El Estado organiza las reglas de los intercambios económicos. Su función no es «solo» garantizar la propiedad privada y el cumplimiento de los contratos como piensan los neoliberales. Ni siquiera los neoliberales pueden negar esto, aunque no les termine de gustar y sigan proclamando la utopía de un mercado que no fuera regulado en absoluto. […]
El Estado organiza las reglas de los intercambios económicos. Su función no es «solo» garantizar la propiedad privada y el cumplimiento de los contratos como piensan los neoliberales. Ni siquiera los neoliberales pueden negar esto, aunque no les termine de gustar y sigan proclamando la utopía de un mercado que no fuera regulado en absoluto.
Pero además, el mercado nunca actúa solo y por sí mismo, de forma como la teoría de la «mano invisible» postula, sino dentro de una forma de organización prevista por el Estado o algún mínimo de organización política. Los intercambios comerciales se producen dentro de marcos de regulación que implican alguna forma de organización política.
Idealmente se puede hablar de la existencia de intercambios entre individuos regidos únicamente por los gustos y preferencias de cada uno, por la necesidad de «maximizar» los beneficios personales. Pero eso sólo idealmente, en el sentido de una situación ideal y sin referencia al mundo empírico, no en el sentido de un ideal que proponga una norma. En la realidad, los intercambios están asegurados y normados por el Estado. Los intercambios y las fuerzas económicas actúan en determinados marcos de regulación política, incluyendo las normas respecto al trabajo y que aseguran cierta protección a los trabajadores frente al poder del capital.
Se ha hablado mucho, a favor o en contra, de que el Estado no debe regular la economía, pero eso es caer en un error. Los procesos de liberalización, privatización, desregulación, etc., son formas en las cuales el Estado legisla a favor del capital y en contra del trabajo y el trabajador. Por lo tanto, la ingerencia del Estado en la economía (los intercambios) es sustancial. Durante ya un par de décadas, los estados fueron utilizados para legislar a favor del capital, como parte de las estrategias de acumulación mundial de capital. Fue una fiesta en la que se emborracharon unos cuantos y se pasó la factura y la resaca a muchos, como se está viendo en la crisis financiera mundial.
Franz Hinkelammert recuerda que en la película Jurasic Park, los dinosaurios estaban encerrados para que los humanos pudieran vivir. Si se dejan los dinosaurios a su gusto, los humanos están en peligro. Y cuando se trata del mundo real, no hay un helicóptero que nos venga a salvar al final cuando se trata de los «global players» de la globalización: las transnacionales y los organismos financieros internacionales. Hay que legislar sobre ellos, encontrar una modulación del Estado en la economía para que no se produzcan estas orgías financieras que han producido la crisis económica global.
En efecto, se dejó que los capitalistas hicieran lo que quisieran y eso significa que actúe el «interés de maximizar los beneficios», una expresión de buen gusto para decir que utilicen todos los medios que encuentren para aumentar sus ganancias. Está pasado de moda, pero ya la religión establecía controles para la codicia. Al perder toda referencia a estos controles que servían para favorecer la vida, se tienen crisis económicas globales, entre las que se encuentran la crisis de empobrecimiento permanente del «tercer mundo» y la crisis ambiental debida a un modelo de producción y consumo suicida.
Dejar al mercado la solución de problemas que ha creado el mercado es absurdo. Y no obstante, eso es lo que proponen los economistas neoliberales más insistentes. Según su explicación, la crisis económica financiera no se hubiera creado si no es por la intervención de la FED (la reserva federal estadounidense). Pero además, insisten que empobrecimiento y crisis ambiental, dos resultados directos del mercado, se resuelven con más mercado. Si se dejara a las fuerzas del mercado (la mano invisible) totalmente libres, éstas encontrarían la forma de asignar bienes y recursos de manera óptima. Lo que se ve, crisis en mano, es decir, empíricamente, es que dejar libres a las fuerzas del mercado es dejar libres fuerzas compulsivas que tienden a la destrucción de las relaciones sociales y a la naturaleza (marco natural de la vida humana).
Los estados tienen que intervenir a favor de los más débiles y deben intervenir también para proteger el ambiente. Si fuera en función de la maximización de los beneficios, el ambiente se puede destruir completamente si eso deja ganancias. Por lo tanto, el Estado debe intervenir para proteger el ambiente, aunque eso sea visto como una «distorsión» de la economía. Igualmente se debe intervenir para favorecer a los más pobres, aquellos que no han sido favorecidos por el propio mercado y darle las condiciones para que puedan vivir. Pero esto significa redistribución vía impuestos u otras medidas. Por supuesto que esto espanta a un neoliberal, pero el neoliberal está centrado en la ganancia, en tanto que se debe ir más allá y centrarse en la vida concreta de los hombres y mujeres concretos.
Ahora parece quedar poca duda de que el Estado debe intervenir. El problema es que el Estado ha intervenido a favor de los grandes capitales para que no se vayan a pique por seguir con la lógica de maximizar sus beneficios a través de los malabares financieros. En tanto que aquí se propone que el Estado debe intervenir a favor de la vida humana y de la naturaleza. Cuestión que es distinta a la intervención de los bancos centrales para salvar a sus instituciones financieras.
Ya en 1998, en su libro Sacrificios Humanos y sociedad occidental: lucifer y la bestia, advertía F. Hinkelammert: «Lo que hace falta es un equilibrio de mercado y planificación, que canalice el mercado de una manera tal que asegure la vida de los hombres y de la naturaleza.». Cómo se produzcan las relaciones entre economía y Estado es una cuestión que todavía se debe seguir pensando, si no se quiere estar en Jurasic Park sin helicóptero que pueda intervenir.