El entusiasmo por la liberalización económica ha ido menguando junto con el apoyo de las clases medias que vieron en esas reformas posibilidades de mejoramiento de las condiciones del trabajo y bienestar. El proceso no ha concluido, pero hoy la confianza en la mano invisible se reduce y se advierte que en el mercado hay en realidad quién lo dirige.
Los aniversarios son, en cierta manera, medios para medir el desarrollo personal o social. Los historiadores argumentarán que 15 o aun 25 años son demasiado pocos para sacar conclusiones. Pero para quien observa los actuales acontecimientos políticos, sociales y económicos es difícil no tratar de armar la historia reciente desde la contrarrevolución conservadora de Thatcher y Reagan, la gradual introducción del capitalismo en China y la caída del socialismo en 1989.
Un cuarto de siglo después de la contrarrevolución conservadora en Estados Unidos, la clase media estadunidense ha ido perdiendo la fe en el neoliberalismo. Quizás es temprano para generalizar, pero, juzgando las estadísticas sociales y económicas, el malestar parece ser estructural y no sólo temporal.
Cuando la clase media estadunidense se rebela contra la relocalización de empresas y la subcontratación; cuando un estrato social de profesionales urbanos que hace 25 años apoyó a Reagan defiende el voto de negros y latinos; cuando el electorado cuestiona el libre comercio uno se debe preguntar si no estamos viendo el comienzo de una realineación política, que pudiera tener dimensiones globales.
La contrarrevolución conservadora se basó en una premisa o promesa básica: que la desregulación de los mercados y la renuncia por el Estado al control de las formas de acumulación de capitales se traducirían en constante aumento de los ingresos familiares. El mensaje a la clase media fue claro desde el principio. La erosión del estado de bienestar permitiría reducir el peso de los impuestos. La desregulación de los mercados reduciría los precios de bienes y servicios y el flujo de las inversiones generaría más altas tasas de rendimientos del capital. Finalmente, la desregulación del mercado laboral y la erosión del poder de los sindicatos bajarían costos de trabajo y acrecentarían la productividad.
La aplicación de estas premisas ha creado un sistema en directa contradicción con las promesas a las clases medias. Es decir, la acumulación de capital se acelera en un contexto de creciente desigualdad. Más aún: ha sido instrumentada en el marco de una revolución tecnológica. De acuerdo con las estadísticas oficiales en Estados Unidos la parte del ingreso conjunto del segundo, tercero y cuarto quintiles de la población representaba 53% del total en 1979; en 1988, 50%, y en 2001, 46.3%. Al mismo tiempo, el ingreso agregado del quintil más rico representó 16% del total en 1979 y 22.5% en 2001.
De hecho, los frutos de la revolución tecnológica y el alto crecimiento de la productividad han sido canalizados a 20% de la población de mayores ingresos, y especialmente a 5 por ciento que posee casi 50% de los activos financieros en manos privadas. Iguales tendencias, aunque con variadas dosis de intensidad, pueden ser vistas en los países industrializados que registraron una victoria del liberalismo thatcheriano, como Gran Bretaña, Irlanda u Holanda.
El proceso de liberalización o desregulación no se dio en un vacío económico, tecnológico o político. Como ha mostrado Manuel Castells, profesor de la Universidad de California en Berkeley, la transformación tecnológica permitió simplificar los procesos de producción, basada en redes flexibles que abarcan abasto y distribución. Esto permitió un completo cambio en la geografía de la industria global. La caída del socialismo y la victoria política de Estados Unidos en la guerra fría creó las condiciones para la apertura de mercados. La desregulación permitió la inversión en economías con bajos costos laborales. El fenómeno chino se explica por este entorno poscomunista.
Estas tendencias son, de hecho, comunes a Estados Unidos y Europa. El fantasma de la migración de plantas a Europa Oriental, México y, sobre todo, China, ha hecho más inseguro el mercado de trabajo. El proceso ha ido afectando primero a trabajadores en industrias tradicionales con baja productividad e ingresos, luego a trabajadores en la otrora aristocracia laboral, generalmente sindicalizada. Ultimamente el proceso ha llegado a tocar las ramas de servicios, el bastión de la nueva clase media, que fue vanguardia ideológica del llamado neoliberalismo.
Cuando la lógica del sistema se revela en su totalidad, se convierte en creciente amenaza a las clases medias de los países industrializados, a lo que se suma la erosión de la red de seguridad social. Con altos costos de salud, la necesidad de invertir crecientes recursos en la educación de la próxima generación, simplemente para asegurar que no se quede atrás, y cuando la pensión se convierte en una posible pesadilla, las promesas de la desregulación y los mercados libres suenan cada vez más huecas.
Hace 30 años el marxista estadunidense Harry Braverman presentó la tesis de la degradación del trabajo en las sociedades del capitalismo moderno. Para Braverman, la aplicación de nuevas tecnologías, incluyendo las entonces incipientes tecnologías de información, traería la proletarización de clases medias, mediante la descalificación de la fuerza de trabajo.
Braverman no tomó en cuenta la demanda por trabajos calificados en los sectores de servicios, consecuencia del rápido crecimiento económico y la profundidad de los cambios tecnológicos en los últimos 20 años. Sin embargo, la simplificación de procesos tecnológicos, que permiten la emigración de líneas de productos y servicios puede representar el regreso de la tesis de la degradación laboral. La relocalización expresa, quizás, de modo concreto la tesis de Braverman.
Igual de relevantes son las implicaciones políticas de estas tendencias. Si se puede especular con base en lo que hemos visto recientemente, es posible un reacercamiento entre sindicatos y clases medias, basado en demandas específicas de protección del trabajo, la demanda de seguro de salud y pensiones y sistemas impositivos más progresivos. Una socialdemocracia a la Tony Blair o un apoyo a las fuerzas conservadoras estatistas en Francia o Alemania son alternativas políticas que habrá que tomar en cuenta.
La resistencia a reformas liberales en Europa no ha de decrecer, y si se puede juzgar por recientes actitudes, la muerte de la ortodoxia fiscal es parte del proceso. En el futuro, quizás habrá demandas por reintroducir la regulación de mercados, o de limitar el poder de emigración de empresas.
Sea cual fuere el modo concreto que el proceso tome, algo es claro: 15 años después de la caída del muro, las clases medias están teniendo dudas de que la mano invisible sea totalmente imparcial. Más bien les parece que hay quién la dirige.