«En una ocasión, hablando con Víctor Erice, me comentó que lo que más le gustaría en el mundo es haber sido un director de los que trabajaban en los estudios y que acababan una comedia un viernes y al lunes siguiente empezaban un western. Todavía me pregunto si, además de ser un gran director de cine, no es también un perverso bromista.» (Fernando Trueba: Diccionario de cine)
Vi El Sur, el segundo largometraje de Víctor Erice, cuando se estrenó, allá por el año 1983, en un cine sevillano. Recuerdo que mientras veía aquella película me embargaba una experiencia plena de belleza. Sus imágenes eran algo más que la representación plástica de una historia; me conectaban con algo más profundo que trascendía lo que en ella se narraba. A través de lo que contaba se me ofrecía la rara y preciosa oportunidad de atisbar el insondable abismo del misterio de la existencia humana.
Un amigo mío de la adolescencia solía distinguir entre «cine» y «películas». En esta última categoría incluía esas realizaciones cinematográficas que no pretenden sino ser artículos de entretenimiento para consumo del gran público. Con ellas se trata de alcanzar el máximo beneficio económico. No suelen ser películas que partan de ambiciosos planteamientos artísticos, sino de la intención primordial de llenar las salas de cine y luego de elevar los índices de audiencia en su consecuente carrera audiovisual.
El cine es otra cosa, pensaba mi amigo, que –reconozcámoslo– tenía sus ínfulas de intelectual; porque en su núcleo creativo hay un aliento artístico, una pretensión estética, incluso de tesis, del que carecen las películas, que no trascienden la ordinaria dimensión del mero entretenimiento. El cine es, refrendando el tan manido lema, «el séptimo arte».
A partir de esta teoría, cuando vi el filme de Erice, lo identifiqué sin lugar a dudas con una de esas obras de cine, con mayúsculas. Por aquel entonces yo era un joven estudiante de filosofía que tenía a gala ser un apasionado cinéfilo. Lector asiduo de la prensa especializada, procuraba estar al tanto de los estrenos que podían satisfacer mis ansias por contemplar obras en las que trascender los límites de mi realidad personal, no para escapar de ella, sino para profundizar en ella; para expandir mi conciencia de lo que significaba mi estar en el mundo.
Por entonces –repito: año 1983– el PSOE acababa de obtener su primera mayoría absoluta. Lo que había sido un deseo largamente albergado por una parte significativa de la ciudadanía española, se había cumplido; por fin gobernaba la izquierda. Un país con tantas carencias miraba hacia un horizonte de esperanza en medio de un proceloso y al mismo tiempo fértil contexto cultural que trataba de romper con ese pasado pacato y cutre de la España tardofranquista. Pero Víctor Erice no pertenecía a esa vanguardia pretendidamente iconoclasta de la movida madrileña (ay, Madrid, quién te ha visto y quién te ve), sino a la generación de la posguerra. Cuando estrenó El Sur ya era todo un señor de 43 años de edad, y no era su primera película, que fue la, asimismo magistral, El espíritu de la colmena por primera vez exhibida en 1973, cuando aún la censura de la dictadura se encontraba operativa. Cuando la vi, después de haber quedado deslumbrado por la segunda que dirigió, logró trasladarme a aquellos años de posguerra, duros, en los que la cruel guerra civil que yo no viví, y cuyo honesto testimonio se nos había hurtado a los de mi generación, que sin embargo habíamos vivido la dictadura durante toda nuestra niñez, constituía una sobrecogedora elipsis histórica que durante mucho tiempo impidió que pudiéramos comprender el presente en el que crecíamos. La primera película de Erice mostraba el desalojo vital de una parte muy considerable de quienes vivieron aquella etapa histórica, condenados como habían sido por la fuerza más brutal concebible al más absoluto de los silencios, al desarraigo íntimo de sus almas después de haber sido expulsados del devenir histórico como un error contra natura y una ofensa a Dios. El espíritu de la colmena es esa película en la que aparece por primera vez la niña de los ojos negros de mirada intensa, Ana Torrent, a quien el director escogió sin dudarlo cuando la pequeña contaba tan solo con seis añitos, porque la vio sola, apartada de sus compañeros en el patio del colegio. Desde entonces, una actriz que es todo un icono de la historia de nuestro cine, actualmente aún en activo, como lo demuestra su participación precisamente en el último largometraje realizado por el director que la descubrió. Tras su precoz debut la veríamos un par de años después en Cría cuervos de Carlos Saura, cantando el Por qué te vas con la voz de Jeanette. La mirada de aquella niña era la de mi generación, la de unos niños que se habían criado en la mudez de toda una nación y que solo podían mirar a sus mayores sin poder hacerles preguntas.
En esos dos primeros largometrajes, lo que a mí me resulta más conmovedor es el halo de misterio que fluye de todos y cada uno de sus planos. El misterio es la evocación de las preguntas que exigen ser enunciadas, pero que no hay palabras a nuestro alcance para expresar. El misterio es la resistencia de los indicios a ser dotados de significado. Es la propia esencia de la existencia humana. El arte es la puerta al misterio. Por eso el cine de Erice es arte; porque aspira a abrirla desde la historia que cuenta.
Pero es que, en el caso de este director, desde que accedí por primera vez a admirar su obra, su misma figura constituyó para mí un misterio. Tengo que reconocer que coincidió con mi época llamémosle romántica –si se me permite la licencia, y siempre en su uso menos pretencioso–. Se me perdonará, porque era muy joven y en mi pensamiento iba tras la esencia de la realidad de las cosas más allá de su mera apariencia. Sobre todo a través de su imagen, y particularmente por medio de su representación fotográfica, tan cuidada en los planos de las dos obras primeras del director vasco, se nos ofrecía el envoltorio de las verdades que dotan de sentido la existencia humana. El misterio de la familia de El espíritu de la colmena, de vida solitaria, en un pueblo en lo más severo de la posguerra; de una niña que mira con ojos que cuestionan radicalmente lo que ven y que revelan así el quebranto de las vidas de los adultos atrapados en un reverso oscuro de la historia. Y la ficción que, lejos de ser un medio de evasión, inspira poéticamente el conocimiento especular de una realidad que se obliga a mantener ignorada. El misterio que se apodera del destino del personaje interpretado por un jovencísima Icíar Bollaín en El Sur, una película inacabada que, sin embargo, es otra joya donde uno podía experimentar el desgarro de la renuncia impuesta, del vaciamiento de la vida propia a través el personaje del padre interpretado por Omero Antonutti. En su tercer largometraje, con maneras de documental, pero todo un drama para mí, titulado El sol del membrillo y estrenado una década después del segundo, se nos presenta otro misterio, el del tiempo. Drama porque es el testimonio del arte que busca la permanencia en su expresión pictórica y que se enfrenta al tiempo sabiendo que la batalla está perdida de antemano. Es lo que nos hace experimentar Erice sirviéndose del trabajo del pintor Antonio López a través de su denodado esfuerzo por trasladar la luz otoñal que da color a un membrillero al lienzo. Y quizás apuntando a la superioridad estética del cine, que no tiene que enfrentarse al tiempo, sino documentarlo. En ese filme, tan bello como exigente para el que lo contempla, la vida llega a percibirse desde la plena consciencia. Esta es la meta última –nos confesó el director de cine– que ha de perseguir cualquier forma de arte, y que lleva implícito el reconocimiento en el otro. Por eso para él tan cineasta es el director de una película como el espectador que la ve.
Hoy, 23 de octubre, ese misterio, sobre todo el del propio creador de esas películas, ha acotado su contorno con la presencia del mismo Víctor Erice en el salón de actos de la Facultad de Comunicación y Documentación de la Universidad de Granada dentro del programa de actos que forman parte del trigésimo Festival de Jóvenes Realizadores de Granada. Su discurso, con la apariencia de conversación, ha estado impregnado todo él por la melancolía. Tengo para mí –por propia experiencia hablo– que cuando una persona toma conciencia de que ha arribado a los últimos años que, por designio de la naturaleza, le quedan por vivir, se apodera de ella la percepción de que, no sólo su vida personal se agota, sino que todo un mundo se termina. Este es el punto de vista en el que Erice se ha situado a la hora de compartir con el auditorio sus reflexiones, y que es el mismo desde el que creo que concibió su última película, Cerrar los ojos, estrenada hace un año. Pero ese punto de vista no le ha colocado fuera de los límites de la realidad. Muy al contrario: la mayor parte de las ideas que ha expuesto han girado en torno al tema de la realidad y de su representación a través de la imagen. De lo dicho por él se colige que podríamos estar en una época en la que la segunda ha acabado por engullir a la primera. El poderío tecnológico, elevado a cotas que superan todo lo que se podía haber imaginado cuando el cine empezó su andadura histórica en las barracas de feria y en los antiguos teatros, han logrado que la modificación de la representación de la realidad supla la necesidad de su transformación. El audiovisual, que Erice separa del genuino cine, ha perdido el vínculo con la realidad que siempre mantuvo la proyección en la gran pantalla. La sustitución del soporte fotoquímico por los medios de producción digital permite la ruptura de ese nexo sagrado, puesto que ya no hay una relación de original y copia –es decir, no hay analogía–, sino que hay, en palabras del director, mero «cálculo». Quién controla ese cálculo es la cuestión que a él le inquieta, sobre todo en el plano político, pues en ello reconoce la mano del totalitarismo. El fake digital es el arma de destrucción masiva de la verdad, la cual es ni más ni menos que la «embajadora subjetiva de la realidad», en palabras del filósofo José Antonio Marina.
Hace unos días leía en el periódico una entrevista con el profesor italiano Antonio Scurati, filósofo de formación, crítico del mundo de la imagen que ha hecho de la figura de Benito Mussolini su vocacional objeto de estudio, lo que le ha llevado a escribir una trilogía que culminó el año pasado con M. Los últimos días de Europa. De las muchas e interesantes ideas que desgrana a través de sus respuestas me quedo con esta, sobrecogedora: «vivimos en una especie de olvido idiota, un eterno presente que no recuerda y no espera». Contrasta este triste espíritu de nuestros tiempos, en gran medida responsable del derrotero que en el plano político está tomando la así llamada civilización occidental, con la apelación de Víctor Erice a la conciencia, es decir, al reconocimiento de nuestro lugar en la historia, que nos da ese punto de vista existencial que dota de significado nuestras vidas, más allá del espasmódico ir y venir al que nos compele el mandato de las tareas prescritas y los miedos instilados.
No se ha presentado el director de la bellísima película que es El sol del membrillo como un artista, a pesar de ser reconocido su cine como digno exponente del séptimo arte. Ha optado por subrayar el valor humano del oficio de cineasta. Pocos son los que verdaderamente lo ejercen en la actualidad al modo que lo hizo su admirado John Ford, en el que reconoce esa ética de quien ha practicado la honestidad en el ejercicio del oficio, sin pretensiones y sin contaminarlo con intereses mezquinos; lo que explica –a decir de Erice– que un conservador reconocido como el gran director de La diligencia no vertiese su ideología en una película de la altura moral y del mensaje político de Las uvas de la ira. Quizás también porque el arte, en su esencia, no puede ser conservador en el sentido metafísico del término, ya que expande en su condición de experiencia epifánica los límites de la condición humana. No es este el sendero por el que discurre el grueso de lo que más se consume en el ámbito cultural, entendido desde su génesis como producto con vocación de mercancía. Su poder humanizador se encuentra reducido al mínimo sujeto como se encuentra a la atomización de los valores dispuestos desde la dictadura de las identidades grupales que alcanzan dimensión tribal y hasta sectaria.
De ese par de horas en presencia de Víctor Erice me queda su mirada melancólica y su reflexión crítica sobre la que seguramente es la manifestación cultural del siglo XX por antonomasia; y el temor de que la degeneración del cine no sea la percepción sesgada de quien está al término de su vida y ve en todo el fin de un mundo en el que tenía cabida la conciencia humana, al que sustituye otro sometido al totalitarismo del consumo.
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