Intervención de Alberto Montero Soler, profesor de Economía Aplicada en la Universidad de Málaga, en el coloquio «De la crisis del euro al rescate. El debate de la izquierda ante la crisis», que tuvo lugar el 22 de septiembre, en el marco de la Fiesta del PCE. Transcripción a cargo de Rebelión
La primera cuestión que quisiera plantear es la más básica de todas, y es que cuando hablamos del proyecto europeo, cuando hablamos de la crisis en Europa y de la crisis del euro, nos olvidamos de lo principal. Y es que el euro está contra la Europa en la que todas y todos creemos. El euro es un proyecto que ha permitido a las élites económicas, tanto industriales como financieras europeas, cooptar a la clase política tanto a nivel europeo como estatal y ponerla al servicio de un proyecto de rentabilización de los capitales en el cual la clase trabajadora no tiene nada más que cosas que perder. Si no entendemos que la Europa del euro no es nuestra Europa, no podremos enfrentarnos adecuadamente a esta crisis. Plantear que hay que rescatar a Europa y rescatar al euro, y olvidarnos de eso, es echarnos piedras sobre nuestro tejado.
En segundo lugar, la crisis del euro no es una crisis financiera, lo que no quita para que tenga una dimensión financiera. La crisis del euro es una crisis que estaba inserta en el código genético del euro desde su aparición. El euro se diseñó desde una perspectiva neoliberal y orientada exclusivamente a ese proceso de rentabilización de los capitales a nivel europeo. Las políticas de ajuste permanente que se articularon en el proceso de convergencia hasta llegar a Maastricht como las políticas que se han mantenido desde entonces; los errores de diseño en el euro con la ausencia de una estructura fiscal de redistribución de la renta que permita repartir la renta y la riqueza desde las zonas en las que se genera y acumula hacia las zonas en las que se producen situaciones de recesión y crisis; la ausencia de cualquier mecanismo de solidaridad más allá de la Política Agraria Común para permitir que las vacas europeas vivan mejor que los niños latinoamericanos o africanos; las asimetrías estructurales que se han producido, que existían y que en ningún caso se han reducido, sino que se han agravado, y que como consecuencia de esta crisis se están intensificando. Todo ello sólo puede hacernos llegar a la conclusión de que el euro es proyecto fallido; pero que, además, no es nuestro proyecto ni algo que tengamos que defender desde ningún punto de vista.
¿Qué opciones hay frente al futuro? Las opciones frente al futuro dependen de la comprensión de cuáles son las dimensiones y la naturaleza de la crisis, por un lado; y por otro lado, de valorar la viabilidad del proyecto europeo tal y como lo conocemos. Si mañana cambia el código genético de todos los alemanes, incluida su Canciller, me comeré todas y cada una de las palabras que voy a decir a continuación, pero como creo que esa mutación genética no va a ocurrir, la viabilidad de la pertenencia al euro para los países periféricos es prácticamente nula. Es decir, la viabilidad del euro, si no se restringe única y exclusivamente a los países centrales, estaría puesta en cuestión. Es decir, el euro, tal y como lo conocemos ahora, es una moneda que va hacia el colapso. Y por eso digo que, probablemente, si no tratamos de articular respuestas desde esa perspectiva del colapso de la Unión Europea a medio o largo plazo, lo que nos encontraremos es que éste nos pasará por encima.
Sobre la naturaleza de la crisis, muy rápidamente, porque yo creo que todos y todas, más o menos, estamos al tanto. La crisis europea no es una crisis financiera. Es una crisis derivada de las diferencias acumuladas de competitividad entre el núcleo y la periferia; entre un núcleo que ha aumentado sus niveles de productividad, que ha mantenido unas tasas bajas de inflación y que ha emprendido unos procesos de ajuste y de moderación salarial; y una periferia que ha mantenido unos diferenciales de inflación positivos con respecto al núcleo -es decir, ha visto cómo sus precios han crecido más-; también ha visto cómo los salarios de la clase trabajadora han crecido más, entre otras cosas, porque partían de unos niveles inferiores; y, por lo tanto, esto ha dado lugar a unos déficit en la balanza por cuenta corriente que explican, junto a la crisis bancaria, la dimensión financiera posterior de la crisis.
Esas diferencias en las productividades han beneficiado esencialmente a Alemania. Alemania ha sido la principal beneficiaria de que exista una moneda única. ¿Por qué? Porque cuando existían esas diferencias de competitividad entre las economías, pero cada una tenía su propia moneda, los Estados podían devaluar sus monedas para reducir los déficit de competitividad. Desde el momento en que se crea una moneda única, con un tipo de cambio fijo e inalterable entre las distintas economías, los países no pueden recurrir a la devaluación para reducir los déficit de competitividad entre sus economías. Y vemos cómo eso se traduce en dos situaciones enfrentadas: por una parte, acumulación de superávit por cuenta corriente en los países centrales; y, por otra, déficit por cuenta corriente en los países de la periferia.
Para mantener esa situación de desequilibrio en las balanzas por cuenta corriente a su favor, ¿qué hizo Alemania? Básicamente, sustituir superávit comercial por deuda externa. Es decir, vendía a los países de la periferia y, al mismo tiempo, financiaba el endeudamiento de los países de la periferia para que le compraran el excedente comercial. ¿Por qué? Porque Alemania ha sido tradicionalmente, por motivos demográficos, sociológicos y de distinta naturaleza, un país con una insuficiente demanda interna. Y lo que ha hecho a lo largo de todo el proceso del euro es sustituir esencialmente demanda externa de los países periféricos y del resto del mundo por demanda interna.
Su política ha sido la de mantener niveles de demanda al interior muy bajos, incrementando la presión salarial sobre los trabajadores, y sustituirla por la demanda que realizaba el resto del mundo, especialmente los países periféricos. Como esos países periféricos necesitaban de inyecciones de recursos financieros para poder financiar la falta de ahorro de sus economías, lo que ha hecho Alemania es, básicamente, fomentar el endeudamiento de los países periféricos. De manera que la crisis, tal y como la encontramos en estos momentos, tiene dos dimensiones difícilmente reconciliables: una es el problema de la deuda. Pero especialmente para el caso español y de la mayor parte de los países periféricos, es un problema de deuda privada. Que, parcialmente, ha sido socializada, porque se ha socializado la deuda de los bancos, pero la deuda de los particulares sigue viva e intacta. Y que no se puede solucionar si no se reestructura. Es decir, si no hay una quita, una moratoria y una reestructuración de los plazos de pago de la deuda. Esa sería la expresión financiera del problema.
La otra dimensión de la crisis son las diferencias en la competitividad. Diferencias en la competitividad entre las economías centrales y las economías periféricas que no están disminuyendo sino que se están ampliando. Lo que nos encontramos es que el proceso de ajuste para salvar al capital financiero e industrial, tanto a nivel europeo como estatal, se está haciendo a costa del ajuste salarial y de la presión sobre los trabajadores, con repercusiones sobre los niveles de productividad de los mismos.
Frente a ello, ¿qué se está haciendo? Políticas de ajuste y austeridad que no pueden funcionar bajo ningún concepto por razones evidentes.
Primero, porque inducen a sustituir demanda interna por demanda externa a todos los países. Es decir, deprimen el consumo, la inversión y el gasto público a nivel interno y lo tratan de sustituir por exportaciones hacia el resto del mundo de nuestros productos. Y eso se hace, esencialmente, por la vía de la deflación salarial. Es decir, reduciendo el coste del trabajo. Pero se hace promoviendo esa política para todos los países simultáneamente -y ahora veremos a qué niveles- y, al mismo tiempo, en un contexto de economía global en recesión. Es decir, es una política pro-cíclica: induce a las economías hacia la crisis en un contexto de crisis económica global. Por lo tanto, es una política que no tiene ningún sentido. Además, impone el ajuste sobre cada vez más economías.
El ajuste duro sobre los «cerditos» (Portugal, Italia, Irlanda, Grecia y España) supone en estos momentos el 37% del PIB comunitario. Si a eso se le une el ajuste moderado que se está llevando a cabo en Francia, con la reciente rebaja de los 30 mil millones de euros, el ajuste afecta ya al 57% del PIB de la eurozona. Y si a eso se le suma los ajustes moderados sobre Bélgica y sobre los Países Bajos, el ajuste llega al 66% del PIB comunitario. Es decir, se está imponiendo políticas de recesión, de contracción, de profundización en la crisis, a casi dos tercios de la eurozona. Con lo cual, la posibilidad de que esos dos tercios salgan a flote como consecuencia de la demanda externa que haga el otro tercio, es prácticamente nula.
Y además las políticas de ajuste tienen repercusiones sobre los diferenciales de productividad. Las políticas de ajuste lo que hacen es frenar el crecimiento. Al frenar el crecimiento, afectan a los rendimientos del sector industrial, fundamentalmente. Eso, debido a las rigideces técnicas que impiden que haya un ajuste paralelo entre el empleo y la producción -es decir, la producción suele caer más rápidamente de lo que lo hace el empleo- provoca el deterioro de la productividad, el deterioro de los beneficios, la caída en la inversión e incentiva la caída en la producción. Con lo cual, volvemos a deteriorar lo que debería servir para sanar la causa última de la crisis en Europa: los diferenciales de competitividad entre las distintas economías.
Pero además, hay otra cuestión de fondo mucho más grave. Y es que, utilizando sólo las relaciones macroeconómicas básicas sobre las que todo el mundo coincide nos encontramos con que el proyecto europeo es inviable con Alemania dentro. Sin Alemania, la cosa pudiera cambiar.
Tenemos que partir de la premisa, como hemos señalado, de que la eurozona es un diseño fallido, un diseño que estaba mal desde su propio origen. Y, en estos momentos, estamos asistiendo al conflicto entre las élites europeas, que ven cómo su proyecto se está desmoronando y no terminan de entender cómo y por qué y cómo y a través de qué vías podrían solucionarlo de forma que las soluciones le permitieran mantener su posición de poder a lo largo del tiempo. Y, por otro lado, la lógica económica elemental. Se trata de un conflicto difícilmente resoluble y que ha ilustrado muy bien Luis Alonso.
Hemos pasado de una situación que parecía que era un juego de suma cero al interior de la Unión Europea, donde lo que unos ganaban era a costa de lo que otros perdían y era, hasta cierto punto, asimilable por todos, a una situación que se llama juego de suma negativa, es decir, donde cada una de las partes cree que está peor de lo que estaría si no estuviera en el euro. Los del núcleo, porque creen que han financiado la orgía inmobiliaria y el bienestar de los países periféricos, que, al parecer, no nos correspondía; y los periféricos, porque creemos que los países centrales nos están imponiendo políticas de austeridad que están acabando con el empleo, con los derechos sociales y con las perspectivas de futuro de nuestra generación y de las generaciones futuras.
El problema es básicamente Alemania. No porque le tenga especial aversión a los alemanes, sino por su estructura productiva. Una estructura productiva que está basada esencialmente en la debilidad crónica de la demanda interna: una economía que ahorra mucho más de lo que consume; y que ha orientado sus aparatos productivos hacia la exportación, a sustituir demanda interna por demanda externa. Para eso, Alemania, después de la reunificación alemana, necesitaba un contexto de tipos de cambio fijos inamovibles, y la expresión más cerrada y perfecto de ello era construir una moneda única.
Eso ha dado lugar a que los países centrales, con Alemania a la cabeza, hayan conseguido una situación de superávit en la balanza por cuenta corriente que se ha canalizado en forma de flujos financieros hacia los países periféricos. Revertir esa situación significaría que Alemania aceptara que los países periféricos empezaran a exportar más hacia los países centrales, cosa que es altamente improbable. Si todo su esfuerzo productivo desde la Agenda 2010 de Schröder de principios del siglo XXI ha estado orientada a reestructurar su economía en ese sentido, parece muy poco probable que a estas alturas sea políticamente aceptable a nivel interno que puedan revertir esa situación para aceptar déficit en la balanza por cuenta corriente. Entre otras cosas, porque se enfrentarían a la debilidad de la demanda interna y a debilidad de la demanda externa; es decir, aceptar eso significaría que Alemania aceptaría incrementar sus niveles de desempleo e incrementar sus niveles de inflación. De hecho, Alemania, durante estos doce, quince años ha hecho todo lo posible por llegar a esta situación. Por llegar a reforzar su superávit en la balanza por cuenta corriente. Difícilmente va a permitir que eso se revierta, entre otras cosas porque para ello sería necesario, por ejemplo, que su inflación fuera mayor que la de los países periféricos. Algo que, por otra parte, no es fácil de conseguir en unas sociedades que tienen mayor aversión a la inflación que las sociedades periféricas y en unas economías periféricas donde la inflación es estructuralmente más alta que la inflación del centro. Por otro lado, debería aceptar pérdidas de competitividad por la vía de mantener mayores incrementos de los costes laborales, de los salarios de los trabajadores. Cuando lo que se está promoviendo con las políticas de ajuste es, precisamente, lo contrario: deflación salarial en los países periféricos manteniendo, más o menos constantes, los niveles salariales en sus países. Además, hay que considerar que no se puede cambiar una estructura productiva que está orientada a la exportación por una estructura productiva orientada a la economía interna de la noche a la mañana.
El colapso es inevitable, por cuestiones de relaciones económicas básicas. A lo que nos vamos enfrentando es a que el nivel de la deuda pública es actualmente insostenible para los países periféricos. España (ya no hablo de Grecia y Portugal) es un país insolvente, en quiebra: no puede conseguir ni un superávit comercial ni un superávit fiscal que permita hacer frente al crecimiento del pago de la deuda en los próximos años. Es decir, frente a lo que se nos viene, en algún momento, y eso lo sabe todo el mundo, se va a tener que plantear que la deuda española es impagable, que no hay forma de pagarla. Cuánto tiempo tardemos en aceptar esa situación o cuánto tiempo tardemos en entender que lo que se está produciendo a través de los procesos de ajuste es una extracción de los excedentes desde la periferia hacia el centro para llegar a un momento en el que, cuando no haya más de dónde extraer, reconocer que la deuda es impagable, cuando ya lo es ahora, en estos momentos, es a lo que se tiene que enfrentar actualmente la izquierda.
La izquierda no sólo se tiene que enfrentar a eso, a cuándo vamos a reestructurar la deuda, sino también a cómo conseguimos, y aquí viene la parte más delicada, que no se produzcan, por catastróficas, o que se produzcan en beneficio de la clase trabajadora alguna de las posibles soluciones que hay en el horizonte.
¿Cuáles son las posibles soluciones que hay en el horizonte?
Una, la mejor solución: la mutación genética de todos los alemanes, que hiciera que, de repente, no tuvieran aversión a la inflación, sino que les pareciera bien que los precios crecieran y/o que aceptaran unos niveles de desempleo más altos de los que tienen en estos momentos.
Dos, el colapso de la eurozona. Es decir, la posibilidad de que, en algún momento, más allá de Grecia, que representa un porcentaje muy pequeño del PIB, España declare que la deuda no se puede pagar. En ese momento, si hay que proceder a la reestructuración de la deuda, los inversores internacionales en cuyas manos estamos, dirán: si no se puede pagar la deuda de España, probablemente tampoco se puede pagar la deuda de Italia, probablemente tampoco se puede pagar la deuda de Portugal, probablemente tampoco se puede pagar la deuda de Francia. Es decir, el euro colapsará como consecuencia de que los inversores dejarán de financiar las deudas de los distintos estados. Ese es el horizonte más probable.
La tercera posibilidad es también algo altamente improbable: la monetización de la deuda por parte del Banco Central Europeo, sin ninguna condición. No lo que pretenden hacer ahora: te compro deuda en el mercado secundario, siempre y cuando te sometas a un ajuste para provocar una deflación interna, que te permita, improbablemente, llegar a sustituir demanda interna por demanda externa. El que el Banco Central Europeo, los alemanes o los países centrales acepten financiar mediante la monetización de la deuda, vía Banco Central Europeo, sin ningún tipo de condiciones, los niveles de deuda acumulados en los países periféricos, es también, como digo, altamente improbable.
Por eso, el euro, desde mi humilde perspectiva, y desde el pesimismo intelectual, está condenado a colapsar. ¿En cuánto tiempo? Eso es lo que yo no me atrevo a anticipar. De manera que, o nos salimos del euro, preparando anticipadamente la salida, sin pasar del euro a las futuras pesetas de la noche a la mañana. Sino pensando en mecanismos posibles para ir preparando una salida no traumática del euro: básicamente, anticipo uno, introduciendo una moneda paralela exclusivamente de circulación nacional. O lo que puede ocurrir es que el colapso nos pille como siempre, mirando para otro lado.
Muchas gracias.
Alberto Montero Soler ([email protected], @amonterosoler) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y presidente de la Fundación CEPS. Acaba de publicar junto a Juan Pablo Mateo el libro «Las finanzas y la crisis del euro: colapso de la Eurozona», en Editorial Popular. Puedes leer otros textos suyos en su blog La Otra Economía.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.