«Hay una alternativa, ni que decir tiene. Y es que los acreedores en la cúspide de la pirámide económica carguen con pérdidas. Eso restauraría los intensificados coeficientes Gini de desigualdad de ingresos y riquezas a los niveles, harto más bajos, de hace una o dos décadas. No hacerlo, significaría quedar atrapados en un nuevo tipo […]
«Hay una alternativa, ni que decir tiene. Y es que los acreedores en la cúspide de la pirámide económica carguen con pérdidas. Eso restauraría los intensificados coeficientes Gini de desigualdad de ingresos y riquezas a los niveles, harto más bajos, de hace una o dos décadas. No hacerlo, significaría quedar atrapados en un nuevo tipo de tributo de clase extractor internacional, muy parecido al que impusieron los invasores vikingos de Europa hace mil años al apoderarse de las tierras e imponer un tributo. Hoy, lo que hacen es imponer cargas financieras a modo de neoservidumbre postmoderna que amenaza con devolver a Europa a su estado premoderno.»
Letonia y los «Tigres Bálticos», ¿modelo para Irlanda, España y Portugal?
«¡Sed como Letonia!», urgen los banqueros y la prensa financiera a los gobiernos de Grecia, de Irlanda y ahora, también, de Portugal y España. «¿Por qué no ser como Letonia y sacrificar vuestra economía para pagar las deudas que contrajisteis durante la burbuja financiera?» La respuesta es que no pueden hacerlo, sin sufrir un colapso económico, demográfico y político que empeorará todavía más las cosas.
Hace sólo un año se reconocía que varias décadas de neoliberalismo habían destruido la economía estadounidense y la de muchos países europeos. Años de desregulación, de especulación y de falta de inversión en la economía real los han dejado con una desigualdad creciente y con una magra demanda de consumo, salvo la financiada incurriendo en deuda. Pero la prensa financiera y los decisores políticos neoliberales contraatacaron sirviéndose de los «Tigres Bálticos» como ariete paradigmático contra las políticas keynesianas de gasto y contra el modelo de la Europa social soñado por Jacques Delors.
Los analistas vieron en los resultados de las elecciones letonas del pasado octubre una vindicación de la eficacia de la austeridad para resolver la crisis económica. El mantra habitual -recitado nuevamente hace poco por The Economist- es que el honrado y taciturno primer ministro letón, Valdis Dombrovskis, ganó la reelección en octubre pasado, a pesar de haber impuesto las políticas fiscales y de austeridad más duras jamás adoptadas en tiempos de paz, porque un electorado «maduro» se habría percatado de su perentoria necesidad y desafió a la «sabiduría recibida» votando a un gobierno de austeridad.
El Wall Street Journal ha publicado no pocos artículos a favor de este punto de vista. En el último de ellos, Charles Doxbury abogaba por una estrategia letona de devaluación interna y austeridad como modelo a seguir por las naciones europeas en crisis. La idea más comúnmente argüida es que la caída libre de Letonia (la mayor entre todas las naciones desde la crisis de 2008) ha tocado finalmente fondo y que la recuperación, aun si muy frágil y harto modesta, está en camino.
Esa idea atrae a los banqueros que buscan evitar quiebras en la deuda privada y pública, en la esperanza de que la austeridad pueda llevar a la recuperación económica. Pero el modelo letón no es imitable. Letonia carece de un movimiento obrero con voz, y apenas cuenta con una modesta tradición de activismo que no se base en la etnicidad. Al contrario de lo que suele figurar en la prensa, sus políticas de austeridad distan mucho de ser populares. Las elecciones giraron en torno de asuntos étnicos, no fueron un referéndum sobre la política económica. Los étnicamente letones (la mayoría) votaron por partidos étnicamente letones (la gran mayoría, neoliberales), mientras que la considerable minoría rusófona (30 por ciento) votó con análoga disciplina por su partido (vagamente keynesiano).
Veinte años después de la independencia, las consecuencias de la emigración rusa a Letonia bajo la ocupación soviética siguen configurando las pautas del sufragio. A menos que otras economías puedan utilizar divisiones étnicas similares como cobertura de distracción, los dirigentes políticos que se propongan políticas de austeridad de tipo letón están condenados al naufragio electoral.
Aunque la crisis económica fue lo suficientemente profunda como para sacar a la calle a una población despolitizada en el invierno de 2009, el grueso de los letones no tardaron en hallar el camino de menor resistencia en la pura y simple emigración. La austeridad neoliberal ha generado pérdidas demográficas mayores que las deportaciones de Stalin en los años 40 (esta vez, empero, sin pérdida de vidas). A medida que los recortes en educación, asistencia sanitaria y otras infraestructuras sociales básicas amenazan cada vez más con socavar el desarrollo a largo plazo, los jóvenes prefieren la emigración al sufrimiento en una economía sin puestos de trabajo. Más del 12% de la población total (y un porcentaje mucho mayor de su fuerza de trabajo) trabaja ahora en el extranjero.
Por lo demás, los niños (los pocos que hay, habida cuenta del desplome de las tasas de matrimonio y nacimiento) han quedado atrás, en situación de orfandad; lo que ha llevado a los demógrafos a preguntarse por las posibilidades de supervivencia de este pequeño país. De modo, pues, que, a menos que otras economías europeas devastadas por la deuda y con poblaciones muy superiores a los 2,4 millones de habitantes de Letonia puedan encontrar mercados de trabajo que acepten a sus trabajadores desocupados como consecuencia de la austeridad financiera; a menos que eso ocurra, esta opción será inviable.
El crecimiento de un 3,3% previsto para Letonia en 2011 se menciona como prueba adicional del éxito de un modelo de austeridad que habría estabilizado tanto su crisis de mala deuda como su crónico déficit comercial financiado con préstamos hipotecarios en moneda extranjera. Dado que el PIB cayó un 25% durante la crisis, con tamaña tasa de crecimiento se tardaría una década entera sólo para recuperar las dimensiones de la economía letona de 2007. ¿Cómo habría este «rebote del gato muerto» [1] resultar suficientemente atractivo e inducir a otros Estados de la UE a lanzarse por el despeñadero fiscal?
La economía comparada, de todo punto política
A despecho de sus desastrosos resultados económicos y sociales, lo cierto es que el trauma neoliberal letón es idealizado por la prensa financiera y los políticos neoliberales, a fin de imponer austeridad en sus propias economías. Antes de la crisis global de 2008, los «Tigres Bálticos» eran celebrados como la vanguardia de las economías de libre mercado de la Nueva Europa. Los críticos de ese «milagro» económico -fundado en préstamos en moneda extranjera para financiar la especulación con propiedades y la adquisición de bienes públicos en proceso de privatización- fueron ninguneados y despreciados como obstinados negadores. Y ahora, sin perder comba, los comentaristas de turno se avilantan a presentarnos la opción letona por la austeridad como una política ejemplar para otras naciones.
La opción letona sirve a distintos señores. Permite a la prensa financiera seguir disparatando con la autocorrección de los mercados y con la idea de que la austeridad trae consigo prosperidad. El Banco central letón (respecto de cuya estridencia neoliberal, dicho sea de pasada, hasta el FMI ha expresado preocupación) desea una vuelta torera de honor que le absuelva de la puesta por obra de unas políticas que imponen sufrimiento masivo al pueblo letón. Y Washington y los neoliberales de la Unión Europea desean que otros países hagan suya la versión letona de la «Puerta Abierta» de China, cohonestada con un sistema dickensiano de protección social. La apertura a la penetración económica es el criterio de medida, y los bálticos la exhiben grado superlativo; ergo, son «exitosos», con independencia de lo bien o mal que su economía subvenga a las necesidades de su pueblo.
Dada la proximidad entre Letonia y Bielorrusia, es iluminador comparar el modo en que los neoliberales han evaluado sus economías. Letonia sufrió el peor colapso económico europeo en 2008 y 2009, con un continuado desempleo de dos dígitos. Su economía no experimentará crecimiento hasta el presente año (2011), y es lo más probable que el modesto crecimiento experimentado siga acompañado por una tasa de desempleo de dos dígitos. Una fracción enorme de su población ha evacuado el país, dejando atrás niños al cuidado de parientes, si no valiéndose por sí solos. La vecina Bielorrusia, que cuenta con pocas de las ventajas geográficas letonas (puertos y costas), tiene un PIB no mucho más bajo que el de Letonia. Bielorrusia experimentó un auge con tasas de crecimiento de doble dígito antes de la crisis, y mantuvo a su economía en el pleno empleo durante la crisis, muy lejos del colapso del 25% que desbarató a Letonia. Bielorrusia tiene también un coeficiente de Gini (índice de desigualdad) aproximadamente a la par con Suecia, mientras que Letonia se acerca más a los crecientes niveles de desigualdad que ahora caracterizan a los EEUU.
Y sin embargo, Letonia es declarada un éxito, y Bielorrusia, un fracaso. El World Factbook de la CIA recuerda a sus lectores que el buen rendimiento económico bielorruso ocurrió «a pesar de los escollos de una inflexible economía centralmente dirigida». Tal es la caracterización corriente de Bielorrusia. Pero lo que habría que preguntarse es si lo que su éxito refleja no son precisamente las virtudes de su planificación central. Letonia ha generado mayor libertad política para sus disidentes, pero Bielorrusia tiene menos desigualdad económica y menor deuda exterior.
Todas las economías que han existido en la historia han sido economías mixtas. No estamos defendiendo a la prensa del Camarada Lukachenho, ni menos su política represiva en Bielorrusia. Simplemente, no nos vamos al extremo opuesto de aplaudir el modelo neoliberal letón. Se puede criticar el sistema político bielorruso, sin tragarse la oligarquía electoral en que consiste la vida política letona. Pero, ganen o pierdan en materia de resultados económicos, el caso es que la prensa y los académicos occidentales proclaman ganadores a Letonia a y los hambreados Tigres Bálticos, mientas que Bielorrusia, sean los que quiera sus rendimientos económicos, sean los que fueren su méritos, es declarada perdedora. No se verá una sola mirada de comparación objetiva entre las economías de los dos países; nadie se molesta en examinar sobriamente dónde tienen éxito y dónde fracasan (también por sectores) con la vista puesta en las lecciones de todo ello derivables. Las comparaciones económicas son de todo punto políticas.
No estamos culpando a la nación letona por los crueles experimentos políticos neoliberales a que está siendo sometida; lo que está en cuestión es la comunidad global de decisores políticos, de intelectuales y de parte de las propias elites letonas: su persistencia en proseguir esa política fracasada y aun recomendarla a otros países como vía al crecimiento económico (cuando de lo que se trata es de un suicidio económico y demográfico). El pueblo letón sufrió las consecuencias devastadores de las dos guerras mundiales y de dos ocupaciones, lo que el neoliberalismo ha venido a coronar con la desmantelación de su industria y el hundimiento cada vez más profundo en la deuda -¡en moneda extrajera!- desde el logro de su independencia en 1991. El neoliberalismo ha generado una pobreza tan honda, que ha causado un éxodo de proporciones bíblicas al extranjero. Llamar a eso un paso económico hacia delante y una victoria de la razón económica no puede menos de recordarle a uno la caracterización que de las victorias militares imperiales romanas puso Tácito en boca del cabecilla celta Calgacus antes de la batalla de Monte Graupius: «Desertizan, y lo llaman paz».
A lo largo de los varios años que ambos llevamos visitando Letonia hemos sido testigos de un pueblo industrioso y talentoso, rebosante de gentes integérrimas aun inmersas en un medio corrupto. Lo que nos proponemos aquí es explicar por qué el fracasado «modelo letón», lejos de entenderse como una política a imponer quieras que no a Irlanda, Grecia y otros países europeos deudores, debería verse como un aviso de lo que otros países han de evitar a toda costa. Los dos hemos trabajado en la misma Letonia con el propósito de estimular allí un cambio de política. Lo que, después de todo, anda ahora en juego es el futuro de la democracia social europea y la continuación de la paz en una región devastada por guerras durante un milenio antes de 1950.
La Unión Europea nunca desarrolló mecanismos sostenibles de transferencia de capital desde sus economías más ricas hacia los países más pobres, especialmente en la periferia
El problema es que las dificultades económicas europeas arraigan no solamente en la prodigalidad, como comúnmente sostienen la prensa económica y muchos políticos; la deuda es una consecuencia de faltas estructurales financieras, económicas y fiscales en el diseño de la Europa postsoviética. En substancia: la Unión Europea nunca desarrolló mecanismos sostenibles de transferencia de capital desde sus economías más ricas hacia los países más pobres, especialmente en la periferia.
El orden de Bretton Woods tras la II Guerra Mundial fue parte de un sistema más hacedero de préstamos de reconstrucción y transferencias de capital entre una Europa rota por la guerra y los EEUU. La ayuda del Plan Marshall, acompañada de controles de capital e inversión pública para estimular el desarrollo económico y la independencia monetaria, permitió a las economías nacionales de la Europa occidental comprar importaciones procedentes de los EEUU y, al mismo tiempo, construir su propia capacidad exportadora y aumentar sus niveles de vida. No es que el sistema careciera de tachas, pero el deseo de evitar el anterior ciclo hemisecular de depresión económica y guerra (así como las crecientes preocupaciones dimanantes de la Guerra Fría) llevó a las economías de la Europa occidental a desarrollarse y sentar las bases de una ulterior integración continental.
El período post-Guerra fría luego de 1991 refleja pautas similares de subdesarrollo en la relación entre la Europa occidental rica y sus socios más pobres del Este y el Sur europeo. En vivo contraste con lo hecho tras la II Guerra Mundial, no se forjaron estructuras institucionales que confirieran a estas últimas economías capacidad de autosostenimiento. Al contrario: lo que consiguió el endeudamiento en moneda extranjera -señaladamente, en préstamos hipotecarios para la vivienda-, sin poner por obra los medios para su devolución, fue el resultado exactamente opuesto.
Hoy, los Estados más ricos de la UE son economías manufactureras de alto valor añadido. La ampliación de la UE hace veinte años quedó marcada por unas exportaciones y unos créditos bancarios crecientes desde esas naciones ricas hacia las que han llegado a ser las economías en crisis de nuestros días; quedó marcada, por lo mismo, por unos crecientes niveles de deuda en el contexto de ventas y liquidaciones privatizadoras sin impuestos progresivos al ingreso y con unos reducidos impuestos a la propiedad de bienes raíces (un factor, este último, de la mayor importancia para entender las burbujas inmobiliarias). Durante esta pasada década, los países bálticos y de la Europa del este han financiado el grueso de su déficit comercial con préstamos procedentes de bancos suecos, austríacos y de otros países contra el colateral de bienes raíces e infraestructuras, que se compraban y recompraban con una deuda apalancada creciente. Eso no permitió sentar las bases y poner los medios para la devolución de esas deudas, salvo con una burbuja inmobiliaria continuamente hinchada que permitiera sostener los empréstitos en moneda extranjera con un volumen bastante a cubrir los crónicos déficits comerciales y las no menos crónicas fugas de capitales.
Lo que han hecho ahora los Estados bálticos es equilibrar su balanza por cuenta corriente, no produciendo más bienes y servicios, sino empobreciendo a su población. Sus planificadores neoliberales han destruido el consumo, no para crear capital para invertir, sino para pagar deudas a banqueros extranjeros. Así es como se están ajustando a la interrupción de los flujos de capital entrante procedentes de los bancos extranjeros, ahora que el préstamo generado por la burbuja inmobiliaria se ha secado. (Recuérdese, dicho sea de paso, que este préstamo exterior generado por la burbuja inmobiliaria interior fue en su momento calurosamente aplaudido por convertir a sus mercados inmobiliarios en «Tigres Bálticos» cabalgables por unos bancos que se enriquecieron con el proceso.) Los banqueros y la prensa financiera pintan este programa de austeridad diseñado para poder pagar a los bancos como un camino hacia adelante. Lo que dista por mucho de la realidad. Porque la cruda realidad es que tal programa hunde a esos países en una marea de títulos de deuda poseídos por unos acreedores que nunca se preocuparon demasiado por la forma en que las economías bálticas podrían pagar. Y pagar, sólo pueden hacerlo encogiendo la economía, emigrando y exprimiendo aún más implacablemente a los trabajadores.
La carga fiscal gravita mucho más pesadamente sobre el empleo que en Europa occidental de hace sesenta años, en el período de su reconstrucción. Los negocios con información interna privilegiada y el fraude financiero se han extendido por doquiera. Para colmo, la deuda denominada en euros para los miembros asociados se aseguraba ingresos en sus propias monedas locales. Y lo peor de todo: los bancos simplemente prestaban contra bienes raíces e infraestructuras ya existentes, en vez de financiar el incremento de la producción y la formación de capital tangible. A diferencia de las subvenciones de gobierno a gobierno del Plan Marshall, la política del Banco Central Europeo de centrarse en el préstamo bancario comercial lo único que produjo es una burbuja inmobiliaria. El préstamo bancario hinchó sus burbujas inmobiliarias y financió una transferencia de propiedad inmobiliaria, pero no la formación de mucho capital tangible nuevo que facilitara a las economías deudoras el pago de sus importaciones. Al contrario: sus deudas crecieron sin que se incrementara su capacidad de ingresos por el comercio exterior. Resultó, así pues, inevitable que todo el castillo de naipes terminara por desplomarse.
Al instituir las relaciones económicas de la UE, la teoría del libre mercado asumió que la inversión directa y el préstamo bancario proporcionarían el capital necesario para ayudar a las regiones económicas más pobres a acortar distancias. Ese supuesto se reveló infundado. Los bancos prestaban contra bienes raíces y otros activos ya existentes, hinchando sus precios a crédito. Lo que es ahora preciso enjugar es el gasto de deuda y otras secuelas relacionadas de esta filosofía económica de mente estrecha.
Todo eso sirvió a los grandes exportadores de la UE, pero no desarrolló una estabilidad de alcance europeo fundada en un crecimiento económico de mayor envergadura. Sin la amenaza acechante de la guerra o la intimidación política de Rusia, las naciones más ricas de Europa pusieron proa a una liberalización comercial y a unas privatizaciones que aceleraron la desindustrialización en el antiguo bloque soviético. A los miembros de la Europa meridional se les hizo entrar en la eurozona, con su moneda fuerte y sus estrictas limitaciones en el gasto público, lo que impidió que esos países pudieran desarrollar sus manufacturas al modo como en su día habían hecho la Europa occidental y los Estados Unidos.
Ese estado de cosas no podía durar mucho, porque el Este europeo fue reconstruido de manera tal, que se hizo dependiente de la importación y quedó financieramente subordinado al Oeste: más, pues, como una región colonial que como socio de pleno derecho. Y como ocurre con las regiones coloniales, el Oeste se convirtió en el destino de las fugas de capitales, a medida que se vendía propiedad inmobiliaria a crédito y los ganancias salían de las cleptocracias y las oligarquías esteeuropeas y sudeuropeas. La moneda extranjera con que devolver los préstamos bancarios que estaban hinchando los precios de los bienes raíces se obtenía tomando todavía más a préstamo a fin de hinchar todavía más los precios de la propiedad inmobiliaria: la definición clásica de un esquema Ponzi. En este caso, los bancos europeos jugaron el papel de nuevos entrantes en este esquema piramidal, organizando las economíaas postsoviéticas como una vasta cadena de letras que suministraban el dinero para mantener el flujo de la espiral alcista.
El problema fue que el crédito sólo se concedía para alimentar los bienes raíces y para financiar la exportación de bienes de una Europa occidental dependiente de la exportación (con su Política Agrícola Común de excedentes de cosechas) a un Este desindustrializado y agrícolamente no modernizado. La expansiva deuda piramidal tenía que colapsar, porque no se pusieron los medios para devolverla.
Hubo una vaga esperanza de que los niveles de desarrollo económico terminaran igualándose en toda la UE, como si el préstamo bancario y las compras y tomas de control empresarial extranjeras pudieran llevar a una mayor homogeneidad, y no a una mayor polarización financiera. El problema fue que la Unión Europea veía a sus nuevos miembros como mercados para los bancos y los exportadores existentes (lo que incluía también el verlos como base de dumping y precios predatorios para sus excedentes agrícolas), no como nuevos miembros precisados de ayuda para hacerse económicamente autosostenibles, ni tampoco como países en los que pudieran levantarse sistemas financieros nacionales viables por sí propios.
La gran cuestión: o hundir a la propia economía para pagar la deuda a unos bancos que fueron irresponsables o cargar a la banca con pérdidas y salvar la prosperidad y una mínima igualdad social
Dadas las restricciones que el euro pone a sus países miembros, se comprende que las naciones y los bancos acreedores de la UE quieran resolver esta crisis con una «devaluación interna»: salarios más bajos, menos gasto público y recortes en los niveles de vida, es decir, medidas que posibiliten la devolución de la deuda. Es la vieja doctrina del FMI que fracasó estrepitosamente en el Tercer Mundo. Diríase que esta doctrina en pleno proceso de resurrección en Europa.
La política de la UE parece consistir en que los ingresos de los asalariados y los ahorros de los jubilados rescaten a los bancos de su herencia de malas hipotecas y otros préstamos que no pueden ser devueltos (salvo yendo de cabeza a la miseria). ¿Entienden Grecia e Irlanda, y ahora tal vez también Portugal y España, el modelo que se les está exigiendo emular? ¿Qué dosis de «medicina letona» pueden llegar a tragar estos países?
Si sus economías se encogen y se hunde el empleo, ¿a dónde emigrará su fuerza de trabajo? Sin inversión pública, ¿cómo llegarán a ser competitivos? La vía tradicional para las economías mixtas es el suministro público de infraestructura a precios de coste o a precios subsidiados. Pero si los gobiernos, como se dice, «se labran su camino de salida de la deuda» vendiendo sus infraestructuras públicas a compradores privados que las compran a crédito (¡con cargas de intereses fiscalmente desgravables!) que lo que hacen es plagar la economía de peajes extractores de renta, esas economías seguirán quedando más y más rezagadas y serán aún más incapaces de honrar sus deudas. Y el atraso en los pagos se resolverá en una curva de crecimiento exponencial del interés compuesto.
Las naciones y los bancos acreedores de la UE están buscando resolver la crisis por una vía que no les cueste mucho dinero. Lo mejor, dicen, dada la imposibilidad en que se hallan las economías en crisis de depreciar su moneda, es la «devaluación interna» la (austeridad salarial), conforme al modelo letón. Los bancos y los tenedores de bonos cobrarán a partir de los préstamos de rescate del FMI y de la UE.
El problema es la austeridad impuesta con los existentes niveles de deuda. Si los salarios (y por lo tanto, los precios) declinan, la carga de la deuda (ya suficientemente elevada en términos históricos comparativos) se hará más pesada. Es lo que sufrieron los EEUU a fines del siglo XIX, cuando el nivel de precios fue inducido a la baja para «restaurar» el oro a su precio anterior a la Guerra Civil (y anterior, pues, al billete verde). El candidato presidencial William Jennings Bryan se desgañitaba crucificando al trabajo en la cruz del oro en 1896. Es el mismo problema que había experimentado antes Inglaterra, luego del Tratado de Gante que puso fin a las Guerras Napoleónicas en 1815. Aparte de la miseria y de las tragedias humanas que se multiplicarán como consecuencia de ella, la austeridad fiscal y salarial es económicamente autodestructiva. Creará una espiral bajista de la demanda que llevará al conjunto de la UE a la recesión.
El problema básico es si es deseable para las economías sacrificar su crecimiento e imponer la depresión -y niveles de vida más bajos- para beneficio de los acreedores. Raramente en la historia ha sido ese el caso, salvo en contextos de acrecida guerra de clases. Así pues, ¿qué harán los letones, los griegos, los irlandeses, los españoles y otros europeos cuando su trabajo sea crucificado por la «devaluación interna» perdiendo poder adquisitivo para pagar a los acreedores extranjeros?
Lo que se precisa es un botón de reinicialización de la filosofía económica y fiscal de la UE. De cómo lidie Europa con esta crisis dependerá si su historia sigue el curso pacífico de mutuo beneficio y prosperidad económica tan preciado en los manuales de ciencia económica o la espiral bajista de la austeridad que tan impopulares ha hecho a los planificadores del FMI en las economías deudoras.
¿Es esa la senda en la que quiere embarcarse Europa? ¿Ese es el destino que aguarda al proyecto de una Europa social de Jacques Delors? ¿Es eso lo que esperaban los ciudadanos de Europa cuando adoptaron el euro?
Hay una alternativa, ni que decir tiene. Y es que los acreedores en la cúspide de la pirámide económica carguen con pérdidas. Eso restauraría los intensificados coeficientes Gini de desigualdad de ingresos y riquezas a los niveles, harto más bajos, de hace una o dos décadas. No hacerlo, significaría quedar atrapados en un nuevo tipo de tributo de clase extractor internacional, muy parecido al que impusieron los invasores vikingos de Europa hace mil años al apoderarse de las tierras e imponer un tributo. Hoy, lo que hacen es imponer cargas financieras a modo de neoservidumbre postmoderna que amenaza con devolver a Europa a su estado premoderno.
NOTA T.: [1] «Dead cat bounce», o «rebote del gato muerto», es una expresión derivada del dicho inglés común: Even a dead cat will bounce if it is dropped from high enough! («Hasta un gato muerto rebota, si se lo arroja desde la altura suficiente)», y ha pasado a engrosar la jerga metafórica del mundo financiero anglosajón actual: apunta a un rebote más o menos sostenido de un valor o de un título, tras un fuerte y duradero desplome; pero el valor en cuestión, como el gato, sigue muerto, y yacer inerte en el suelo es su destino.
Michael Hudson trabajó como economista en Wall Street y actualmente es Distinguished Professor en la University of Misoury, Kansas City, y presidente del Institute for the Study of Long-Term Economic Trends (ISLET). Su dedicación a los problemas de las economías postsoviéticas, y especialmente la letona, le ha llevado a ser comisionado recientemente, por parte de la coalición de izquierda letona Centro de la Armonía, como economista jefe de la Reform Task Force Latvia, un think tank encargado de elaborar una política económica alternativa para ese país báltico. Es autor de varios libros, entre los que destacan: Super Imperialism: The Economic Strategy of American Empire (nueva ed., Pluto Press, 2003) y Trade, Development and Foreign Debt: How Trade and Development Concentrate Economic Power in the Hands of Dominant Nations (ISLET, 2009).
Traducción para www.sinpermiso.info: Mínima Estrella