyecto de partido de masas antidemocrático fundado en los restos del neoliberalismo. Sus futuribles dirigentes son parte del propio sistema imperante. Pertenecen al orden sistémico. Liberales, conservadores y demócrata-cristianos. Lo que tienen en común es su anticomunismo y su renuncia a los valores sociales, éticos y económicos de la democracia política. Sólo que ahora hacen gala de dicha renuncia. Para ellos, la democracia es un lastre. Son partidarios de gobiernos fuertes y prefieren la estabilidad económica a los derechos políticos de los ciudadanos. Por eso reivindican figuras como Ubico, Estrada Cabrera, Porfirio Díaz o Pinochet. Para muestra, las palabras del actual ministro de Asuntos Exteriores de la presidenta de Chile Michelle Bachelet, Alejandro Foxley, quien afirma sin sonrojarse: «Pinochet realizó una transformación sobre todo en la economía chilena, la más importante que ha habido en este siglo. Tuvo el mérito de anticiparse al proceso de globalización que ocurrió una década después, al cual están tratándose de encaramarse todos los países del mundo. Hay que reconocer su capacidad visionaria y la del equipo de economistas que entró a ese gobierno el año de 1973». Sin comentarios.
El fundamento del proyecto pretende unificar los partidos de la derecha bajo el nombre genérico de partido popular. Es el desarrollo de un populismo, el único posible, el de la derecha extrema. La financiación para encarar la propuesta de unificación corre a cargo de fundaciones europeas y del grupo popular del Parlamento Europeo, siendo apadrinada por José María Aznar, su fundación y la propia Condoleezza Rice. El laboratorio sería Chile, donde ya el nombre es propiedad de los amigos de Aznar, es decir, la democracia cristiana, extendiéndose más tarde a Venezuela, Centroamérica, Cuba, República Dominicana, Colombia, Ecuador y Paraguay.
Más allá de las diferencias existentes entre los posibles articuladores del proyecto, el nuevo partido trata de movilizar un voto militante en tiempos de abstención. Así, estamos en presencia de una involución que marca el quehacer de las elites políticas de las clases dominantes formadas en los años 80. La derecha latinoamericana parece haber concluido un ciclo, gobierne o esté en la oposición. Hoy por hoy, y por primera vez, la democracia deja de ser parte de su discurso y sus dirigencias asumen sus consecuencias: una involución en sus principios políticos y además son conscientes. Ahora prometen orden y progreso, gobernanza. Por ello llaman a zafarrancho. Muerte a la democracia y a sus defensores. ¿Volverán los golpes de Estado?