En 1998 -año que en retrospectiva parece bendecido con una inocencia casi inexplicable, cuando la bolsa de valores estaba en bonanza y un presidente estadunidense que mentía sobre su vida sexual constituía el mayor escándalo-, Hollywood atravesaba por uno de sus periodos de autoanálisis y decidió revivir el más típicamente inocente de los géneros fílmicos: […]
En 1998 -año que en retrospectiva parece bendecido con una inocencia casi inexplicable, cuando la bolsa de valores estaba en bonanza y un presidente estadunidense que mentía sobre su vida sexual constituía el mayor escándalo-, Hollywood atravesaba por uno de sus periodos de autoanálisis y decidió revivir el más típicamente inocente de los géneros fílmicos: el relato de las aventuras de un valentón.
El resultado fue La máscara del Zorro, evocación de la esgrima y la caballerosidad de Douglas Fairbanks y Tyrone Power, una película muy entretenida, que hizo montones de dinero en taquilla y convirtió a cierta joven actriz galesa, Catherine Zeta-Jones, en gran estrella internacional.
Y eso pareció ser todo. La industria fílmica tiene un periodo de atención sumamente corto, y muy pronto Hollywood se puso a reinventar muchos otros géneros abandonados, desde la épica de espadas y sandalias (Gladiador) y los cómics de acción (X-Men, El Hombre Araña y otros), hasta el encanto retro -sin duda limitado, como se vio- de las series de televisión de los años 70 (Hechizada, Scooby Doo).
El Zorro, por todas partes
Sin embargo, de pronto el Zorro parece estar de nuevo por todas partes. En el verano, Isabel Allende -quién se lo hubiera imaginado- publicó una novela acerca del guerrero enmascarado. Los Gipsy Kings escriben una comedia musical que se estrenará en el West End de Nueva York el año próximo. Varios cómics del Zorro y al menos una novela gráfica están en preparación. Un volumen del Zorro en televisión fue lanzado el mes pasado para los entusiastas de ambas series de Disney, la de la década de los 50, protagonizada por Guy Williams, y la más reciente encarnación para la pantalla casera que hizo Duncan Regehr, la cual comenzó a emitirse a finales de los años 80.
Y para remate está la secuela de la película de 1998, La leyenda del Zorro, estrenada recientemente en todo el mundo y en la que otra vez Zeta-Jones hace pareja con su coprotagonista de hace siete años, el seductor rompecorazones español Antonio Banderas.
Un cínico vería en todo esto una evidencia más del poder de las corporaciones dueñas de la industria del entretenimiento. Hollywood, después de todo, no se ha distinguido por la originalidad de sus ideas en los años recientes, y el Zorro parece un retorno casi tan apropiado como cualquiera después de los múltiples fiascos de la antigua Macedonia (Alejandro), las Cruzadas (El reino de los cielos), el boxeo en la época de la depresión (Cinderella Man) y otras que han hecho de éste un año miserablemente improductivo para los grandes estudios.
Por supuesto, las primeras críticas de la nueva película del Zorro sugieren que, en primer lugar, es un proyecto para ganar dinero: es más ruidosa, más costosa, con más acciones espectaculares que la original, y totalmente desacertada en sus irónicas exploraciones de la historia de bandolerismo e insurrección social de la California del siglo XIX donde se sitúa el relato.
Es tentador pensar que el Zorro es sólo un héroe cuyo tiempo ha llegado, o regresado. En Estados Unidos -y en menor extensión en el resto del mundo occidental-, se ve a la clase política como corrupta e incompetente, incapaz de lidiar con los intimidantes retos impuestos por nuestros peligrosos tiempos. En una época de huracanes mortíferos, proliferación de armas nucleares, ataques suicidas y conflictos interminables en Irak, ¿qué podría ser más reconfortante que un aristócrata silencioso y señorial, en apariencia pasivo, que lleva una doble vida, porta la máscara del héroe para defender a las personas donde sea necesario y tiene el hábito de festejar sus victorias garrapateando una Z con la espada en la carne temblorosa de sus enemigos?
El sueño de un olvidado escritor
Si la fantasía está imbuida con cierta dosis de mala fe, al estilo hollywoodense, no es más que un signo de los tiempos. Desde su creación, hace 86 años, el Zorro siempre ha sido un héroe de bastante mala fe: un Robin Hood mexicano que en un principio se creó para entretener a los blancos californianos que se ocupaban de reprimir precisamente a esos mexicanos a quienes el Zorro defendía.
Tan irreflexivo reordenamiento del mobiliario histórico permanece aún hoy como una característica del fenómeno del Zorro. En la película más reciente se ve al Zorro y a la población mexicana de California celebrando el advenimiento de su calidad de estado en 1850, a pesar de que ese acuerdo favorecía por entero a la población anglosajona y los dejó fuera de la estructura del poder político durante 150 años. Pero bueno, cuando tenemos abundante esgrima y el espectáculo de Zeta-Jones en escasa lencería de encaje, ¿quién puede quejarse?
El Zorro fue el sueño de un olvidado escritor de novelas baratas llamado Johnston McCulley, quien publicó su historia por entregas en una revista llamada All Story Weekly, en 1919. Como otros escritores sensacionalistas, McCulley estaba motivado por la necesidad de obtener dinero, más que otra cosa, y tomó importantes rasgos prestados de gran número de fuentes para poner de prisa algo de carne en los huesos de su idea básica.
El personaje del Zorro se inspiró en la vida real del forajido del siglo XIX Joaquín Murrieta, cuya banda cometió interminables abigeatos, asaltos, secuestros y asesinatos durante la fiebre del oro californiana. Hay evidencias históricas de que Murrieta no era sino un oportunista y criminal, pero ya en 1854 un libro de gran venta lo había convertido en figura romántica y campeón del pueblo. Muy pronto se volvió símbolo de la resistencia mexicana a la influencia angloestadunidense en California, y su aprehensión pasó a ser prioridad y cuestión de orgullo para los gobernantes del joven estado. Después de su captura y ejecución, en una emboscada que le tendió la policía montada de California, su cabeza, junto con la mano de un compañero, se conservó en brandy y se exhibió por toda California.
Elementos de esta historia se entrelazaron con destreza en la película de 1998. McCulley echó mano también de otras fuentes, de manera notable Pimpinela Escarlata, la fantasía de la baronesa de Orczy sobre un atildado aristócrata de doble vida que apareció por vez primera en 1905. McCulley trasladó la acción de la fiebre de oro al tiempo de la consumación de la independencia de México, en 1821. Y también transportó el escenario del norte de California al pueblo de Los Angeles.
Desde sus inicios
En su versión, el Zorro es el alter ego del aristócrata don Diego Vega, cuya conducta es tan fría y poco interesante que no puede cortejar con éxito a la atractiva señorita Lolita ni satisfacer las ambiciones de su padre. Su progenitor le dice en un pasaje: «¡Llénate de vida! ¡Ojalá tuvieras la mitad del valor y del espíritu de ese señor Zorro, ese hombre de los caminos! El ayuda a los desamparados y desagravia a los oprimidos. ¡Yo lo saludo!» El Zorro, en contraste, es feliz con sacar su espada y recurrir a los servicios de Tornado, su ultrainteligente caballo. Defiende del corrupto gobernador español a una familia en peligro, le gana la chica a algún rival engominado (por supuesto) y, en las páginas finales del libro, revela su verdadera identidad ante el asombro de todos.
El libro de McCulley atrajo la atención de Douglas Fairbanks padre, quien fue la fuerza motivadora detrás de la versión fílmica de 1920. Fairbanks y el equipo de producción cambiaron el título del original de McCulley, La maldición de Capistrano, por La marca del Zorro, e introdujeron muchos elementos que se volvieron inseparables del personaje: la Z trazada con la espada, la costumbre de cortar las velas y dejarlas prendidas, su disfraz de sacerdote y otros más. El Zorro de McCulley usaba sombrero ancho, en contraste con el de ala angosta de Fairbanks. Fue, por supuesto, este último el que se integró al personaje del Zorro en las versiones subsecuentes.
A través de los años, nuevos elementos se agregaron, o se elaboraron. La versión fílmica de 1940, con Tyrone Power, le dio al Zorro un pasado: cómo dejó California y fue a España para entrenarse como espadachín y cómo, a su regreso, tuvo que comportarse debilucho y pasivo por su seguridad en razón de las amenazas políticas a su padre, el alcalde de Los Angeles.
Algunas de las variantes del Zorro se apartan de don Diego y se enfocan en sus hijos o en otros sucesores que utilizan la máscara del Zorro y continúan su labor. Una versión de 1974, interpretada por Alain Delon, lleva la acción a Sudamérica, pero utiliza muchos de los mismos recursos familiares. Quizá la versión más disparatada ha sido Zorro, la espada gay, parodia de 1981 en la que George Hamilton interpreta el doble papel del Zorro y de su hermano, un homosexual resplandeciente interpretado por Bunny Wigglesworth, quien tenía debilidad por la ropa multicolor en lugar del negro y pregonaba en estilo cantarín: «Sus ropas son atrevidas, su mente un misterio; dale tu oro o te azotará el culo».
Mientras tanto, el Zorro disfrutaba de una carrera secundaria como inspirador del fenómeno de los superhéroes estadunidenses. Bob Kane, el creador de Batman, era su admirador: la noche en que los padres de Bruce Wayne son asesinados habían ido a ver la película de Fairbanks La marca del Zorro. Además, Batman usa capa y máscara, y su batimóvil se esconde en un sótano, así como el Zorro guarda a Tornado en su hacienda de California.
El Zorro tuvo buen número de adaptaciones antes de su renacimiento: una obra de teatro escrita por el poeta chileno Pablo Neruda, una ópera rusa y la puesta en escena de un ballet en San Francisco.
¿También contra AlQaeda?
La razón principal de que la película de 1998 funcionó tan bien fue que los personajes eran ligeros y chispeantes, las secuencias de acción eran al mismo tiempo emocionantes y de un satisfactorio sabor anticuado (el maestro de peleas que asesoró a los actores fue un veterano que trabajó con Errol Flynn), y los tres actores principales -Hopkins, Banderas y Zeta-Jones- daban la impresión de que nunca se habían divertido tanto en una filmación.
Pero los guionistas regresaron también a la leyenda de Murrieta, entre otras fuentes, y la usaron para buscar el efecto original. El personaje de Banderas, de hecho, se llama Alejandro Murrieta, el cual toma el papel del Zorro del anciano don Diego (Hopkins) para vengar a su hermano Joaquín, cuya cabeza acabó en un tibor de encurtidos perteneciente a su némesis, el gobernador español de California.
La nueva película no es tan sutil ni tan exitosa a la hora de mezclar la historia, la leyenda y la diversión. Está situada durante el periodo de la fiebre del oro, pero más bien permanece fuera de la historia y dentro de un anacronismo absurdo. Jamás hubo un referéndum en 1850 para ratificar el estado de California, así que poner uno parece un intento de ganar puntos con cuestiones modernas como la llegada de Arnold Schwarzenegger a la gubernatura y la actual preocupación por el robo de votos en las elecciones presidenciales.
De la misma manera, el punto culminante sobre la ingente amenaza al futuro de Estados Unidos parece una referencia en broma (y no muy buena) a Al Qaeda y la guerra contra el terrorismo del presidente estadunidense Bush. El hecho de que uno de los villanos principales sea un francés (Rufus Sewell, quien luce un tambaleante acento galo) sin duda debe algo a todos esos escupitajos contra los inspectores de armas y a las papas cuyo nombre cambió -en algunas zonas patrióticas de Estados Unidos- de «papas a la francesa» a «papas de la libertad».
En fin, uno sospecha que al Zorro le han cargado demasiados significados. Sin embargo, a juzgar por su perdurable atractivo, también es de preverse que el héroe vivirá para pelear algún otro día.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya