¿En qué medida era previsible el asalto ciudadano que experimentó la sede de los tres poderes federales de Brasil, el pasado domingo 8 de enero de 2023 (08/01), cortesía de una amorfa, pero al parecer mínimamente organizada, derecha social envalentonada desde el golpe a Dilma Rousseff, en 2016?
Seguro habrá, tanto entre las filas de la derecha como de la izquierda, a nivel nacional, regional e internacional, quién asegure que algo como lo acontecido el 08/01 era, desde todo punto de vista, una verdadera imposibilidad históricamente objetiva, en la medida en la que, hasta antes de los hechos, tres eventos permitían descartar toda opción de una reacción social por la derecha de tales proporciones. A saber: i) la victoria electoral de Lula y su consecuente investidura presidencial sin sobresaltos (acompañado por un bono demográfico de legitimidad como sólo su carisma sabe convocar en tiempos de escasez de relevos generacionales en la política nacional brasileña); ii) la resignación en la derrota electoral y la posterior huida a Estados Unidos del que se consideraba el principal factor de instigación golpista en contra de Lula, Jair Bolsonaro; y, iii) la confirmación, por parte de Lula, de un gabinete federal al parecer tendencialmente más moderado que aquellos que conformó en sus dos mandatos anteriores, discursivamente defendido apelando a la reconciliación y la unidad nacional del pueblo brasileño (en esa línea de ideas, fragmentado por Bolsonaro).
Ante un panorama así de prometedor como preludio de un cuatrienio de estabilidad y de distensión de la polarización política, pues, ¿quién podría haber advertido con seguridad y seriedad que una reacción por la derecha se avecinaba; más aún si se consideraba que ésta tenía en su contra, por un lado, el hecho de que Bolsonaro no había desconocido explícitamente los resultados de su derrota; y, por el otro, la renuencia de las fuerzas armadas federales a decantarse por la opción de un golpe militar para garantizar la continuidad del hoy expresidente?
Falsas adivinaciones y dudosos ejercicios de premonición aparte, vistos los acontecimientos que condujeron al 08/01 en retrospectiva, y atendiendo, sobre todo, a lo polarizada y combativa que fue la disputa electoral de 2022, una cosa es segura: signos claros de que la reacción por la derecha a la victoria de Lula da Silva estaba ya en curso hubieron muchos y, en su mayoría, articulados alrededor de un proyecto político que desde ningún punto de vista podría ser considerado como una respuesta normal o tradicional dentro de la cultura política del Brasil posterior a la dictadura: el regreso de una dictadura militar que tuviese como sujeto político privilegiado de su gestión a las capas medias (que se conciben a sí mismas como algo más que clases medias), blancas, heterosexuales, cristianas y urbanas de la nación.
La hechos estaban ahí (más allá de la militancia que en el mismo sentido desplegaron actores mediáticos, sindicatos sectarios y partidos políticos formales): en las manifestaciones públicas, en las marchas y las múltiples ocasiones en las que esa masa poblacional informe (que hoy sin mayor reparo se identifica como el movimiento de las y los bolsonaristas) tomó las calles y reclamó para sí la ocupación del espacio público para demandar con transparencia y apertura que quiere de vuelta a la dictadura (y, en ese sentido, inclusive, rebasando por la derecha al propio Bolsonaro en sus aspiraciones políticas declaradas).
¿Por qué, entonces, lo del 08/01, para tantos y tantas, lo mismo entre las filas de la izquierda que entre las de la derecha, se sintió como un acontecimiento del todo imprevisible objetivamente? Por lo menos en lo que concierne al capo intelectual de la izquierda, parecen haber tres factores que explican su actual incredulidad y la poca seriedad con la que se tomaron, hasta antes del domingo 8 de enero, la posibilidad de una reacción ciudadana como la vivida ese día en Brasilia.
El primero de ellos tiene que ver con la necedad individualizante que se apoderó del grueso de los estudios que buscaron problematizar a Jair Bolsonaro, en lo singular; y al bolsonarismo, en lo general. Y es que, en efecto, más allá de que la identidad del propio bolsonarismo, entre estos estudios, sigue siendo difusa dada la heterogeneidad de características que se le achacan, lo que desde hace tiempo ha resultado incuestionable en este tipo de abordajes sobre el ascenso de la derecha en Brasil es que retraen las fronteras históricas de la derechización social en el país al fenómeno Bolsonaro, no sólo usando el nombre de este personaje para intentar conferirle una identidad clara al movimiento (si es que alcanza para tanto) sino, además, circunscribiendo los alcances mismos de lo que se proponen las y los bolsonaristas al programa abanderado por Bolsonaro a lo largo de su gestión presidencial.
Así, en última instancia, cualquiera que sea el camino que se siga en el estudio del bolsonarismo, lo que al final terminó heredando el grueso de los análisis dedicados a su problematización fue la aceptación, por un lado; de que, acabando con Bolsonaro, se acababa el bolsonarismo; y, por el otro, de que éste era, en cualquier caso, el punto de mayor radicalidad y/o de extremismo que la reacción de la derecha podía adoptar (asumiendo, en el camino, que la derecha o no existía en los tiempos de Lula y Dilma o era un fenómeno sin importancia en ese momento).
Y lo cierto es que no es para menos que las cosas terminarán dándose así. Después de todo, ¿qué otra figura política podría operar dentro del imaginario colectivo brasileño como una representación aún más extrema o radical, dentro de los espectros de la derecha, que Bolsonaro mismo, siendo él un militar de la alta jerarquía castrense y, en esa línea de ideas, símbolo de toda una historia de opresión en un continente que hasta hace apenas medio siglo seguía dominado por algunas de las dictaduras militares (o cívico-militares) más brutales de las que se tenga recuerdo alguno en Occidente?
Bolsonaro, es verdad, aún sin haber sido, en rigor, un dictador, es un símbolo de todo lo que en América significan dictadura militar (o cívico-militar) y Estado de contrainsurgencia. Sin embargo, la izquierda, al comenzar y agotar sus análisis de lo que acontecía (y acontece) en Brasil en su investidura castrense (aun siendo presidente), lo que perdió de vista fue el reconocimiento de que ni Bolsonaro, en cuanto militar, era la mayor expresión que la reacción por la derecha al progresismo podía adoptar ni él, como fenómeno político-electoral, fue anterior a un largo proceso de derechización de la sociedad civil, en proporciones cada vez más amplias de la población y sustratos demográfico cada vez más profundos, a lo largo de los últimos años, por todo Brasil.
Sacar a Bolsonaro de la presidencia del país, por ello, si bien abonaba al propósito de neutralizar —relativamente— el efecto potenciador que tenía su voz en la definición del campo político-ideológico en disputa en el país, en ningún sentido era condición suficiente para conseguir el mismo objetivo entre las masas, dada la amplitud, la profundidad y la densidad que ya para los años de su presidencia comenzaron a consolidad las redes de socialización del autoritarismo, el conservadurismo y la derechización ciudadana. Y es que, en efecto, aunque Brasil es un sistema presidencialista que le confiere al titular del poder ejecutivo federal una serie de prorrogativas que hacen de esta investidura una figura política e ideológicamente muy poderosa, un matiz que no se debe de perder de vista en esta lectura de la política nacional brasileña es que, para que en el aparato de Estado y en su andamiaje gubernamental se puedan dar desplazamientos cada vez más cargados hacia los extremos, es condición de posibilidad ineludible de su éxito que se cuente con las bases sociales necesarias no sólo para imponerse en términos cualitativos y cuantitativos sino, además, para legitimar sus excesos. De ahí que para la izquierda siempre resulte más peligroso el ascenso y la consolidación del autoritarismo social que los éxitos electorales del autoritarismo político: una sociedad que ya ha normalizado e interiorizado su propio autoritarismo es ciega ante su propio radicalismo, sus excesos y sus fundamentalismos como lo es un pez con conciencia del agua en la que vive.
Las izquierdas brasileña y regional deben de ser conscientes, por ello, de que, así como el bolsonarismo antecedió históricamente a Bolsonaro, de la misma manera lo va a sobrevivir. Agotar su estrategia de combate en el plano electoral, aunque puede resultar beneficioso en la inmediatez de la pragmática sufragista, puede resultar profunda y ampliamente pernicioso en el mediano y el largo plazo.
Ahora bien, el segundo factor que explica la actual incredulidad y la poca seriedad con la que las izquierdas local y regional afrontaron la problematización de la derecha en Brasil tiene que ver con la fortaleza, la unidad y la voluntad que mostraron las bases sociales del proyecto de nación personificado por Lula da Silva en los comicios pasados. Un error que, sobre todo, tiene sus cimientos en la idea de que su combatividad coyuntural era suficiente o bien para contener el avance, en el largo plazo, de la derecha en el país o bien para reducir la fortaleza propia de sus estrategias de socialización del autoritarismo social contemporáneo, confiriéndole el estatus de ser un fenómeno, en el mejor de los casos, excepcional, pasajero; en el peor, paria, marginal, a pesar de su fortaleza y de su extensión.
Justificar esta lectura de la derechización de una parte de la sociedad brasileña, sin embargo, a la luz de los resultados electorales del balotaje de octubre de 2022, resulta, si bien no una incongruencia ético-política (y hasta estratégica) flagrante, si, por lo menos, un derroche ingenuo de poco realismo en relación con las condiciones históricas, objetivas, que hoy imperan en aquel país sudamericano. Y es que, en efecto, si algo —entre las muchas cosas que no significan— indican los resultados de aquella segunda vuelta presidencial (en la que Lula obtuvo 50.9% de los votos, y Bolsonaro 49.1%; es decir: casi un empate técnico) ese algo es que ni Lula está en condiciones de imponer su proyecto de unidad y de reconciliación nacional ni el bolsonarismo se halla en una situación de minoría rapaz y/o impotente. Ambos casos por la misma razón.
El progresismo personificado por Lula, por supuesto, no se halla en esa posibilidad porque la coalición política y el frente amplio (ciudadano) que construyó para vencer a Bolsonaro, además de haber integrado en su seno a intereses y facciones contradictorios entre sí (y en algunos casos hasta mutuamente excluyentes), para sobrevivir y garantizar al presidente de Brasil en funciones márgenes amplios de acción (y, en última instancia, que su gestión no quede reducida a la inmovilidad, como ocurrió con Dilma en el preludio del golpe de Estado que sufrió, en su momento; o con Pedro Castillo, recientemente, en Perú, antes de su ilegítima destitución) precisará de que Lula haga concesiones sustanciosas a aquellos sectores que constituyen la oposición dentro del frente y de la coalición. No debe de obviarse, después de todo, que no es la totalidad de ese 50.9% del electorado que lo votó la que se siente identificada a plenitud con el proyecto de gobierno y de nación que encarna. Ahí, en ese amplio margen de respaldo electoral, también hay sectores cuantiosos que respaldaron a Luiz Inacio no por convicción, sino por temor pragmático a lo que podría ocasionar en el país un segundo periodo de gobierno Bolsonaro.
Qué tanto esa oposición interna sea capaz de moderar los alcances de las ambiciones de Lula (y, en consecuencia, minar su capacidad de neutralizar la socialización del bolsonarismo, del autoritarismo, de la derechización y del conservadurismo), haciéndole el juego a la oposición externa al frente y a la coalición de gobierno, eso es algo que aún está por verse. Como sea, ahí persiste un riesgo de continuidad del bolsonarismo, pues, para la izquierda brasileña que salió victoriosa en el balotaje de octubre pasado, hacerse con el control del gobierno y con la dirección del Estado no le garantiza que ejerza hegemonía ideológica, política y cultural en medio de la polarización.
El bolsonarismo, por su parte, no se encuentra en una condición de simple minoría impotente (sin perspectivas de crecimiento) porque, así como con Lula, el 49.1% de voluntades que respaldaron al proyecto de gobierno de Jair Bolsonaro es producto de una colación política y de la formación de un frente (ciudadano) amplio (de derechas). Y uno, en particular, que se caracteriza por un rasgo fundamental: no todos y todas las votantes que se decantaron en el balotaje por Bolsonaro son, en estricto sentido, bolsonaristas, pero el que no lo fueran (o no lo sean), de cualquier modo, no impidió que aceptaran respaldar un proyecto que incluso rebasaba sus propias posiciones políticas e ideológicas por la extrema derecha.
De ahí, pues, que la combinación de estos dos factores apunte a la necesidad de reconocer la posibilidad de que, en estos años, por la izquierda, el progresismo de Lula se modere en exceso; y, por la derecha, el bolsonarismo se radicalice aún más. Una combinación de ambos fenómenos podría conducir a la izquierda a adoptar, al final del día, posiciones que, en lugar de combatir a la derecha en los planos de la política, de la ideología y de la cultura, sencillamente la obliguen a decantarse por estrategias de blanqueamiento, de ridiculización, de infantilización y marginación de un fenómeno que, en la realidad concreta del Brasil, ante el blanqueamiento, la ridiculización, la infantilización y la marginación no deja de crecerse y envalentonarse. Hay un elefante en la habitación. Ignorarlo o hacer de cuenta que es más pequeño de lo que en realidad es (o parece ser) no es la solución. Y, sobre todo, no lo es si se toma en consideración que quizá Lula da Silva sí sea capaz de sobrevivir a esta reacción de la derecha a lo largo de su cuatrienio, pero quien lo suceda quizá no lo sea. Careciendo, hoy, el progresismo brasileño de liderazgos equiparables al de Lula, esa es una apuesta que no se debería de jugar tan a la ligera.
Finalmente está el factor militar. Desde la victoria electoral de Lula, y hasta ahora, una cosa es medianamente segura: en este preciso momento, no está en el horizonte de actuación de las fuerzas armadas brasileñas zanjar la polarización sociopolítica del país a través de un golpe de Estado y la sucesiva instauración de algún tipo de régimen militar (de jure o de facto). Es cierto, por lo demás, que algunos de los posicionamientos de la jerarquía militar dan cabida a interpretaciones contradictorias y laxas (en abstracto, estar por el Estado de derecho, por la constitución, la estabilidad, la gobernabilidad y la seguridad nacional del Brasil podría significar estar por todo eso, entendido desde la perspectiva de la derecha o estar, también, por todo eso, pero entendido desde la perspectiva de la izquierda). Sin embargo, algo que no se debe de perder de vista ahora mismo es que, el hecho de que el ejército, en este instante, no cuente entre sus opciones la instauración de un Estado de excepción, no significa que no pueda hacerlo en el futuro inmediato si la crisis sociopolítica del país en lugar de distenderse se agudiza y, en particular, si observa que la correlación de fuerzas de la derecha le favorece, lo mismo en términos absolutos que relativos. Y la cuestión aquí es que, en gran medida, el que pase una cosa o la otra dependerá tanto de la respuesta que del gobierno en turno al intento de golpe de Estado del 08/01 como de la correlación de fuerzas que se dé a partir de los equilibrios descritos en los párrafos anteriores. Por el momento, nada está dicho, y ambas opciones (profundización de la crisis o distensión) están abiertas en un contexto que se caracteriza por la ambigüedad.
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