(En este fragmento de Maurice Blanchot, os recomendamos un ejercicio interesante para comprobar la potencia actual de sus Escritos Políticos: donde dice «Francia», sustituidlo por «Egipto», y donde dice «Presidente de la República», cambiadlo por «Mubarak») Cuando acontece que, al hablar de tal o tal otro como por descuido, decimos «está políticamente muerto», sabemos que […]
(En este fragmento de Maurice Blanchot, os recomendamos un ejercicio interesante para comprobar la potencia actual de sus Escritos Políticos: donde dice «Francia», sustituidlo por «Egipto», y donde dice «Presidente de la República», cambiadlo por «Mubarak»)
Cuando acontece que, al hablar de tal o tal otro como por descuido, decimos «está políticamente muerto», sabemos que tal juicio no afecta tan sólo al otro, nos afecta a todos, con pocos matices. Hay que aceptarlo e incluso admitirlo reivindicándolo. La muerte política vela en nosotros, «luz en la tumba», para ahorrarnos todo divertimento, toda cavilación cotidiana, toda palabra de fácil recriminación; más precisamente, toda posibilidad de supervivencia. La muerte política, esa que hace aceptar lo inaceptable, no es un fenómeno individual. Participamos en ella, querámoslo o no. Y en la sociedad francesa, cuanto más nos elevamos, mayor se hace la muerte, hasta alcanzar, en la cumbre, la desmesura irrisoria, una presencia de humanidad petrificada. Si hay hoy en día en este país un hombre políticamente muerto, es ese que porta -¿lo porta realmente?- el título de presidente de la República, República a la que es tan ajeno como a todo porvenir vivo. Es un actor que representa un papel tomado en préstamo a la más vieja historia, del mismo modo que su lenguaje es el lenguaje de un personaje, palabra imitada, en ocasiones tan anacrónica que parece, desde siempre, póstuma. Naturalmente, él no lo sabe. Él cree en su papel y cree magnificar el presente, cuando en realidad parodia el pasado. Y este muerto, que ignora que lo está, es impresionante con su gran estatura de muerto, con esa muerta obstinación que hace las veces de autoridad y, en ocasiones, con esa penosa vulgaridad distinguida que significa la disolución del ser-muerto. Extraña presencia insistente en la que vemos perseverar un mundo pasado y en la que, no lo olvidemos, nos sentimos morir fastuosa, ridículamente.
Pues él mismo no es nada, no es más que el delegado de nuestra muerte política, una víctima también él, una máscara tras la cual está la nada. La primera tarea consiste, pues, en hacer desaparecer la coartada superior y después, a todos los niveles, la coartada de las coartadas. No nos creamos políticamente vivos porque participemos con mesura en una oposición reglamentaria. Y no nos creamos intelectualmente vivos porque participemos en una cultura de alto nivel en la que la protesta es la regla, y la crítica, e incluso la negación, todavía un signo de pertenencia. Hace algún tiempo, un ministro parisino afirmaba -con la ignorancia de la presunción- que la suerte del mundo no se decidiría en Bolivia. Pero se decide tanto como en Francia, donde el único principio de gobierno es la estabilidad y el único cambio esperado, la muerte de un anciano espectral que siempre parece preguntarse si se encuentra o no en el Panteón y si su memoria, que nada olvida, no ha olvidado sencillamente el acontecimiento imperceptible de su fin: o sea, el fin de un simulacro. Si sobrevive, aprovechemos su supervivencia para tomar clara conciencia de esa condición de muerto viviente que compartimos con él, pero manteniendo el derecho suplementario de denunciar nuestra destrucción, aunque fuera por medio de palabras ya destruidas. De ella, aquí y en otros lugares, hoy, mañana, otros extraerán acaso un nuevo y fuerte poder de destruir.
Mañana fue mayo: el poder infinito de destruir-construir.
Traducción: Diego Luis Sanromán
Fuente: http://acuarelalibros.blogspot.com/2011/02/la-muerte-politica.html