A lo largo del siglo pasado, los socialdemócratas apoyaron un modelo de sociedad en el que los impuestos sobre la renta y el consumo elevados y progresivos se han justificado como medio para reducir la desigualdad y la pobreza, al tiempo que se sufragaba un conjunto cada vez mayor de prestaciones estatales y servicios públicos. Esta receta resultó válida a lo largo de muchas décadas, asegurando victorias electorales regulares.
Sin embargo, desde la década de 1990, esto ha dejado de ser así. Puede que la derecha política no haya ganado el debate intelectual o moral. Pero su receta de bajos impuestos sobre la renta y el consumo ha gozado de un atractivo popular cada vez mayor, drenando el apoyo a la izquierda de aquellos que ganan con los recortes de impuestos, aunque sigan apoyando los servicios y prestaciones públicas.
No sirve de nada que la izquierda se lamente de que esa época haya pasado. Debe reinventar la política fiscal. Para ello, ha de reconocer de una vez por todas que el sistema de distribución de la renta de las décadas socialdemócratas del siglo XX se ha descompuesto irremediablemente. Tanto si el crecimiento económico es alto como si es bajo, la mayor parte de los ingresos adicionales van a parar a los propietarios de bienes -financieros, físicos e intelectuales-, mientras que son cada vez menos los que dependen del trabajo. Esto se aplica tanto a los países en los que los sindicatos son fuertes como a aquellos en los que están paralizados. Es la era del capitalismo rentista.