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Réplica a Carlos Fernández Liria y a Luis Alegre Zahonero

La miseria del Derecho

Fuentes: Rebelión

Las convenciones creadas deforman la existencia verdadera…Las redenciones han venido siendo formales: es necesario que sean esenciales. José Martí   La polémica suscitada por mi artículo «El comunismo jurídico«, 21 de noviembre de 2010) ha justificado con creces el propósito de éste de provocar una reflexión crítica acerca del Derecho que sacuda sus cimientos mismos. […]

Las convenciones creadas deforman la existencia verdadera…Las redenciones han venido siendo formales: es necesario que sean esenciales.

José Martí

 

La polémica suscitada por mi artículo «El comunismo jurídico«, 21 de noviembre de 2010) ha justificado con creces el propósito de éste de provocar una reflexión crítica acerca del Derecho que sacuda sus cimientos mismos. Confieso que cuando vi que mi reflexión y propuesta crítica había apelado al interés de dos respetados juristas de izquierda, Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero («Comunismo y Derecho«, 17 de diciembre de 2010) [1] , sentí que bien había valido pensar en grande y tomar las cosas por la raíz. Sin embargo, cuán grande sería mi decepción cuando me percato que además de «ningunearme» (sin ánimo de tomarla conmigo, dicen que no me conocen), ignoraron también mi propuesta teórica y práctica, despachándola olímpicamente de ser «una especie de espejo invertido» de todo aquello en que creen. Cuando concluí la lectura de su pretenciosa lectio a un desconocido que entiende todo al revés, me quedé atónito. De nuevo, pensé, desde Europa nos llega esta nueva pretensión universal de la verdad, esta porfiada manía de algunos de aquellos lares de insistir en imponerles sus «reglas de la razón» a los bárbaros de este otro lado del planeta. Es como si estuviésemos condenados a repetir, tal y como lo pregonaba Hegel, la historia de Europa -o la de Estados Unidos, da lo mismo- como si fuese la única historia dable, una especie de estación última de la evolución de lo jurídico: el liberalismo burgués. El salvaje en el espejo del europeo, le llamó el antropólogo mexicano Roger Bartra. [2]

De ahí que con todo el respeto que me merecen los compañeros Fernández Liria y Alegre Zahonero (porque debo igualmente estipular que yo tampoco los conozco más allá de sus ilustradas palabras), sólo hallé en su artículo una retórica fácil y hueca, aunque muy florida, propia de las narraciones literarias que, como bien dice el compañero Juan Pedro García del Campo en sus dos excelentes contribuciones a esta polémica («El derecho, la teoría, el capitalismo y los cuentos» , 21 de diciembre de 2010, y «Democracia y comunismo» , 18 de enero de 2011), deja la sensación de que te han echado un cuento. Eso sí, muchas prepotentes descalificaciones teóricas, irresponsables caricaturizaciones de posturas ajenas, salpicadas de sarcasmos y escuálidos argumentos.

Entre otras cosas, me reprochan la alegada sandez de haber iniciado mi artículo hablando del comunismo como «movimiento». Aquí fue que despertaron inicialmente en mi la sospecha fundada de que podría estar frente a un ejercicio intelectual un tanto atrevido, por no decir fraudulento, en tanto y en cuanto daban prueba inesperada de un conocimiento un tanto limitado de la fuente teórica de esa idea, según expuesta por Carlos Marx, junto a Federico Engels, en una de sus obras tempranas, pero no menos importante, La ideología alemana: «Para nosotros, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que haya que sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual». Y más adelante, se refieren a la sociedad civil como «el verdadero hogar y escenario de toda la historia» y llaman la atención acerca de «cuán absurda resulta la concepción histórica anterior que, haciendo caso omiso de las relaciones reales, sólo mira, con su limitación, a las acciones resonantes de los jefes y del Estado». Espero que no les moleste ni confunda demasiado mi empecinado afán metodológico en fundamentar mis ideas y argumentaciones con algo más que puras opiniones o creencias personales.

Claro está, al concluir la lectura de su pretendida crítica, entendí perfectamente porqué razón ignoraron por completo esta proposición acerca de la trabazón empírica entre las ideas y los objetos o fenómenos materiales que pretenden representar. Pues mientras a mi me preocupa las condiciones materiales de vida bajo las cuales los seres humanos forcejeamos por reproducir nuestra existencia y potenciar nuestros deseos, sobre todo los de libertad, Fernández Liria y Alegre Zahonero han preferido asentar su preferencia epistemológica fundamentalmente en la «idea», separada de nuestro modo de vida real. De allí que el comunismo, como movimiento, sea para éstos «una especie de espejo invertido» de lo antes planteado por Marx y Engels. Por ello proclaman sin el mayor empacho: «Que el comunismo es un movimiento, una ideología o un proyecto político es algo que sabemos sin necesidad de recurrir a tanta cita, porque ya lo dice el diccionario». La culminación de ese dislate con la alusión al sentido definitorio de ese instrumento tan ilustrado que es el diccionario, los delata. Tal vez ello nos explique el elusivo, por no decir pobre abordaje del concepto del Derecho: «El Derecho es la única escalera que se ha inventado el ser humano para elevarse por encima de la religión y la tradición»; o aquello de que «el Derecho no sería más que la gramática de la libertad». Igualmente nos hablan del Derecho como idea regulativa. [3] Y de allí a otros simulacros de conceptualización bajo la cual empuñan las ficciones jurídicas como «columna vertebral de lo que en nuestras publicaciones hemos llamado la ‘ilusión de ciudadanía’.» Sería preciso que conocieran, tal vez, a unos cuantos autores de esos que descalifican tan olímpicamente. Para ello haría falta un poco de humildad epistemológica, más allá de sus imperativos kantianos y sus absolutos hegelianos.

Todo pensamiento que propende a la justificación de una totalidad abstracta, tal y como es el jurídico, es parte de una constelación relacional contradictoria de poder que se apuntala en la forma simbólica cuyo resultado concreto es el enmascaramiento de la dominación y exclusión. El sistema capitalista se armó de este pensamiento jurídico formal y abstracto, para ocultar lo falso, escandaloso y contradictorio de la realidad material que le sostiene. En ese sentido, la forma jurídica obstruye la emancipación. Hay que romper de una vez y por todas con ese Derecho atemporal y trascendente representativo de la «comunidad ilusoria». Y es que el Derecho, teniendo como premisa un mundo reificado, articula enunciados y prácticas igualmente reificadas. Los derechos, tanto colectivos como individuales, también son reificados. Deviene en ideología, es decir, falsa conciencia.

Existen aquellos para quienes, conforme a Kant, el bien sólo puede encarnarse en lo que dice la ley, cuyo origen se explica como el de «cualquier otro hecho de la naturaleza». En ese sentido, creen realizar su «idea del Derecho» sin transitar mucho más allá de las ficciones. Menosprecian y eluden muy especialmente al fetichismo de lo jurídico como reflejo de sus propias debilidades frente a ese otro fenómeno enigmático, el fetichismo de la mercancía y del valor de cambio. Como dice Michel Miaille: «Creer que se pudiera estudiar un mundo de puras formas sin relacionarlas jamás con los contenidos socio-económicos de los cuales constituyen la expresión, es pura ilusión para los juristas más honestos o pura hipocresía para los juristas que conocen las realidades que ocultan las formas». [4]

El ser humano adviene sujeto jurídico por virtud de la misma necesidad históricamente determinada que reduce los objetos de la naturaleza y los productos de nuestro trabajo en mercancías y el valor de uso de éstos en valor de cambio. De la misma manera que se produce la apropiación de nuestra fuerza de trabajo y de su producto bajo las relaciones sociales de producción capitalistas, se da la apropiación de nuestra fuerza y producción normativa, de nuestra capacidad para determinar libremente nuestro devenir particular y común. El ser humano produce al ser humano y como resultado contribuye a la producción de sus circunstancias y a la configuración de su vida material, lo cual incluye la necesaria producción normativa para la ordenación de su modo de vida. La producción social y la producción normativa son dos aspectos inseparables que bajo el proceso de generación del capital andan artificialmente divorciados.

La repetición ad nauseam de esta lógica mistificadora de la separación entre el mundo de lo económico-social y el mundo de lo jurídico, tan propia del capital, sólo ha servido para apuntalar la alienación resultante de nuestra fuerza soberana como productores y como ciudadanos. Ahora bien, los razonamientos de aquellos juristas que dicen creer de buena fe en el comunismo, pero que siguen cultivando el mismo ilusionismo jurídico de la burguesía, a modo de un movimiento de lo imaginario que asume la mera apariencia de lo real como parte de un proceso de reificación. Es lo que yo llamaría el comunismo de la apariencia, prisionero de esa cárcel de larga duración que ha constituido el fetichismo jurídico.

Y es que no se podrá superar el Derecho actual sin su negación radical, lo que por necesidad acontece más allá de sí mismo. No hay manera de ignorar que para la superación del Estado y el Derecho capitalista hay que elevarse por encima de las premisas ideales bajo las cuales se pretende enmascarar las condiciones reales. Para reconceptualizar lo jurídico, no se puede uno limitar a meramente pensar en torno al Derecho, sino que más bien de lo que se trata es de pensar fuera de él. Pensar es traspasar, nos dice Ernst Bloch. [5] Para ello, no hay más salida que a través de la deconstrucción y disolución de la apariencia. En ese sentido tiene razón John Brown cuando señala: «Unos comunistas cuya perspectiva última es el Estado, el derecho y el Estado de derecho sólo pueden ser unos comunistas sin comunismo» («Comunistas sin comunismo«, 18 de diciembre de 2010).

Vayamos ahora a la médula de la polémica: ¿el comunismo presupone, como condición ineludible, la extinción como tal del Derecho como forma de ordenación normativa de la sociedad o la construcción de un nuevo Derecho? Y cualquier intento por responder a esta pregunta requiere, para evitar confusiones, manipulaciones o falsificaciones en relación a nuestras afirmaciones, que nos expresemos primeramente sobre qué entiendo yo por Derecho. Hace bien García del Campo en insistir que no se puede escamotear la cuestión, sin instalarse en «el terreno de los cuentos» o pecar de iluso creyendo que estamos ante una verdad tan evidente y universalmente reconocida que no necesita abordarse.

 

¿Qué entendemos por Derecho?

El Derecho es, en última instancia, un sistema u ordenamiento históricamente determinado de relaciones sociales de producción, intercambio y distribución. Nada que ver con esa operación profundamente reductora de lo que bajo la sociedad capitalista se ha pretendido que entendamos por Derecho, separado de las relaciones sociales históricamente concretas. El Derecho es producto del proceso de auto-ordenación que desde la sociedad misma acontece, una sociedad de clases, preñada de jerarquizaciones sociales, con grados diferenciados y desiguales de autoridad y poder a su disposición. De ahí la socialidad primordial del Derecho. Su esencia está en su materialidad como relación de poder y relación de fuerzas, como muy bien apunta García del Campo, y no en su idealidad como un deber ser ahistórico. No son las normas ni las leyes sino estas relaciones estratégicas la fuente constitutiva y material del Derecho. Son éstas las verdaderas fuentes de la ordenación social. Por tal motivo, el Derecho no posee una historia propia. No deviene históricamente como un conjunto de ideas y enunciados normativos, sino a partir de un conjunto específico de relaciones sociales y de poder.

La concepción estrictamente formalista de la norma ha quedado refutada ampliamente por los hechos. En ésta sólo encontramos la apariencia del Derecho. Las leyes son una mera representación o enunciación lógico-formal, mediante la cual se pretende reificar la realidad material del Derecho. Como tal posee unas cualidades cuasi-religiosas y místicas, como parte del proceso general de separación, exclusión y alienación que es consustancial al capitalismo. En su expresión normativa, el Derecho es, por ende, una ficción apuntalada en una alegada igualdad formal de todos tras la cual se enmascara la desigualdad real y la lucha concreta de clases que se traba en torno a ésta.

Existe también la creencia equivocada que el Derecho es criatura del Estado. El Estado podrá afianzar y conferirle estabilidad y validez a la estructura jurídica, pero no establece sus fundamentos últimos. En ese sentido, se hace imperativo aclarar que el Derecho no se reduce a las formas de expresión, exteriorización o constatación positiva de éste como, por ejemplo, la ley. Está concepción estadocéntrica y legicéntrica ha sido el resultado de una operación histórica profundamente reductora de los procesos sociales de prescripción y ordenación normativa.

Lo antes señalado lo entendió hasta Platón en su República, cuando insistió que la búsqueda de la justicia no podía sujetarse al ámbito de la ley, como expresión de una política muchas veces corrupta. Había que apelar más allá de ésta. Incluso, a mayor producción de leyes, mayor es la enfermedad que corroe el alma del Estado, pues menos depende la gobernanza en el cumplimiento consciente del deber (eunomia) que en la imposición de una prescripción coactiva. Las leyes no constituyen para él algo determinante para la legitimidad, sino secundario. En la medida en que la ley es aleatoria, la justicia debe ser algo definido y estable, para que pueda ser reivindicada como norma reguladora, en última instancia, de la convivencia humana. Sin embargo, al anclar la determinación de lo justo en la razón y no en la realidad, en la idea en exclusión de la experiencia, Platón la condenó a un desvarío sin fin. Frustrado por el desencuentro entre su idea y la realidad, claudicó más adelante en su posterior obra Las leyes, en la que evoca la necesidad del valor absoluto de las leyes en un mundo imperfecto. Vuelve así a la soberanía de las leyes de su maestro Sócrates.

Por su parte, Demócrito, su contemporáneo, entendió lo real como movimiento perpetuo en lo que todo fluye y cambia. Precisó que el Derecho en sus fines, sobre todo el de la justicia, no se puede realizar a partir de un régimen coactivo de leyes, sino que debe ser el resultado de un acto de autoconciencia. El bien se debe realizar no por temor sino por deber. El ser humano debe obrar libremente y no por una necesidad impuesta. El Derecho es inmanente al ser humano.

Asimismo, Protágoras, a quien Platón victimizó con una descalificación filosófica motivada por su rechazo a la creencia del maestro sofista en reivindicar la capacidad de razonar y pensar del demos, insiste en que la justicia sólo puede ser el resultado del acuerdo de las conciencias de una comunidad dada. Lo real, lo verdadero y lo justo es el resultado de la voluntad humana y no de razones a priori. Se transita así del sentido individual al sentido común como sentido socialmente reiterado. El orden natural o divino queda sustituido por un orden social e históricamente construido. Lo natural tiene su punto de partida en cada uno y su punto determinante, en última instancia, en lo común. El nomos tiene en lo común su fuente material. El pensamiento se introduce así en el tiempo histórico; se hace finito, contingente y relativo. Y sólo así el ser humano se descubre a sí mismo como parte de un mundo de lo concreto.

Ahora bien, según advierte Enrique Dussel, la filosofía no nació en Grecia, ni puede su concepción de la filosofía tomarse como la única posible, ni tan siquiera como el prototipo. [6] Por ejemplo, en el Popol-vuh, el libro de la comunidad maya, no existe separación entre la idea y el hecho. El mundo es entendido a partir de la existencia material de las cosas y nuestra inserción en él debe propender al bien común pues, para los mayas, el nosotros es la dimensión determinante de la vida. Cada uno es nosotros. Así también ocurre en el caso de la pachasofía quechua. Se insiste en que el ser no es un ente aislado -contrario al individualismo burgués- sino que se da en relación con el otro. La normatividad resultante es de tipo relacional y, por ende, heterónoma. Su eje es lo común. [7]

La vida misma, en toda su materialidad dinámica, es la fuente primaria de cualquier orden normativo. Las fuentes primarias y materiales del Derecho son inescapablemente los hechos sociales, aunque no cualesquiera sino aquellos que portan fuerza normativa, es decir, legitimidad y eficacia. Las leyes son, en cambio, fuentes secundarias, es decir, expresiones o constataciones, de tipo técnico o formal, de preexistentes hechos sociales con fuerza normativa. En todo caso, su fuerza jurídica emana de la fuerza (legitimidad y eficacia) de los hechos normativos de que se traten.

Por hechos normativos [8] debemos entender hechos con fuerza constitutiva, es decir, legítimos y eficaces en un contexto social determinado. En ese sentido, a pesar de la tensión lógica que pueda haber entre la facticidad originaria de toda norma y la validez o legitimidad de sus efectos, ambas dimensiones están hermanadas por necesidad. Contrario a la idea kantiana de que la norma es preexistente al hecho, como un ideal o deber ser que subsume en sí al hecho o al ser-ahí, para ordenarlo a imagen y semejanza de esa falsa conciencia, el Derecho nace de los hechos que poseen fuerza o potencia normativa. Estos son protagonizados por una autoridad estatal constituida o por sujetos no-estatales poseedores de fuerza o potencia constitutiva. El Derecho, por ende, tiene que finalmente reconocerse en esos hechos normativos que lo configuran.

En ese sentido, la fuente material de la validez o la legitimidad es inmanente y se construye desde abajo, desde aquellos espacios, instituciones y actos más locales e inmediatos, que es por donde el Derecho causa sus efectos reales, incluyendo la constitución de subjetividades y relaciones de dominación. Es también desde estas articulaciones locales del sistema, que se destraban los saberes comunes y sometidos de la gente, se escenifican las resistencias inmediatas, se manifiestan concretamente las fisuras sistémicas y se construyen contenidos y formas alternativas de poder y ordenación normativa. El marco vital de lo normativo, así como la estructura de relaciones de poder que manifiesta, está localizado en esa pluralidad de focos e historias.

Si existe un ejemplo que habla elocuentemente de la fuerza normativa y la potencia constituyente de hechos o acciones extralegales es la experiencia reciente en Bolivia. Si existe un país y una sociedad que debe saber de sobra que más allá de las constituciones y las leyes que formalmente existen, se dan acciones extrajurídicas que tienen efectos normativos y constituyentes, ese es Bolivia. Desde la guerra del agua del 2000 se fue articulando un nuevo bloque de poder, una nueva constelación de fuerzas, que desembocó en la elección del primer mandatario indígena en su historia, el aimara Evo Morales Ayma. La refundación constitucional emprendida a partir de ese momento fue, en ese sentido, el resultado del desarrollo de una nueva constitución material que se abrió paso más allá de la institucionalidad estatal vigente, como expresión de ese orden civil de batalla que es la sociedad y que, en el caso de este país andino, se caracteriza por haber hecho finalmente un ajuste de cuentas con su carácter abigarrado. [9]

La prevaleciente «idea del Derecho» era tan sólo una apariencia, bastante torcida, de su verdadero ser. Había que abordar la cuestión del Derecho como lo que es en el fondo: una cuestión estratégica. La experiencia boliviana nos enseña que la sociedad y su gobernanza no se puede refundar desde un Estado o una legalidad que es «aparente» y que se reduce a sostener la reproducción permanente de una colonialidad capitalista, según genialmente entendido por el reconocido pensador boliviano René Zavaleta. [10] Se consigue a partir de una multiplicidad de acciones que, como en el caso boliviano, no se reducen a las protagonizadas por el poder constituido sino que incluyen también, como ya hemos establecido, las acciones locales de fuentes plurales, sobre todo por su efectividad real o potencial. Es desde allí que se van trabando efectivamente las nuevas relaciones sociales y de poder, y por ende la nueva constitución material de la sociedad. El Estado actual, fundamentalmente de hechura liberal-capitalista, podrá reconocer o no dichos actos, pero no podrá negar sus efectos constitutivos de nuevas situaciones de fuerza y subjetividades concretas. Ha dejado de ser la fuente material principal de la soberanía. A partir de ese momento, la soberanía se encarna materialmente como tal en la voluntad y el saber de ese pueblo plural, hasta entonces marginado. De allí el propuesto tránsito, adoptado formalmente en el 2009, hacia un Estado pluralista, multicultural y comunitario.

No fue el Estado de Derecho el que frustró el golpe de estado contra el presidente venezolano Hugo Chávez Frías en abril de 2002. Éste pareció resignado al reconocimiento del gobierno de facto cuando el poder constituyente se movilizó por miles y miles, sobre todo en Caracas en los alrededores del Palacio Presidencial de Miraflores, para imponer a los tres días el retorno de su mandatario electo, no contento con ver cómo se pretendía reducir el orden constitucional a mera apariencia de orden democrático. Finalmente prevaleció el constitucionalismo material por la fuerza normativa de ese poder constituyente del soberano popular. Aún así el Tribunal Supremo de Venezuela exoneró a los golpistas, negando incluso que tan siquiera se hubiese producido una interrupción violenta e ilegítima al orden constitucional. Para éste sólo se había producido un «vacío de poder». Los funcionarios judiciales del Estado de Derecho ejemplificaban así el terrible divorcio aún existente entre la legalidad formal y los hechos.

Desde las calles y los caminos, las ciudades y los campos, las acciones del gobierno central y los gobiernos departamentales, regionales y municipales, los partidos, los sindicatos y los movimientos sociales, así como las acciones locales de las comunidades, las comunas o los barrios, como hechos con fuerza o potencia normativa, constituyen en la práctica no sólo la nueva fuente material del Derecho sino que también el nuevo criterio de validez de lo legal y lo constitucional. La resistencia, la contestación o la desobediencia, aún si se substraen del ámbito de la legalidad preexistente, son así también fuentes materiales de lo jurídico. Lo que es o no legal será siempre una expresión de esas relaciones sociales y de poder acentradas y polimorfas.

«La ley es tela de araña», dicta sabiamente Martín Fierro. Así también lo es el Estado en su forma actual. La reciente crisis del gasolinazo fue la más reciente comprobación de ello, para desfortuna del gobierno boliviano quien se había olvidado que se «manda obedeciendo» al movimiento de movimientos que constituye la potencia normativa constituyente del proceso que encabeza . El poder de producción normativa ya no se centraliza en el Estado, sino que, fiel a su nuevo carácter plural y comunitario, es un fenómeno que ya lo ha desbordado. Se atisba así la ingente socialización progresiva de éste, mediante la cual se hace comunidad.

Otra experiencia que atestigua lo antes enunciado es la insurgencia civil que provocó la remoción del mandatario neoliberal ecuatoriano Lucio Gutiérrez en abril de 2005 cuando pretendió descalificar a la masiva oposición popular como «forajida». «Todos somos forajidos» fue la respuesta de los insurgentes, quienes reclamaban su «condición de ciudadanos, de sujetos», negada a su entender bajo la constitución formal prevaleciente. De ahí su objetivo: la refundación del país, pero esta vez a partir de esa nueva constitución material encarnada en sus voluntades soberanas. En el fondo de eso es de lo que se trata: de refundar el país más allá de la concepción prevaleciente de sociedad y Estado en que son reducidos al status de forajidos. Se trata, en fin, de superar la pretendida marginación del pueblo a los márgenes de la sociedad capitalista bajo el modelo liberal de Estado o bajo las concepciones escandalosamente hobbesianas del comunismo de la apariencia pregonado por Fernández Liria y Alegre Zahonero. Por eso, la desobediencia civil representa, en esos contextos, la principal forma que asume la acción política para la refundación del Derecho más allá de sí mismo. En ese sentido, ha adquirido matices radicales: pone en entredicho la legitimidad misma de la facultad o autoridad del Estado para mandar, gobernar, legislar en sustitución del pueblo.

El modelo liberal, así como el social-reformista, embargan la autoridad soberana del pueblo mediante el principio de representación, bajo el cual el gobierno y sus funcionarios se constituyen en depositarios de la soberanía del pueblo, sustituyendo materialmente al pueblo como soberano. En una sociedad que merezca llamarse democrática, la soberanía no le pertenece al Estado ni al Derecho sino al pueblo, el cual según la concepción liberal no posee la capacidad para gobernarse efectivamente a sí mismo. El propio Kant descalifica tanto al pueblo como a la comunidad como protagonistas de lo político y lo jurídico. Para éste, la única comunidad posible es el Estado: «Contra el supremo legislador del Estado no puede existir ninguna oposición legítima de parte del pueblo, porque sólo gracias a la sumisión de todos a su voluntad universalmente legisladora es posible un estado jurídico». Dicho Estado se encarga de garantizar la convivencia, aunque se trata realmente de una convivencia de privados, como ha apuntado correctamente Umberto Cerroni. Y abunda el filósofo italiano: «Kant construye la comunidad como comunidad abstracta, como función de la vida privada en la que el individuo debe permanecer a objeto de ser persona, el Estado se debe construir al mismo tiempo como una abstracción que se fija y se autonomiza separadamente de los elementos sensibles de la vida civil, vale decir, separadamente del pueblo». [11]

Sin embargo, el ideal republicano de Kant, el cual se acerca peligrosamente a la posición de Hobbes, se diferencia significativamente de la perspectiva republicana de de ese primer filósofo disidente del proyecto de la Ilustración, el ginebrino Jean-Jacques Rousseau. Para éste, la soberanía popular no puede ser representada y quien tiene que gobernar es el pueblo. Además, para el filósofo ginebrino el mercado no es el Estado, ni la libertad puede estar sujeta a los requerimientos del capital a partir de sus fines utilitarios, discriminatorios y opresivos. La democracia, si es real, tiene que trascender los limitados parámetros sociales, políticos y jurídicos que le han impuesto el liberalismo. Democrática sólo es aquella que se encarna en sus ciudadanos como soberanos, partícipes activos y directos de sus procesos decisionales y prescriptivos. Es una comunidad política de sujetos soberanos dedicados al bien común. Precisamente, el gran malestar económico y político de nuestros tiempos está determinado, en gran medida, por la falta de comprensión de este fundamental hecho y las consecuencias nefastas de la apropiación de la soberanía que ha hecho el capital y sus dispositivos de poder para sus fines particulares, excluyentes del bienestar general.

Y es que el modelo liberal , así como el reformismo socialdemócrata, carece en el fondo de esencia democrática por cuanto reduce la voluntad popular a la mera competencia de intereses patrimoniales privados en el marco de una sociedad jerarquizada en clases. Nos remiten ambos a la reivindicación de una libertad civil, es decir, una libertad mediatizada por los valores y las lógicas del mercado capitalista y la institución de la propiedad privada. Es la libertad de la «monada aislada, replegada sobre sí misma» denunciada por Marx en Sobre la cuestión judía, ante la cual habrá que imponer un régimen de limitaciones para que no se lesionen los unos a los otros. De ahí la razón de ser de la institución de la propiedad privada bajo esta concepción burguesa de la libertad. Señala Marx: «El derecho humano de la propiedad privada es, pues, el derecho a disfrutar de su patrimonio y a disponer de él arbitrariamente (a son gré), sin atender a los demás hombres, independientemente de la sociedad, el derecho del interés personal. Aquella libertad individual, así como esta aplicación de la misma, constituyen el fundamento de la sociedad burguesa, que hace que todo hombre encuentre en otros hombres no la realización sino, más bien, la limitación de su libertad«. La seguridad jurídica, una idea inscrita dentro de la función de policía ejercida por el Estado liberal y reclamada tan notoriamente por Fernández Liria y Alegre Zahonero para ser impuesta por un «poder público» trascendente, resulta inevitablemente el instrumento de aseguramiento del egoísmo burgués. Por eso insiste Marx en que el comunismo sólo puede erigirse sobre la disolución de la sociedad burguesa según representada en esta relación adversativa entre individuos independientes, relación ésta definida por Marx como el Derecho mismo.

Prueba de la fundamental contradicción que la propiedad privada presenta para las aspiraciones genuinas de libertad fue el violento conflicto vivido en el verano del 2009 en la Amazonia peruana ante el empeño privatizador del presidente Alan García. Dirigidos por la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (AIDESEP), integrada ésta por 57 federaciones y organizaciones territoriales que representan unas 1,350 comunidades, los nativos amazónicos obligaron con su lucha al gobierno para que derogara una docena de decretos con las que el gobierno pretendió validar la apropiación indebida de las tierras indígenas en esa región para cedérsela para su explotación a capitales transnacionales. Resulta que para el mandatario peruano el progreso en su país sólo es posible a partir de una gran inversión que sólo está al alcance de ese gran capital transnacional. Aunque los pueblos nativos de la Amazonia consideran a ésta propiedad común, García alegó que dicho derecho propietario de los indígenas tan sólo constituye un derecho aparente en la medida en que no cuentan éstos con los recursos económicos para su explotación. El jefe de gobierno peruano propuso así desconocer, de golpe y porrazo, todo derecho propietario de los indígenas por el hecho de ser pobres. Consecuentemente, siguiendo su línea de pensamiento, el Estado sólo está para acoger como efectivos los derechos de los ricos. Se confrontaron así dos concepciones del derecho de propiedad, identificada cada una con una concepción propia de la soberanía. Por un lado, el derecho de propiedad burgués, propia de la soberanía erigida en función del interés del capital y apuntalada por el Estado neoliberal de las elites nacionales e internacionales; y, por otro lado, el derecho de lo común, en este caso del bien o propiedad común, propio de la soberanía popular o comunitaria, afincada en la democracia radical, aquella que sólo se realiza en su imperativo absoluto como gobernanza del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. En torno a los diferentes modos de propiedad se cristalizan, pues, modos alternativos de vida.

Y es que la cuestión de la propiedad sigue siendo el asunto vital. Pretender ignorarlo es tan sólo una de esas nuevas complicidades del social-reformismo con el capitalismo que, a partir de un declarado «cansancio» histórico, sólo conduce a la liquidación efectiva del proyecto histórico comunista. Seguir pretendiendo que la institución burguesa de la propiedad privada constituye un derecho natural y universal, es negar incluso la historia de Nuestra América y las formas diferenciadas que asume la posesión en el contexto de los pueblos indígenas originarios, principalmente en lo que atañe a la tierra y a la naturaleza en general.

Es por ello que no es cuestión de meramente superar las deficiencias de las actuales relaciones de propiedad, ni de reglamentarla según principios racionales. Tras sus reglas racionales yacerán siempre leyes económicas ante cuya fría necesidad sucumbe toda aspiración de equidad. La genialidad de Marx fue precisamente entender que la propiedad privada «no es una relación simple y mucho menos un concepto abstracto, un principio, sino que consiste en la totalidad de las relaciones burguesas de producción -pues no se trata de la propiedad subordinada, caduca, sino de la propiedad privada burguesa existente». [12] Es, además, «una clase de violencia». Por eso hay que abolirla. La negación histórica de la propiedad privada, subraya Marx, «no hace más que elevar a principio de la sociedad lo que la sociedad ha elevado a principio suyo…como resultado negativo de la sociedad». [13] En fin, no puede forjarse la emancipación social deseada sin que se quiebre este eje de la servidumbre social en general.

Si en el comunismo se dice creer, no se puede tener miedo a sus presupuestos, lo que define su razón de ser. No hay que olvidar, como magistralmente apunta el matemático, crítico social y hoy vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, que la propiedad privada fue la formación secundaria de la sociedad, mientras que la formación basada en la propiedad común constituye la formación primaria. [14] La propiedad privada es la ausencia de lo común y el comunismo tiene como su eje la construcción de lo común, en lo que, contrario a la demonización que hacen Fernández Liria y Alegre Zahonero, lo común y lo individual no son opuestos sino que mutuamente constitutivos. El yonosotros no está determinado por una alegada fatalidad inherente a la condición humana que la hace propensa a la opresión del hombre por el hombre. es también nosotros y el

En fin, lo que Fernández Liria y Alegre Zahonero denominan la forma-derecho, ha sido el complemento trascendental a una ontología del ser como malo, egoísta y corrupto por naturaleza. Nos invitan a meternos a su caverna platónica, pero para pasar más allá a otra caverna que hay dentro de ésta, sin salida y sin esperanza de ver el sol. Sus quejas acerca de las opresiones con las que unos seres humanos victimizan a otros seres humanos, no tienen su causa en una alegada corrupción de la naturaleza humana, sino que proviene, como muy atinadamente lo afirmó Rousseau, de las influencias corruptoras de lo social. Lo originario es el amor solidario y lo común, no el odio y lo privativo. Y como ejemplarmente nos recuerdan Antonio Negri y Michael Hardt, el amor es «el corazón del proyecto de lo común». [15]

Ahora bien, lo originario es también la producción social común y la posesión o el patrimonio común. De ahí que Fernández Liria y Alegre Zahonero no logran aquilatar justamente la potencia emancipativa de las comunidades, además de adjudicarle a éstas unas lógicas societales que al fin y al cabo tienen su raíz, como ya he dicho, en las influencias corruptoras del capitalismo. Al respecto nos dice García Linera, que «el potencial comunista de la comunidad» no puede entenderse «desde la antropología y la historia, porque desde allí sólo se la ve en su existencia fija, sin movimiento y potencia interna. Su fuerza emancipativa sólo puede ser entendible desde la comprensión de la fuerza que la comprime o la destruye a lo largo de estos siglos», es decir, a partir del desarrollo del capitalismo. [16] Para éste, es la forma-comunidad, como lo no-capital, el reverso del capitalismo y la forma-valor bajo la cual se estructura este orden civilizatorio. El reto, precisamente, es hallar la manera de restablecer una relación armoniosa entre la naturaleza, lo social y lo común, como resultado de la autodeterminación productiva de los seres humanos.

Vuelvo a insistir en que cuando Fernández Liria y Alegre Zahonero presentan el Derecho a modo de formulación abstracta que necesita ser defendida imperativamente como principal sostén de su proyecto político, caen ineludiblemente en una recreación del fetichismo jurídico de siempre. Proponen así la existencia autónoma de lo jurídico, como apariencia, frente a la realidad histórico-social. Para Marx, sin embargo, lo jurídico posee una fundamentación material diferente, de tipo económico-social. Y que no se me pretenda despachar dicha fundamentación como reduccionista o dogmática, ya que habría que estar ciego para no ver que ésta ha quedado de sobra reconocida en estos tiempos en que se vive la subsunción o colonización de la vida toda bajo los dictados del capital.

Lo jurídico ha quedado absorbido como nunca antes en lo económico. Bajo éste, el capital funciona, entre otras cosas, como forma de dominación que, mediante la constelación de dispositivos de poder que le sostiene, prescribe normas y leyes que ordenan nuestro modo de vida a partir de una serie de jerarquizaciones y exclusiones sociales que se nos venden como si fuesen naturales o necesarias. De ahí que Negri y Hardt estén en lo cierto cuando puntualizan que el espíritu de las leyes está indefectiblemente asociado al espíritu de la propiedad capitalista, como expresión cada vez más diáfana del maridaje de siempre entre lo económico y lo jurídico. [17] Es que, como hemos explicado, la historia hasta ahora ha demostrado fehacientemente que todo orden económico posee una formación jurídica que lo apuntala. Las relaciones económico-sociales se hacen representar mediante relaciones jurídicas. Y éstas, como fiel expresión de la relación social dinámica que es el capital, son a la misma vez constitutivas y represivas: por un lado, son ordenadoras de las relaciones y las subjetividades necesarias para garantizar y legitimar la reproducción permanente del sistema y, por otro lado, coercitivas por medio de los dispositivos disciplinarios de poder del Estado. En ambos casos, hallaremos siempre las resistencias y las contestaciones, así como los éxodos y rupturas en busca de potenciar lo común.

 

El comunismo entre el Derecho y el no-Derecho

Si hay algo que se evidencia con meridiana claridad en las transformaciones que se han escenificado en la pasada década en diversos países de Nuestra América es que, en su potencia histórica, éstas no se limitan a reclamar un mero cambio del modelo económico, sino que se plantean una ruptura civilizatoria impugnadora de los marcos referenciales, incluyendo el jurídico, que le han servido de fundamento al modo de vida prevaleciente, el cual presenta signos evidentes de inviabilidad, por no decir de agotamiento histórico. A partir de los movimientos sociales y particularmente los movimientos indígenas originarios, se ponen sobre el tapete nuevas cosmovisiones, centradas en la comunidad y la complementariedad, que se apartan de los paradigmas existentes bajo el orden civilizatorio capitalista. Aún el discurso emancipatorio socialista, en sus diversas vertientes, se enfrenta a este reto ante el hecho de que no ha conseguido superar el marco de las lógicas capitalistas de desarrollo. Como ha demostrado fehacientemente la experiencia, especialmente el vivido bajo los regímenes europeos del social-reformismo y del socialismo real, no hay usos inocentes de dichas lógicas, las cuales redundan en las mismas asimetrías sociales y políticas del sistema que se ha propuesto superar.

István Meszaros nos invita a aceptar el desafío para ir «más allá del capital», es decir, del «orden de la reproducción metabólica social del capital». No hay otra manera de construir una salida de la lógica global del sistema que rompiendo definitivamente con ella. Limitar el cambio a meras reformas correctivas del capital significa, para el filósofo húngaro, una claudicación, consciente o inconsciente, de toda posibilidad real de transformación social sistémica. [18]

Lo mismo sucede en relación al Derecho. Como ya he expuesto, el reto que tenemos ante nosotros en relación a lo jurídico es deconstruirlo críticamente más allá de su apariencia, para pensarlo a partir de lo que materialmente se encierra en él y los efectos prácticos que tiene en nuestro modo de vida. Se trata de evaluar si pueden ser superadas sus lógicas torcidas dentro de él o, si por el contrario, se requiere para la negación de éstas la articulación de una fuga estratégica de una forma históricamente enferma y afligida por los mismos síntomas y carencias de la sociedad de clases que le forjó en la práctica, sobre todo sus enmascaramientos apologéticos de la dominación de unos seres humanos por otros.

Por tal razón, no se trata de analizar el contenido sustantivo del Derecho bajo el capitalismo. Hay que apuntar forzosamente a la forma misma históricamente determinada del Derecho como instrumento pretendidamente eterno de regulación social para preguntarnos si no estaremos ante una forma relativa, limitada y agotada de regulación social y administración de justicia. Y por más que ello escandalice a unos cuantos, tanto a detractores como a amigos, mi respuesta es que sí, el Derecho debe desaparecer de las relaciones humanas. Constituye, en su materialidad efectiva, un horizonte limitado de ordenación normativa a partir de su carácter estadocéntrico impuesto coactivamente como expresión de un sistema ya históricamente desfasado y agotado de relaciones sociales y de poder. La crisis actual que se vive bajo el modelo neoliberal de acumulación capitalista, el cual afecta el bienestar general de sectores significativos de la sociedad, constituye el más palpable exponente de que las fuerzas productivas creadas bajo el capitalismo han rebasado los marcos económico-jurídicos de las relaciones sociales. De ahí que estas últimas se convierten en un freno u obstáculo para cualquier desarrollo hacia un nuevo orden civilizatorio centrado en el bien común.

¡Ni una vida más para el Derecho! Como forma de ordenación y regulación social debe ser superada en dirección a una nueva forma de ordenación y regulación social que sea expresión de una nueva consciencia moral y ética autodeterminada a partir de una nueva forma primordial: lo común.

¿Por qué razón el prominente jurista bolchevique E. B. Pashukanis insistía en que en la actualidad todo Derecho es Derecho burgués? Esencialmente, Pashukanis no hacía más que seguir la crítica radical inaugurada por Marx. [19] Según éste, el Derecho es una forma específica e históricamente determinada de relaciones sociales y no una categoría genérica válida para cualquier sociedad. En la medida en que bajo el capitalismo la forma-derecho refleja la forma fetichizada de la mercancía y el proceso alienado e injusto de intercambio que se efectúa en torno a ésta, no sólo se procura legitimar la expropiación de nuestra fuerza de trabajo y sus frutos, sino que también se pretende validar la apropiación de la fuerza normativa que es consustancial a nuestra condición humana para determinar libremente nuestro modo de vida. Por ello, si de lo que se trata es de sustituir las relaciones sociales propias del capital, por unas efectivamente socializadas y democratizadas fuera de las lógicas privatistas y excluyentes del capitalismo, hay que atreverse a plantear la desaparición de la forma jurídica.

Lejos de caer en un reduccionismo economicista, como le adjudican algunos de sus críticos (muchos de los cuales parten de un conocimiento superficial, parcial y prejuiciado de su obra), Pashukanis concebía la transición del capitalismo al comunismo como una transformación total que no se limita a las relaciones sociales y económicas, sino que abarca además las relaciones de poder en general. La forma jurídica posee para él unas características y lógicas definitivas de autoridad, control y dominación que la convierten en un instrumento completamente inapropiado para el tipo de relación social y política que debe prevalecer al interior de la sociedad comunista a partir de la efectiva socialización de los medios de producción económica y normativa.

Según Pashukanis, el Derecho, como una forma fetichizada de dominación, procede a abstraer al ser humano de su existencia real a partir del momento en que lo subsume bajo la categoría de «sujeto jurídico». Incluso, las relaciones jurídicas también se abstraen de las relaciones sociales reales, para así encubrir la desigualdad real bajo el principio de la igualdad formal. De la misma manera, bajo el manto de la libertad formal oculta la libertad conculcada de los explotados a manos de sus explotadores. Procesalmente, además, privilegia el conflicto por encima de la cooperación. El Derecho se presenta así como una fuerza trascendente que legitima y garantiza, a las buenas o a las malas, la dominación de unos seres humanos sobre otros, de una clase sobre otra.

En la alternativa, el jurista revolucionario postula una nueva forma societal de ordenación normativa a través de un proceso socializado, incluyente y cooperativo de regulación social -llamada por él regulación técnica– para el bien común. De esa manera se apartó de la centralidad de los principios de la obligación, la responsabilidad, la culpa y la sanción retributiva propios del Derecho burgués. Su principal referente empírico es la experiencia inicial bajo la Revolución rusa de 1917, como antes la encontró Marx en la experiencia de la Comuna de París de 1871, de la que dijo que su más grande medida social fue «su propia existencia en acto». El debilitamiento de la forma-Derecho en ambos contextos, así como en los inicios de la Revolución cubana, marcó la posibilidad de que sería sobreseída por un proceso societal autogestionado de ordenación normativa, desde ese nuevo poder en acto ejercido por el pueblo hasta ahora ajeno a los procesos de mando sobre su propia vida. Por su parte, Nikolai Krylenko, uno de los juristas colegas de Pashukanis, insistió en que la nueva forma de regulación de lo común sería más educativa y correctiva que retributiva y coercitiva, guiada por una ética de lo común que refleje los valores e intereses de la nueva sociedad que se construye.

Sin embargo, la revoliutsiia prava (la revolución del Derecho) promovida por Pashukanis, la cual debía conducir hacia la extinción gradual del Derecho, junto con la del Estado, fue descartada y aplastada bajo el positivismo jurídico impuesto por Stalin y su ideólogo jurídico, Andrei Vyshinski, para quienes la forma jurídica representaba una arma indispensable para adelantar la dictadura del proletariado y el fortalecimiento del Estado para el aseguramiento del poder de la nueva clase gobernante sobre sus enemigos de clase. Sin embargo, contrario a la concepción estaliniana, Marx propuso la constitución material de un Estado cuyo fundamento es la soberanía popular, a partir de la cual se irá socializando hasta extinguirse. Señala al respecto Cerroni: «Se trataría más bien de un Estado que, fundándose en el primado de la soberanía popular, puede devenir instrumento para la socialización de la relación de producción moderna y de resolución de la antinomia entre privado y público, entre individuo independiente o privilegiado y comunidad del pueblo asociada en el trabajo y en la determinación política; un Estado que se deje reabsorber por la sociedad, que se extingue progresivamente conforme la sociedad misma al socializarse se da una directa organización general». [20]

La democracia real es para Marx un proceso revolucionario permanente que conduce a la soberanía popular sobre todos los órdenes de la vida (así que no creo que el comunismo sea, como plantean Fernández Liria y Alegre Zahonero, para «gente cansada»). Lo que propone es la reabsorción del Estado por la sociedad, incluyendo la reapropiación societal de la producción, no sólo económica sino que también normativa. Para ello, según Marx, hay que acabar con el Estado de Derecho abstracto y formal. La ordenación normativa debe fundarse en la sociedad y no en una ley formal que sólo oculta, al fin y a la postre, la voluntad y el interés de la clase burguesa. Como en la experiencia de los comuneros parisinos de 1871, hay que proponerse la transformación misma de ese Estado y ese Derecho, dejando atrás toda ilusión de que puedan ser utilizados para, desde éstos, construir la nueva sociedad: la res communis. Desechados todos los a priori ideales, de lo que se trata es de dar rienda suelta a los elementos rupturistas contenidos en la nueva sociedad. Y como advierte Ernst Bloch: «Y esta ruptura, que es a la vez un comienzo, no tiene lugar en el sótano de la conciencia, sino en la primera línea». [21]

En ese sentido, cualquier Derecho basado en la sumisión, como el capitalista y aún el desarrollado bajo el socialismo real, está en contradicción con lo que debe ser la ordenación normativa en una sociedad dedicada a la construcción de un modo común de vida. Constituye una perversión de la necesaria fuerza social inmanente propia de lo común, sobre todo su carácter cooperador e incluyente, es decir, socializado. No basta, por ello, como ocurrió bajo el socialismo real, con un cambio formal en la ordenación legal de la propiedad, mediante la estatización de los medios de producción, para que se entienda que se ha producido el proceso de socialización que Marx postuló como cardinal para el tránsito al comunismo. Las condiciones de la lucha de clases no están inscritas en la forma jurídica construida alrededor de la institución de la propiedad privada, sino que se encausan por medio de las relaciones sociales y de poder. Se encarnan específicamente en la relación social de apropiación que se traba entre los que intervienen en el proceso social de producción, intercambio y distribución. La socialización efectiva de esta relación requiere imperativamente de la transformación radical de su realidad material en dirección a una economía política de lo común centrada en intereses patrimoniales comunes y no privativos. Asimismo, demanda que se ponga fin a la separación arbitraria del ser humano como fuerza de trabajo (desigualdad real) y sujeto de derechos (igualdad formal). Para ello, como ya hemos dicho previamente, se requiere la potenciación de una democracia igualmente radical, es decir, aquella bajo la cual se da la participación activa de todos los miembros de la sociedad en sus procesos decisionales, sobre todo los relativos a la producción social y normativa. Y es que bajo el comunismo el orden social descansa esencialmente en una regulación inmanente y no trascendente. Conforme a ello, la experiencia normativa se transforma de un proceso adversativo a uno colaborativo y solidario, de un modo de dominación y exclusión a un proceso de libre determinación e inclusión.

Ahora bien, la incapacidad para producir una economía política de lo común, que sustituya la forma-valor por la forma-comunidad como forma primordial y constitutiva de nuestro modo de vida, ha estado acompañada de igual inhabilidad para producir un Derecho de lo común, en la que ambos pasen por una transfiguración ante la progresiva socialización de los medios y procesos de producción social, incluyendo el normativo. Los comunistas seguimos esencialmente cautivos del positivismo y el formalismo estadocéntrico que imperó bajo el socialismo real europeo, como si estuviésemos metidos en una puerta eléctrica giratoria en la que por más que empujemos, no cambiamos ni su ritmo ni su dirección y, menos aún, hallamos una salida.

La crítica hecha por Raúl Prada en el contexto de la crisis boliviana del gasolinazo de que existe «una falta de imaginación e imaginario radicales para desplegar medidas creativas y participativas, que se basen en otra clase de análisis, no enajenados, enmarcados en el fetichismo de la mercancía y en los indicadores macroeconómicos», se podría aplicar aquí como crítica general. Parece arroparnos un temor a reemprender críticamente la gran narración del proceso de emancipación de lo común, como horizonte ampliado de nuestras luchas actuales. Es por ello que se requiere apremiantemente una nueva conciencia abierta y plural de su historicidad, como movimiento de lo común que es también de la particularidad, contradictorios ambos, y cuya comprensión adecuada nunca se podrá agotar en vulgares identidades y totalizaciones. Hablamos de una dialéctica histórica que es devenir permanente y, por ende, que requiere de un pensamiento que se esté renovando y re-creando continuamente a sí mismo para adecuar lo conceptual a lo real. Sólo así podremos potenciar aquello que el ilustre jurista cubano Julio Fernández Bulté llamó el comunismo real del siglo XXI.

Por ejemplo, la idea de que provisionalmente hay que apropiarse de los mecanismos económicos y jurídicos burgueses para gradualmente, en un futuro, salir de ellos hacia lo nuevo, ha sido refutada una y otra vez en la práctica social. El problema es que no se ha salido nunca y el futuro ha quedado permanentemente postergado. Los pueblos indígenas de Nuestra América tienen razón cuando afirman que el problema está en pensar que se puede salir del capitalismo sin romper ipso facto con sus lógicas ordenadoras de la vida. Lo que ha sido y sigue siendo, subyuga lo que está en trance de ser. De ahí que no puede seguirse sacrificando el futuro bajo una concepción mecánica de la historia, harta desprestigiada debido a que ese futuro nunca llega, y sólo se alcanza reemprender el retorno a una versión actualizada del pasado, como demuestra la experiencia soviética.

¿Dónde se encuentra el socialismo que haya avanzado materialmente hacia sus metas con el uso de la economía política y el Derecho del capitalismo? La Unión Soviética colapsó, al igual que sus aliados europeos. China y Vietnam andan experimentando con los mecanismos capitalistas del mercado y lidiando con los problemas de legitimidad que generan sus crecientes asimetrías sociales. Aún Cuba, la más importante revolución social vivida en Nuestra América, admite con toda honestidad los peligros que enfrenta hoy su devenir histórico por limitaciones propias de sus concepciones y prácticas de gobernanza política y económica sobre la calidad de su modo de vida, más allá de los efectos detrimentales de las agresiones criminales de sus enemigos, especialmente Estados Unidos. Se encamina a repensar dichas concepciones y prácticas, para poder abordar, con mayor efectividad, la construcción de lo común. Para ello, el presidente de su Asamblea Nacional del Poder Popular, Ricardo Alarcón de Quesada, proclama acertadamente el desafío de «parlamentarizar la sociedad toda», entendiendo que lo común sólo puede ser construido a partir de la participación real de cada uno y una en los diversos procesos decisionales y prescriptivos. Por su parte, el presidente cubano Raúl Castro reafirma que su país habrá de seguirse apuntalando en lo común y no en el mercado, aunque a la misma vez acuda a la adopción de ciertos mecanismos de mercado cuyas lógicas, está demás decir, probablemente no constituyan las panaceas que se cree que son. [22]

Por otro lado, ¿qué ocurre hoy con los derechos sociales y económicos cuyo reconocimiento la clase obrera de España, Francia, Alemania y Gran Bretaña, entre otros, que mediante su lucha consiguió imponerle al Estado? ¿Acaso no empiezan a ser achicados dramáticamente dichas conquistas bajo el mismo imperio del Estado de Derecho que se alega rige para todos por igual pero que, en momentos como éste, va reimponiendo el crudo poder clasista de unas burguesías que sólo entienden de sus propios intereses privativos? Los derechos corren la misma suerte que las lógicas expoliadoras de las políticas de ajuste impuestas por el mercado capitalista e implantadas por sus interlocutores políticos en el gobierno. Como denuncia Jacques Rancière: «Pero esta adaptación no es únicamente el duro realismo que comprueba que, para que los trabajadores tengan derechos, en primer lugar hace falta que trabajen, y que, para que trabajen, hace falta que acepten el cercenamiento de los derechos que impiden que las empresas les den trabajo. También es la transformación del derecho en idea del derecho y de las partes, beneficiarias del derecho y combatientes por sus derechos, en individuos poseedores de un derecho idéntico al ejercicio de su responsabilidad ciudadana». Y añade el filósofo francés: «Así, pues, todas estas extensiones del derecho y el Estado de derecho son en primer lugar la constitución de una figura del derecho en que su concepto, llegado el caso, se desarrolla en detrimento de sus formas de existencia. También son extensiones de la capacidad del Estado experto para poner a la política como ausencia suprimiendo todo intervalo entre el derecho y el hecho». [23]

Como ha descrito David Harvey en su magistral Breve historia del neoliberalismo, el compromiso de clase entre el capital y el trabajo que dio pie al surgimiento del Estado social del Derecho ha llegado a su fin. Lo que se pretende pactar ahora son los términos de la sumisión a las lógicas del mercado. Todo empezó con el golpe militar de Augusto Pinochet en Chile en 1973 y el apuntalamiento de su régimen dictatorial por el gobierno de Washington y los notorios Chicago Boys , como globo de ensayo en preparación del contra-ataque protagonizado por el capital a partir de la década del ochenta del siglo pasado, en respuesta del avance decidido de las fuerzas políticas socialistas y comunistas en América del Sur y en Europa. Estados Unidos, bajo Reagan, y Gran Bretaña, encabezada por la Thatcher, fueron señalando el camino para esta restauración del poder incontestable del capital bajo el nuevo modelo de acumulación por desposesión de la inmensa mayoría. El proceso subsiguiente de subsunción real de la vida toda bajo las lógicas del capital, produjo una reconfiguración de la estructura y la lucha de clases en cada país, desde la constitución de una hiperburguesía, con intereses globales, hasta la proletarización creciente de sectores significativos de la sociedad, lo que cambió el rostro histórico del proletariado, ampliando su naturaleza y composición, así como ensanchando el ámbito de su quehacer y multiplicando las manifestaciones concretas de sus intereses, resistencias y aspiraciones.

El nuevo proyecto político, económico y jurídico del capital fue bautizado como neoliberal y se propuso la construcción de nuevas formas de control y consentimiento a partir de una combinación de represión y cooptación del movimiento obrero, incluyendo los partidos socialistas y comunistas. Asimismo, cooptaron al Estado y sus instituciones, privatizando de facto la esfera de lo público, e impusieron un pensamiento único «políticamente correcto» que procuró imponer el nuevo orden como el «final de la historia» y de la lucha de clases. El Estado de Derecho y los procesos judiciales fueron impregnados de un sutil pero no menos real prejuicio clasista favorable a los intereses del capital.

La subsunción real de la vida toda a los requerimientos de la circulación y reproducción del capital, inundó todo de su lógica expansiva tras la cual se oculta apenas un evidente propósito totalitario. Desde su incepción, el nuevo Estado neoliberal dejó diáfanamente claro que la democracia no es un objetivo prioritario. El Estado de Derecho fue crecientemente suplantado por el Estado de hecho, en que las normas de la regulación social son dictadas crecientemente por los cuadros gerenciales de la nueva gobernabilidad de tipo corporativa. Fue reinventada a imagen y semejanza del capital y los derechos resultaron crecientemente reducidos a los de la libertad civil que como consumidores ejercemos en el mercado. Es la libertad propia de la forma-valor, la cual es intrínsecamente hostil a una democracia real. La reforma jurídica que se promovió bajo el Estado social ha llegado así a su fin y estoy convencido que no hay vuelta atrás.

El Estado neoliberal se ha erigido en un Estado de hecho donde se produce una discontinuidad del Derecho consigo mismo. Al respecto afirma Alain Badiou: «Bajo la pretensión de la defensa del Derecho y la democracia parlamentaria, el Estado es el agente ilegal quintaesencial de toda legalidad, de la violencia del Derecho, del Derecho como no-Derecho. Por otra parte, el proyecto comunista es la justicia, el reclamo de que el no-Derecho puede convertirse en el último Derecho de la política proletaria. El comunismo, la única teoría moderna de la revolución, se encarga de realizar el tipo de subjetividad que puede sostener el principio universal de la justicia, es decir, el no-Derecho como Derecho». [24]

Es allí, en ese no-Derecho, que encontramos la condición permanentemente subversiva de los procesos de ordenación normativa de la sociedad. Es éste el que finalmente rompe con el molde formal al que se le pretende someter. Ello tiende a coincidir con la perspectiva de lo normativo bajo la cosmovisión indigenista en la América nuestra, en la que hay un claro rechazo a la forma-Derecho a favor del deber como parte de un ethos relacional centrado en la comunidad.

En fin, el Derecho de la Modernidad capitalista, en cualquiera de sus acepciones, ya no funciona. Ha dejado de expresar, hace ya un tiempo, las relaciones sociales reales y el proceso social concreto de producción, intercambio y distribución. La función simbólica o aparencial que le permitió al Estado de Derecho mantener su legitimidad por tanto tiempo, ha sido mayormente desmentida por los hechos sociales. Las nuevas fuerzas de producción social -como, por ejemplo, los medios electrónicos de producción e intercambio de conocimientos y comunicación social- ya no pueden ser contenidas por los modos capitalistas de gestión y control. Se ha potenciado dramáticamente la contradicción histórica entre la naturaleza social de la producción y el carácter privado de la acumulación capitalista. La primera se hace cada vez más incluyente mientras la segunda es cada día más excluyente. A partir de ello, se esfuman las apariencias y va quedando la cruda realidad, dificultando con ello la regulación de lo concreto.

Ante ello, vivimos hoy en un mundo normativamente plural acompañado de un exceso constituyente que desborda al Derecho. En torno al sentido que tendrán estos procesos plurales de prescripción normativa se libra una lucha entre las imposiciones de las fuerzas del mercado capitalista, por un lado, y las resistencias de las fuerzas sociales representativas del movimiento real de lo común, por el otro. Es en torno a éstas últimas que se afinca el proyecto del comunismo jurídico -o, más propiamente, comunismo normativo– como propuesta o, si se prefiere, apuesta de justicia material y sustantiva.

La justicia se erige hoy en el nuevo valor de valores. En la justicia es que se halla el fundamento sine qua non del auténtico acto ético en torno al cual se puede refundar, en la alternativa, los procesos normativos de la sociedad actual. Se trata de una ética viva de lo común que suplante, desde las experiencias mismas de lo común, los cálculos economicistas de la ética utilitaria del mercado capitalista. Foucault insistió con razón que la ética puede ser una sólida estructura de existencia para la ordenación normativa, sin relación con la forma jurídica per se y menos aún con estructuras disciplinarias de mando político y económico. Por eso está condenada a transitar más allá del Derecho.

Pero no basta con la mera deconstrucción de esa forma límite que en la actualidad asume la ordenación normativa. Hará falta que exploremos, por necesidad, con nuevas formas y categorías, pues para superar lo viejo no queda otra que construir, con ganas, lo nuevo. Lo viejo no se irá solo.

¿La defensa del Derecho? No creo. Más bien me apunto a algo superior, más difícil, pero ciertamente más esperanzador y cónsono con mí condición de comunista crítico: la construcción de un mundo nuevo.

 

El autor es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es, además, miembro de la Junta de Directores y colaborador permanente del semanario puertorriqueño «Claridad».  

 


[1] Fernández Liria y Alegre Zahonero publicaron un segundo artículo titulado «Comunismo, democracia y derecho», www.rebelion.org, con fecha de 30 de diciembre de 2010, aunque en esta ocasión en respuesta al publicado por Juan Pedro García del Campo, titulado «El derecho, la teoría, el capitalismo y los cuentos», www.rebelion.org, 21 de diciembre de 2010.

[2] El Salvaje en el espejo , Ediciones ERA, México, 1998.

[3] En su artículo posterior, «Comunismo, democracia y derecho», ibid, Fernández Liria y Alegre Zahonero hablan del Derecho como «un sistema de límites y restricciones que, de un modo u otro, implica la defensa de libertades y garantías establecidas a escala individual«.

[4] Michel Miaille, Une introduction critique au droit , Masperó, París, 1976, citado en Eduardo Novoa Monreal, El Derecho como obstáculo al cambio social, Siglo XXI Editores, México, 1995, p. 215.

[5] Ernst Bloch, El principio esperanza (I), Editorial Trotta, Madrid, p. 26.

[6] Enrique Dussel, Política de la liberación. Historia mundial y crítica, Editorial Trotta, Madrid, pp. 11-12, 56-58.

[7] Enrique Dussel, Eduardo Mendieta y Carmen Bohórquez (ed.), El pensamiento filosófico latinoamericano, del Caribe y «latino» (1300-2000), CREFAL, Siglo XXI Editores, México, 2009, pp. 27-32, 36-40.

[8] Utilizo aquí un concepto trabajado inicialmente por el eminente sociólogo del Derecho, de origen ruso, Georges Gurvitch en La idea del Derecho social, Comares, Granada, 2005.

[9] Luis Tapia, «El estado en condiciones de abigarramiento», en Álvaro García Linera, Raúl Prada, Luis Tapia y Oscar Vega Camacho, El Estado. Campo de lucha, CLACSO-Muela del Diablo-Comuna, La Paz, 2010, p. 100.

[10] Luis Tapia, ibid, p. 102.

[11] Umberto Cerroni, Marx y el Derecho moderno, Grijalbo, México, 1975, pp. 252, 254.

[12] Karl Marx, «La crítica moralizante y la moral crítica. Una contribución a la historia cultural alemana. Contra Karl Heinzen», en Karl Marx, Escritos de juventud sobre el Derecho, Anthropos, Barcelona, 2008, pp. 164-165.

[13] Karl Marx, » Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel. Introducción», en Karl Marx, ibid, p. 109.

[14] Álvaro García Linera, Forma valor y forma comunidad, CLACSO-Muela del Diablo-Comuna, La Paz, 2009, p. 251.

[15] Michael Hardt & Antonio Negri, Commonwealth, Harvard University Press, Cambridge , 2009, p. 180.

[16] Álvaro García Linera, ibid, p. 11.

[17] Michael Hardt & Antonio Negri, ibid, p. 14.

[18] Sobre el particular, véase su obra Más allá del capital, Vadell Hermanos editores, Caracas, 2001.

[19] Véase, por ejemplo, su obra La teoría general del derecho y el marxismo, Grijalbo, México, 1976; y Piers Beirne & Robert Sharlet (ed.), Eugeny Pashukanis: Selected Writings on Marxism and Law, London & New York, 1980.

[20] Umberto Cerroni, ibid, p. 266.

[21] Ernst Bloch, ibid, p. 35.

[22] Sé que habrá quienes me recriminen, con cierta razón, que Cuba necesita hoy un movimiento real que mejore sustancialmente la vida material de sus habitantes luego de más de cincuenta años de penurias. Concedido, pero no dejemos que lo inmediato se trague lo estratégico o que la incapacidad hasta ahora para forjar una economía política alternativa de lo común y unas prácticas de gobernanza consecuentes con ésta, nos lleve a dudar en la posibilidad y la necesidad de su desarrollo. No le achaquemos al comunismo la persistencia de ciertos males heredados del capitalismo o de errores en la conceptualización de la transición del capitalismo al socialismo y las extremas limitaciones de la economía socialista de guerra -con su asfixiante centralismo burocrático- para la vida cotidiana de los cubanos.

[23] Jacques Rancière, El desacuerdo, Nueva Visión, Buenos Aires, 2007, pp. 140-141.

[24] Alain Badiou, Thèorie du sujet, Paris , 1982, citado en Bruno Bosteels, «Force of Nonlaw: Alain Badiou’s Theory of Justice», 29 Cardozo Law Review 1905 (2008).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.