La burguesía le ha temido a la multitud como el diablo a la cruz, sobre todo por su potencial revolucionario. Por ello ha pretendido caricaturizarla como masa ignorante e incapaz de gobernarse a sí misma. Sin embargo, históricamente, cuando las múltiples voces y voluntades singulares de esa multitud convergen más allá de sus diversas experiencias […]
La burguesía le ha temido a la multitud como el diablo a la cruz, sobre todo por su potencial revolucionario. Por ello ha pretendido caricaturizarla como masa ignorante e incapaz de gobernarse a sí misma. Sin embargo, históricamente, cuando las múltiples voces y voluntades singulares de esa multitud convergen más allá de sus diversas experiencias y reclamos, se constituye en soberano popular para darse a sí misma, a partir de la decisión y la fuerza de todos, la justicia que la ley del capital le niega.
Esa multitud surge hoy como el único sujeto capaz de realizar la democracia como el gobierno de todos, por todos y para todos. La posibilidad de lo común sólo se hace posible hoy desde la autodeterminación de los muchos. Es el nuevo partido de los insurgentes cuyas acciones contestatarias poseen una resonancia transformativa al margen de la esfera de decisión política de los viejos partidos y el desacreditado Estado. Su reto mayor ha sido transformar su insurgencia en un proceso constitutivo de una gobernanza alternativa.
El despertar político de esa multitud y el proyecto de gobernanza alternativa que nace de su seno ha sido crucial en las últimas dos décadas ante el fracaso estrepitoso del neoliberalismo en nuestra región y las significativas desigualdades que ha dejado como secuela. Por ejemplo, el Caracazo de finales de febrero de 1989 constituyó la primera expresión de esa multitud insurgente que se tiró a las calles para rechazar las políticas neoliberales del gobierno del entonces presidente venezolano Carlos Andrés Pérez, las cuales sólo habían servido para beneficiar a unos pocos y someter a la inmensa mayoría a la más abyecta miseria. El gobierno reprimió violentamente la rebelión civil, lo que incapacitó al gobierno de allí en adelante para garantizar la gobernabilidad del país.
A partir de su insurgencia, la multitud ya no se sentía representado por el Estado, así que menos iba a reconocer su autoridad u obedecer sus decisiones. En 1992 hay dos intentos de golpe de estado. Ese mismo año, sin embargo, el presidente Pérez es forzado por el Congreso Nacional ha abandonar su cargo, entre otras razones por acusaciones de corrupción. Ya para 1998 la multitud se constituye en soberano popular para decretar el acta de defunción de los partidos de la burguesía y elegir a uno de los suyos: Hugo Chávez Frías. En 1999, decide reinventar la legalidad y refundar el país mediante la aprobación de una nueva Constitución, representativa de su voluntad soberana.
Entre enero de de 2000 y octubre de 2003, Bolivia fue escenario de dos gestas insurgentes, la Guerra del Agua y la Guerra del Gas, detonadas ambas por los desmanes de las políticas neoliberales de su gobierno de entonces. La movilización popular no se dejó amedrentar por las amenazas del gobierno y rompió su cerco represivo tendiéndole, a su vez, un cerco a la capital. Desde todos los rincones del país, desde todas sus actividades productivas, se fueron sumando a la insurrección civil. Ocuparon ciudades, barrios y caminos hasta obligar al presidente Gonzalo Sánchez de Lozada a renunciar y huir del país.
No conforme con la huida del mandatario criminal, la multitud enardecida y apoderada se constituyó en soberano popular y no descansó hasta que llevó a uno de los suyos, el aymara Evo Morales, a la presidencia en el 2005, con el objetivo de refundar el país. Se constituye así por primera vez un Estado de los movimientos sociales comprometido con el desarrollo de un modelo productivo comprometido con el adelanto efectivo del bien común y una sociedad radicalmente democrática, es decir, de todos y para todos. En enero de 2009 aprueba una nueva Constitución que consagra el nuevo proyecto de país reclamado por esa multitud insurgente transformada, por primera vez, en soberano popular.
En Ecuador, la multitud se encarnó en la insurgencia de los forajidos de 2005, ante la traición del entonces presidente Lucio Gutiérrez, quien salió electo a base de su compromiso para alejar el país del modelo neoliberal y una vez juró el cargo le dio la espalda al mandato electoral para entonces dedicarse a continuar con las nefastas políticas neoliberales que tanto daño le estaban produciendo a la mayoría del país. La rebelión de los forajidos -como pretendió descalificar Gutiérrez a los ciudadanos alzados, queriendo con ello significar que estaban fuera de la legalidad vigente- forzó al mandatario impugnado por el soberano popular a abandonar su cargo y el país.
La revuelta popular ecuatoriana potenció a su vez un reagrupamiento político que dio pie a lo que se conoce como una Alianza País, un movimiento que dio al traste con las decrépitas estructuras político-partidistas precedentes, y que colocará en la presidencia, a partir de enero de 2007, a Rafael Correa. Al igual que en los casos de Venezuela y Bolivia, la corrupción del poder según constituido hasta ese momento requirió que el soberano popular organizase una Asamblea Constituyente cuyos trabajos culminaron exitosamente en el 2008 con la puesta en marcha de un nuevo proyecto de país, según codificado en una nueva Constitución comprometida con el desarrollo de una nueva economía y sociedad solidarias.
Más recientemente, en Honduras se ha potenciado un proceso de refundación constitucional que, si bien es cierto pretendió ser aniquilado por el golpe de estado cívico-militar de finales de junio de 2009 contra el presidente Manuel Zelaya, sólo se ha visto fortalecido por la resistencia popular al golpe. Su presencia se hace sentir por cada rincón del país y así su fuerza para obligar a la convocatoria de un proceso constituyente que refunde el país. La superación de la actual crisis ya no se consigue con la restitución de Zelaya a la presidencia, sino que requiere que la ruptura del orden constitucional actual, sea entendida como el agotamiento de una legalidad hecha a la medida de la oligarquía. De ahí el imperativo de pasar de la protesta a la propuesta de un nuevo orden constitucional, esta vez representativo del soberano popular y comprometido con el adelanto del bien común.
En ese marco, la multitud insurgente parece también asomarse en Puerto Rico como reacción a los daños producidos por las políticas neoliberales del actual gobernador colonial Luis Fortuño. En los últimos meses hemos estado presenciando una metamorfosis de la protesta individual y local hacia formas de resistencia constitutiva de experiencias de lo común desde las cuales podamos ir construyendo un nuevo proyecto de país. En ese sentido, tal vez nos ha llegado la hora de que entendamos que, al igual que en otras partes de la América nuestra, no estamos meramente ante una crisis cualquiera sino que, potencialmente, estamos frente a una ruptura sistémica.
Las contradicciones que se viven son insalvables. El gobierno neoliberal de Fortuño opta por someter a la fuerza al pueblo ante su monumental incapacidad para ganarse democráticamente el consentimiento de éste a las políticas suyas, ampliamente rechazadas por el daño que le infligen a sectores significativos del país. Aparte del despido de miles de empleados públicos y el desmantelamiento de instituciones y servicios gubernamentales en detrimento del bienestar general, además de la entrega anunciada de bienes públicos y comunes a los intereses privados, procede también a reprimir a los estudiantes y a tomar represalias contra los abogados y abogadas por su defensa del derecho de protesta de los ciudadanos. En sus últimos aleteos, el neoliberalismo termina acudiendo a la criminalización de la ciudadanía toda, cuyas protestas son tachadas de actos terroristas.
En fin, las contradicciones estallan por doquier y con ello se atisba, como respuesta, lo que pueden y deben ser las primeras expresiones del soberano popular, el único que nos puede llevar hacia la imperiosa salvación nacional y refundación democrática de nuestro modo de vida actual.
El autor es Catedrático de Filosofía y Teoría del Derecho y del Estado en la Facultad de Derecho Eugenio María de Hostos, en Mayagüez, Puerto Rico. Es, además, miembro de la Junta de Directores y colaborador permanente del semanario puertorriqueño «Claridad».
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.