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Reseña del libro “Una introducción a la antropología política. Estrategias de calidad en la transformación del Estado o alegato por la República Española”

La Monarquía es baluarte del antiguo régimen, las creencias religiosas y los sentimientos territoriales al servicio de una sociedad de clases

Fuentes: Rebelión

Son muchas las cuestiones que aparecen en el texto, pero entre todas ellas, quizá sean la reflexión sobre la violencia y el hecho religioso los asuntos transversales de buena parte de los temas, que van desde la aparición del cristianismo en el siglo I, que en Occidente tomamos como referencia cronológica, hasta la II Guerra […]

Son muchas las cuestiones que aparecen en el texto, pero entre todas ellas, quizá sean la reflexión sobre la violencia y el hecho religioso los asuntos transversales de buena parte de los temas, que van desde la aparición del cristianismo en el siglo I, que en Occidente tomamos como referencia cronológica, hasta la II Guerra Mundial, donde Hitler tomó de la Iglesia católica el referente de la intolerancia ante sus enemigos políticos, ya fueran reales, potenciales, creados o imaginados, como sería en este caso las comunidades judías. Por ello, en este momento me voy a limitar a realizar unas simples observaciones del porqué, desde el hecho religioso y la violencia, señalo la necesidad de superar la Monarquía parlamentaria y proclamar la República Española.

Por un lado, la esperanza de vivir en paz, tal como se demostraría con las sublevaciones de las legiones del Rin, reclamando la reducción del servicio militar de 25 a 17 años, cuando la esperanza media de vida estaba entre los 35-40 años. Por otro lado, también se desarrollarían las ideas y las teorías sobre los medios instrumentales válidos para hacer frente a este estado de cosas. Es decir, qué hacer para poner fin o dar algún tipo de solución a la pobreza y a un mundo hostil. Las respuestas del cristianismo fundacional, desde los Evangelios y san Pablo hasta los escritores del siglo II, serían las siguientes: La inhibición social y política. Despreciar el dinero y en su lugar hacer uso del trueque de bienes y servicios. No alistarse en el ejército. Despreciar las necesidades y los placeres corporales. Alejarse de las mujeres y mantenerse célibe. Preferir la muerte o suicidarse antes que rendir culto a los dioses estatales o de otras culturas. Actitudes morales y discursos intelectuales renunciando a la voluntad de vivir, en la creencia religiosa de un inminente fin de los tiempos.

Pero, lo que vendría a distinguir al cristianismo del resto de las religiones de su época sería su funcionalidad para apuntalar y justificar el mismo estado de cosas que venía criticando, entre ellas, la inducción al miedo, a la intolerancia y al uso de la violencia como instrumentos políticos. El cristianismo no daría una respuesta satisfactoria a la demanda de paz de las gentes, sino más bien al contrario. Tal como aparece en numerosos versículos evangélicos, Jesús no vino al mundo a traer la paz, sino la discordia, el temor, el sufrimiento, las calamidades, la guerra y el crimen de todos contra todos. Y, desde el punto de vista dogmático y doctrinal, la pobreza, el sufrimiento y la muerte serán unos instrumentos purificadores o redentores y unos medios válidos de salvación eterna. Estas circunstancias serían, precisamente, las razones de que el mundo antiguo, tanto judíos, helenísticos y romanos, todos ellos con una tradición social vitalista y pragmáticos en lo político, rechazaran el cristianismo. Por otra parte, si todos estos elementos y factores podían llevarnos a la gloria de la resurrección y a la vida eterna, estos mismos medios debían de ser también válidos, obviamente, para la solución de los conflictos terrenales.

Y, al igual que los clanes monárquicos monopolizarían de algún modo toda actividad social, económica, comercial y jurídica, también monopolizaría el uso de las armas, pero no en provecho de una comunidad política, sino a favor de los respectivos clanes familiares. En este sentido, la institución monárquica se encargaría de practicar, de transmitir y tipificar en la legislación positiva, de idealizar y dignificar el uso de la violencia y de la guerra como instrumentos políticos.

En general, los monarcas y príncipes feudales -tanto de Oriente como de Occidente- no pasarían de ser una especie de condotieros, de guerreros o de bandidos en los respectivos territorios de su reconocimiento. Sin embargo, en el mundo cristiano solo la Iglesia estaría políticamente por encima de los diversos reinos, pero solo en la medida en que las creencias religiosas y los intereses de unos y otros fuesen complementarios o se reforzaran mutuamente. Con lo cual, la acción de atemorizar, la intolerancia, la censura, la violencia, el crimen y la guerra pasarían a ser unos medios válidos y legítimos como instrumentos políticos que Dios pondría en manos de los monarcas como soberanos y delegados de Dios en la tierra para defensa de su iglesia.

El monarca se configurará jurídica, política y religiosamente como el tutor y el responsable de su pueblo ante Dios, debiendo todo súbdito convertirse y practicar el culto religioso de su señor. A través de la ceremonia de la coronación y del ungimiento, el monarca obtendría de Dios un cariz de santidad, la capacidad de proponer las verdades a seguir, de promulgar las leyes, de otorgar dones y gracias, cargos, títulos y tierras o, al revés, de hacer justicia, de atemorizar, de reprimir, castigar y matar a los delincuentes y, en general, a sus enemigos políticos.

Esto quiere decir que la monarquía será el modelo político propio de una sociedad estamental o de clase, de las sociedades agrarias, iletradas e ignorantes, guiada más por la tradición, los mitos y las creencias que por el ejercicio de la razón, del sentido común, del conocimiento y de los intereses del conjunto de las poblaciones. Y sus mecanismos de integración serán preferentemente el engaño, la censura, el miedo, el código penal, la violencia, el crimen y la guerra. 

Tras los procesos revolucionarios y la caída de la monarquía en los diversos países, esta capacidad o monopolio de la violencia pasaría a ejercerla las distintas naciones bajo la cobertura jurídica de la razón de Estado. Una de las tesis que mantengo en este libro es que, mientras que alguien, bien a título personal o institucional use u ostente el monopolio de la violencia bajo la cobertura jurídica del Estado, la violencia no desaparecerá como instrumento político. Si el Estado ha de tener algún monopolio en torno a la cuestión de la violencia, si queremos proscribir la violencia en todas sus formas, sería más acertado sustituir el monopolio de la violencia por el monopolio de la justicia y que la violencia, en cualquiera de sus formas, sea percibida y tenida por un comportamiento patológico, por una locura. Esa es, precisamente, la idea que subyace en la historia de las ideas políticas, desde el iusnaturalismo feudal a la Proclamación Universal de los Derechos Humanos de 1948, pasando por la Reforma protestante, los defensores del derecho de los indios como personas frente a la brutalidad y crueldad de los conquistadores, por la defensa de los derechos civiles de Hugo Grocio, la defensa de la libertad de expresión y de pensamiento de Milton y de Spinoza, la cesión hobbesiana de una parte de la libertad a favor de un poder central, las ideas de tolerancia y humanidad de los ilustrados o la división de poderes de Montesquieu y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.

En este sentido, la opción política a la guerra y la abolición de la pena de muerte no serán solo unas cuestiones pertenecientes a la filosofía política o específica del derecho penal o de una política criminal, sino que el recurso a la guerra y la abolición de la pena máxima son ante todo unas cuestiones correspondientes al conjunto de las disciplinas sociales y al grado de civilización alcanzado por una sociedad, debiendo implicar a todos y a cada uno de los ciudadanos.

Por ello, la lectura e interpretación directa de la Biblia y de los Evangelios que propusieran los diversos movimientos y corrientes evangélicas del XVI, junto a la limitación del absolutismo monárquico derivado de las guerras de religión y de las distintas revoluciones, serían el principio del fin del monopolio religioso y de la arbitrariedad penal puestos al servicio de la dominación política de las monarquías del Antiguo Régimen. Aunque en los países donde se impuso o triunfó la contrarreforma católica, los distintos parlamentos nacionales tardarían aún varios siglos en limitar o restringir la titularidad y el ejercicio de la soberanía del rey a favor del pueblo representado en unas cortes. 

Estando desapareciendo el uso del código penal como soporte político y, por otra parte, el progresivo desarrollo de un desprestigio las diversas formas de violencia como soporte gubernamental en gran parte de las naciones, independientemente de cualquier tradición política y cultural, una corona vendrá a mostrar de una forma abierta su contenido de naturaleza irracional y específicamente especulativa. O, dicho de otro modo, una corona representa la vigencia del éxito social a través del nacimiento, la familia, la función, el dinero, el monopolio, el privilegio o uso privado de la ley al máximo rango normativo, el racismo, la censura, la publicidad, la creencia y el sentimentalismo. Estos son unos valores que, desde luego, poca gente serían capaces de defender en nuestros días. Es decir, al igual que el catolicismo, tanto romano como ortodoxo, ha convertido en realidad lo que no es más que una idea o una ilusión a través de la literatura, de la pintura y las artes figurativas, la monarquía estará omnipresente en todos los actos relevantes de la vida. Por una parte, los cortesanos y no pocos empresarios usarán alguno de los nombres de la familia real para titular alguna empresa, algún servicio, un bien social o a alguna institución pública. Y, por otra parte, los publicistas y los funcionarios insertos en las instituciones de autoridad tratarán de situar puntualmente a algún miembro de la familia real allí donde pueda producirse una noticia, elevando a realidad lo que no es más que una ficción jurídica, haciendo uso de una técnica tan primitiva como es la magia simpatética de proximidad. Los más acabados ejemplos serían la concesión de los Premios Príncipe de Asturias y el premio de periodismo Rey de España.

Es decir, la magia de proximidad serán unas técnicas propias del culto a la personalidad que han compartido y han dado lugar a la aparición de chamanes, de brujos, de sacerdotes, de reyes, de tiranos y dictadores y que son las que han sostenido en el tiempo la institución monárquica. Y, además, en el caso particular español, la Corona viene a representar más bien la continuidad con la historia de España en su perversión instrumental del orden político, jurídico, moral y religioso -desde los Reyes Católicos a Franco- en la obtención de la máxima magistratura del Estado, al dar validez y legitimidad a las técnicas y procedimientos que la hicieron posible y aún la mantienen.

Por esta razón, siendo la cultura política española tan ambigua, tan católica, tan creyente, tan pueril y tan hipócrita, la exigencia a los etarras del arrepentimiento, y a Batasuna el condenar el uso político de la violencia es algo que no se exigirá a la Monarquía, estando ésta muy interesada en conservar la idealización y el prestigio de su testador conseguido durante treinta años. Es decir, han tenido que pasar treinta años desde la proclamación de Juan Carlos como Jefe del Estado, a título de Rey, para que los grandes medios de comunicación pública comenzaran a desmontar poco a poco la figura mítica del dictador construida en el curso del tiempo. Y tenemos que recordar que treinta años es el tiempo máximo de condena en nuestro ordenamiento penal, y que nunca se cumplen en su totalidad ni con el más depravado criminal debido a los diversos beneficios penitenciarios y a la redención de penas por el trabajo.

¿Por qué razón habrían de arrepentirse los etarras si saben que el engaño, la extorsión, la censura, el egotismo social, el tradicionalismo basado en la sangre, la indiferencia moral y la violencia han sido y son instrumentos válidos para alcanzar y mantener unos fines políticos?

A ello habría que añadir la asociación e identificación de la Corona con la naturaleza intemporal y eterna del nacionalismo español, es decir, a un pretendido sentimiento de identidad sustentado en la naturaleza o en la biología de los españoles coincidente con las fronteras territoriales estatales y a sus representaciones folclórico-simbólicas. Esta es una pretensión de la Corona tan absurda, tan fuera de la historia y de la misma antropología humana, semejante al uso político de los conceptos de nación, nacional o nacionalidad y de la lengua que los que trafican con los sentimientos e identidades ajenas también desean y pretenden que los mismos sentimientos de las gentes coincidan con sus territorios locales, provinciales, regionales o autonómicos.

Finalmente, bien podríamos decir que la figura de la Monarquía viene a representar en la Constitución española un residuo histórico-cultural del contractualismo y legitimismo estamental, del centralismo moderno, del absolutismo ilustrado, del tradicionalismo católico español, del totalitarismo y del fascismo de la primera mitad del siglo XX, asumidos en la cultura política de la época e incorporados a la legislación positiva en la etapa franquista; de este modo, la restauración monárquica llevada a cabo en el contexto de una dictadura viene a representar más bien la expresión de un fracaso político, de un fracaso jurídico y de un fracaso moral, al constitucionalizar la validación de una institución feudal y de las técnicas y procedimientos que la hicieron posible.

En este sentido, abolir la Monarquía es mucho más que renunciar a una forma de gobierno -y no a una forma de Estado según la versión tradicional- sino es ante todo dar un salto cualitativo en la historia política española a fin de renunciar a la visión de la política como monopolio representativo y negocio de una familia; renunciar a la Corona es renunciar a la fe ciega, a las creencias religiosas y a los sentimientos territoriales puestos al servicio de una sociedad de clases; es renunciar a la censura y a las técnicas de simulación y publicidad que hacen posible una sociedad funcionalmente iletrada, obediente y servil; renunciar a la corona es renunciar a la superioridad impuesta a través de la adulación, el engaño o el maltrato, tal como acontece en muchos matrimonios para imponerse o tener una ascendencia moral, generalmente, del marido sobre su mujer; renunciar a la monarquía será la forma más acabada de decir no a la violencia, a la censura y al código penal como instrumentos políticos y distanciarnos definitivamente del Antiguo Régimen, de los nacionalismos decimonónicos, de los totalitarismos y autoritarismos del siglo XX; y, desde el punto de vista personal, renunciar a la monarquía será renunciar a las certezas y a las seguridades psicológicas sustentadas en el iletrismo, en la fe, en la adulación y en los miedos indeterminados propios de una sociedad de súbditos y, en su lugar, asumir la duda, la inseguridad, la inquietud, la exigencia, la capacidad de admiración y la responsabilidad del ciudadano. Dicho de otro modo, si tanto a nivel estatal como internacional España pretende liderar una llamada de atención y un rearme moral -a través de la teoría de la alianza de civilizaciones- contra la violencia y la intolerancia, no se comprende muy bien cómo se pretende mantener la institución monárquica que histórica, lógica y jurídicamente representa la dimensión prepolítica del uso de la violencia, la censura y la intolerancia.    

Por ello, la introducción y proclamación de la República Española sería mucho más que cambiar de forma de gobierno sino, ante todo, sería introducir un cambio estratégico sobre el conjunto del Estado español, al igual que se hace en las empresas, donde queden redefinidos principalmente la estructura de las instituciones políticas en el conjunto del Estado, incluida la Función Pública, sustentar en todos y en cada uno de los individuos, como ciudadanos y, en particular, en la clase política, la responsabilidad de toda actividad intelectual, económica, social y moral orientada a mejorar día a día los valores y fines de un Estado Social y Democrático de Derecho. Y, además, proscribir el uso de la lengua, de los sentimientos territoriales y religiosos como instrumentos políticos. Lo cual no significa abandonar los sentimientos religiosos comunes a los hombres como especie, sino usar las inquietudes religiosas para construir y superar las constricciones de la vida y no para actualizar y apuntalar un mundo tan injusto, cruel y violento como el que diera lugar a la aparición de las religiones positivas o estatales. 

Entonces, sí se podría hablar de patriotismo constitucional o republicano, más allá de las creencias, de la sangre, de la lengua y del color de la piel y tener una visión del Estado y de España como la tienen la mayoría de los países más progresistas de nuestro entorno político. Esa puede ser la España soñada o imaginada del futuro, a construir ya desde hoy.

«Una introducción a la antropología política. Estrategias de calidad en la transformación del Estado o alegato por la República Española» (José Cantón. Edición personal. Madrid 2006)
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