I. Productividad, un concepto con buena prensa
Aunque se ha tildado a la Economía de «ciencia triste», muchos de los conceptos económicos se presentan con connotaciones positivas. El crecimiento económico es uno de ellos. La productividad, otro. Ambos sugieren que su mejora favorecerá la expansión del bienestar. Quien está en contra del crecimiento económico y de la mejora de la productividad se sitúa en contra del progreso social. Buena parte de la izquierda, tanto económica como política, nunca ha podido zafarse de su atractivo. Y con ello tiende a encarar debates en los que, a menudo, tiene las de perder.
Gran parte del atractivo de la productividad proviene de la obra del Nobel de Economía Robert Solow, quien a través de funciones de producción agregadas estimó que una buena parte del crecimiento económico no se podía explicar por el aumento en el empleo de fuerza de trabajo y materiales (capital), sino por un tercer factor asociado al progreso tecnológico, a que cada vez hacemos las cosas mejor. Aunque las funciones de producción agregadas hace mucho tiempo que se pusieron en cuestión —en uno de los debates teóricos más importantes— y el método de Solow es más que discutible, la mayoría de la profesión económica ha ignorado buena parte del cuestionamiento y ha seguido confiando en la bondad del progreso tecnológico como explicación fundamental del crecimiento.
La muestra de que el concepto de productividad es transversal en el debate económico se constata al comprobar que tanto economistas de izquierdas como de derechas lo han utilizado como argumento para defender sus posiciones. En los últimos años, los economistas de izquierdas han argumentado insistentemente que el aumento de los salarios ha sido inferior al aumento de la productividad. Y, por tanto, que la distribución de la renta ha virado en beneficio de las rentas del capital. Un argumento que apoya las demandas de mejoras salariales y de reducción de la jornada laboral. Más recientemente, los economistas de derechas, especialmente en España, están justificando su oposición a la reducción de la jornada laboral con el argumento de la baja productividad de la economía española y la amenaza de que una medida de este tipo hará perder «competitividad».
II. Medidas y usos de la productividad
Habitualmente hay dos formas de medir la productividad laboral: dividir el valor de la producción por el número de trabajadores o por el número de horas trabajadas. Salvando todas las objeciones posteriores, es bastante claro que la segunda es una medida más fina, puesto que relaciona la producción con el tiempo empleado efectivamente en la actividad laboral.
Un ejemplo lo aclarará. Imaginemos dos países, A y B, formados por 100 personas cada uno. En el primero la jornada laboral es de 10 horas y en el segundo de 5 horas. En A, cada trabajador produce de media 60 euros por hora: trabajando 10 horas producirá 600 € de producto al día. La producción total de este país será 600.000 €/día y la producción por trabajador de 600. En el B, cada trabajador produce por valor de 80 euros la hora. A lo largo de la jornada laboral de cinco horas producirá por valor de 400 € y la producción total será de 400.000 euros. La productividad por trabajador es de 400 €. Pero, en cambio, la producción por hora trabajada es superior en B que en A (60 frente a 80). De hecho, el país B alcanza un nivel de producción equivalente al 75% de A, a pesar de que su jornada laboral es la mitad. Seguramente B alcanza un mejor equilibrio entre consumo y esfuerzo laboral. Clarificar como medimos las cosas siempre es una precondición para cualquier debate relevante.
Pero la cuestión fundamental es que en el numerador del cálculo lo que ponemos es el valor monetario de la producción, no una cantidad física. Y aquí es donde los problemas se multiplican. La productividad medida como producto por hora trabajada se utiliza en marcos muy diferentes: para comparar economías nacionales, empresas o sectores económicos. En todos ellos, tomar como fiable el valor de la producción monetaria por hora trabajada supone ignorar cuestiones fundamentales.
En economías complejas, globalizadas, con estructuras productivas y comerciales tan diversificadas, los precios son en parte el reflejo no sólo de la eficiencia productiva sino del poder relativo de los diversos agentes que participan en la actividad económica. Un ejemplo clásico de esta complejidad lo refleja la producción de materias primas agrícolas, donde la productividad medida por unidades de producto por persona no ha dejado de crecer y donde los países que producen estas materias están expuestos a caídas de precios que afectan al valor de su producción, en parte porque los productores primarios son sólo la parte más débil de un engranaje controlado por grandes traders, multinacionales de productos alimentarios, cadenas de distribución. O simplemente el valor de su producto se ve a veces afectado por la devaluación monetaria impuesta en su país por condiciones macroeconómicas que escapan al control de los productores locales. En un mundo donde predominan cadenas de suministros y oligopolios más o menos estables, o donde es habitual que las grandes empresas apliquen políticas de precios orientadas a minimizar su carga fiscal, el valor de la producción de cada unidad es más el reflejo de su posición en la jerarquía empresarial que el de su eficiencia relativa respecto al conjunto de la actividad económica. Incluso las comparaciones de las economías nacionales deben realizarse contando con su especialización productiva, con la proliferación en ella de centros de poder económico (o a la inversa, de subsidiarias). Es por ejemplo conocido el caso de Irlanda o Luxemburgo, países con una elevada productividad, que de facto son lugares organizados para operar como paraísos fiscales donde acumular valores monetarios para reducir el pago de impuestos.
En la fijación de precios y salarios operan, en cada sector, muchos procesos institucionales. Por ejemplo, los recientes debates sobre el precio de la electricidad han puesto de manifiesto como el sistema de fijación de precios instituido por la Unión Europea ha propiciado un encarecimiento del precio y garantizado una alta rentabilidad a las eléctricas. Otros casos parecidos se encuentran en la industria farmacéutica y su sistema de patentes y de compras públicas. Es también conocida la superior rentabilidad de los bienes de lujo, fundamentalmente porque son bienes posicionales donde la clientela no tiene restricciones presupuestarias y está dispuesta a dejarse timar con tal de poder lucir un producto distintivo.
La economía mercantil, además, subsume actividades muy diversas bajo el intercambio monetario y confunde su distinta naturaleza: no es lo mismo una actividad agrícola, industrial o de prestación de servicios que transforma lo existente y satisface una necesidad, que una actividad de intermediación o una actividad financiera. De la misma forma que la captación de renta monetaria, que es lo que busca todo el mundo en una economía mercantil, puede obtenerse mediante algún tipo de actividad laboral, desarrollando nuevos productos o simplemente porque hay una regulación institucional que da derechos de propiedad (algo que pone en evidencia el cobro de derechos de autor por los herederos que no han contribuido a la obra, o la compra de patentes farmacéuticas por parte de empresas que no han realizado ningún esfuerzo creativo). Las economías reales están plagadas de normas particulares (incluidos en ello los sistemas fiscales que tratan de forma diferente a las rentas del capital) con un marcado sello oligopólico y clasista y que generan lo que José Manuel Naredo ha descrito como la “norma del notario”: el notario que sólo pone la firma al final del documento tiene derecho a una parte sustanciosa de la renta que se genera en la actividad en la que interviene. Por todo ello, no tiene sentido comparar la “productividad” o “el valor añadido” de distintos sectores, porque esconde desigualdades de poder, institucionales, de clase. Que los nuevos sectores tecnológicos generen más valor añadido refleja en gran medida que se trata de sectores que por su novedad y complejidad gozan de posiciones competitivas favorables, de productos no homogéneos, en suma, de situaciones de monopolio más o menos duradero en el tiempo. Pero lo beneficioso de su crecimiento no debe plantearse por el hecho de que puedan obtener una renta diferencial, sino por su utilidad social, por su contribución al bienestar colectivo. Lo que nos conduce a otro debate que sale fuera de esta nota. Simplemente, hay que recordar que posiblemente entre las actividades que generan para sus participantes “mayor valor” se encuentran muchas de las más indeseables, como las que generan adicciones o las que generan mayores costes sociales, como la especulación inmobiliaria y financiera.
Sólo para ilustrar esta nota, he realizado un ejercicio de “economía recreativa”, de jugar con algunos números. No tiene pretensión de ir más allá que indicar algunas de las cuestiones comentadas. El ejercicio, basado en los datos de ventas y beneficios netos que se han publicado recientemente, consiste en ver qué porcentaje de las ventas de cada empresa acaba convertida en beneficio neto (tras amortizar parte del capital y pagar impuestos de sociedades), el que la empresa puede repartir entre sus socios o dedicar a financiar nuevas inversiones. La cifra de beneficio neto puede variar por muchas razones; no sólo da cuenta del funcionamiento normal de la empresa, puede estar influida por la evaluación de los activos, por el cálculo de amortizaciones, por las mayores provisiones para problemas, por su capacidad de elusión fiscal. Hay que tomarla con reparos. Pero lo que sale de este ejercicio es elocuente: una enorme dispersión de situaciones, que en algunos casos obedece a causas que conducen a lo argumentado anteriormente y en otros no tanto. Algunas empresas han obtenido márgenes entre el 10 y el 20%, unos niveles realmente espectaculares. Se trata especialmente de empresas energéticas (Acciona Energía, Iberdrola), financieras (BBVA, Banc Sabadell, Santander), de gestión de infraestructuras (Amadeus, Abertis) y de productos de consumo de gama media/alta (Inditex, Puig). En el otro extremo, en niveles de un modesto 1/2% encontramos, en cambio, empresas industriales (CAF, Talgo) y algunas de las denostadas cadenas de supermercados (Mercadona, Bonpreu). Las desigualdades son palmarias y, más allá de los avatares particulares, parecen indicar a los contextos particulares en los que operan empresas distintas. Un aviso para no dejarse embaucar por historias sobre el valor añadido sectorial o la eficiencia de algunos grupos. Que energéticas, financieras y gestoras de infraestructuras sean muy rentables simplemente indica un orden de poder económico.
III. Productividad y ecología
El mayor cuestionamiento de los conceptos de productividad proviene de la economía ecológica. La economía convencional lo mide todo con dinero. Una unidad de medida poco fiable, mutante. Cuando se miden las cosas con otras métricas, la apreciación cambia. Ciertamente, si comparamos las variaciones de la producción material con unidades de trabajo, el crecimiento de la productividad ha sido espectacular. Pero, si lo comparamos con el uso de materiales, las cosas son diferentes. Buena parte de esta enorme capacidad de producción material se explica por el uso intensivo de energía fósil. Sólo hay que ver lo que ocurre en actividades donde es difícil introducir maquinaria. El sueño de la economía del crecimiento es sustituir las energías fósiles (cuya disponibilidad será menguante y cuyo uso continuado es el causante del cambio climático y la contaminación que pone en peligro las condiciones de la vida humana). Pero esto sólo sería posible mediante el uso masivo de recursos minerales que, también, están dados en cantidades limitadas y cuya extracción y manipulación exige asimismo un alto consumo energético. Si las previsiones de los científicos naturales son correctas, la humanidad se puede enfrentar a una regresión de la productividad, sea cual sea la forma como se mida. (Aunque la imaginación de los economistas neoclásicos aun nos puede deparar sorpresas).
Es obvio que en el progreso económico en el que hemos vivido se han combinado muchas cosas. Una ha sido la utilización abusiva, el despilfarro de recursos naturales y vidas humanas. Pero una parte de la historia ha consistido también en la aplicación del ingenio humano, la cooperación, el estudio científico sistemático que ha servido para conocer mejor los procesos naturales, desarrollar tecnologías útiles. Cuestionar el uso actual de la productividad no conduce a despreciar la potencialidad de este esfuerzo colectivo de conocimiento e innovación. Pero tomar conciencia de la crisis a la que nos ha conducido la dinámica del capitalismo impone redireccionar estos esfuerzos en una dirección diferente a la dominante. El reto primario al que se enfrenta la humanidad es el de garantizar niveles de vida aceptables en unas condiciones donde no será posible el despilfarro material en el que ha vivido su fracción privilegiada. Y ello conduce a una necesidad radical de innovación en las técnicas productivas, en las formas de producir y consumir.
IV. Salir del bucle del debate de la economía convencional
El debate sobre la productividad tiene otras muchas aristas. La principal es la que tiene que ver con el argumento neoclásico que considera el salario como la contrapartida de la productividad. De hecho, cuando los economistas de derechas sugieren que no se puede reducir la jornada laboral, o no se pueden aumentar los salarios porque la productividad es baja, están utilizando este argumento falaz. Las medidas de productividad que hemos discutido relacionan la producción total por trabajador. El resultado de este proceso productivo se reparte entre salarios y rentas de la propiedad, por lo que aumentar salarios (o reducir jornada sin pérdida salarial) afecta a la distribución de la renta, no a la productividad.
Pero más allá de esta cuestión de lucha ideológica, lo que me ha parecido necesario contestar es la argumentación de la izquierda que acepta acríticamente las ideas convencionales sin cuestionar de qué tenemos que discutir para tener una economía sana. En cualquier economía real con amplia división del trabajo vamos a necesitar una combinación de muchas actividades con características tecnológicas diferentes, muchas de ellas complementarias, y no tiene sentido evaluar su productividad individual. Que, como argumentan los economistas de CC. OO., estemos mejorando porque aumentan las actividades tecnológicas en el mix productivo español, y con ello la productividad, no tiene mucho sentido. Porque lo importante es ver si este sector está aportando realmente mejoras en el plano social y ambiental, si contribuye a mejorar la vida de la gente o si, por el contrario, se trata de una mera actividad lucrativa para algunos, pero con costes sociales para muchos y que aporta poco al bienestar global. De la misma forma que la crítica al sector turístico es inane si se argumenta su baja productividad, cuando lo realmente relevante son otras cosas: el tipo de empleos que crea, las posibilidades de apropiación parasitaria que genera (especialmente a partir de las rentas inmobiliarias), los impactos negativos en la comunidad o su imposible sostenibilidad ambiental.
Tomar en serio las cuestiones de la crisis ambiental, las desigualdades y la inseguridad económica y social exige aplicar otro esquema valorativo. Que incluye situar la cuestión de la técnica y la innovación en una perspectiva diferente a la de la rentabilidad privada y el crecimiento.
Fuente: https://mientrastanto.org/233/notas/la-mistica-de-la-productividad/