Después de su debacle hace poco más de un año en Cancún, la Organización Mundial de Comercio (OMC) parecía moribunda. Las negociaciones no avanzaban. Estados Unidos y la Unión Europea no cedían a las demandas de acceso a sus mercados y de recortes a los subsidios agrícolas hechos por los grandes países agroexportadores del Sur, […]
Después de su debacle hace poco más de un año en Cancún, la Organización Mundial de Comercio (OMC) parecía moribunda. Las negociaciones no avanzaban. Estados Unidos y la Unión Europea no cedían a las demandas de acceso a sus mercados y de recortes a los subsidios agrícolas hechos por los grandes países agroexportadores del Sur, liderados por Brasil y la India y agrupados en el G-20. Tampoco cedían a las demandas del G-33 y el G-77 -grupos de países más pobres- por un trato especial que les permitiera proteger a sus mercados nacionales y a los pequeños productores rurales. Los países del Sur resistían los intentos de las superpotencias del Norte de imponer una nueva ronda de negociaciones que tocara nuevos temas, como inversiones y competencia, y tampoco estaban dispuestos a resolver pendientes, como recortes arancelarios, servicios y derechos de propiedad intelectual.
Todo indicaba que el sacrificio del campesino coreano Lee Kyung Hae y la lucha en las barricadas en Cancún habían contribuido a un golpe casi mortal a esta institución del poder de las grandes corporaciones trasnacionales.
Pero la OMC es como un gato con nueve vidas: cada vez que parece estar muerta, sus patrocinadores en el Norte encuentran la manera de revivirla. Esta vez ocurrió a través de una serie de negociaciones en Ginebra sobre el «marco» para las futuras negociaciones. No se esperaba nada nuevo, pero Estados Unidos y Europa lograron sacarse de la manga una victoria. La traición al Sur por los gobiernos de los países líderes del G-20, sumado a la ya antigua promoción de varias ONG internacionales a favor del concepto de la «Caja de Desarrollo» abrieron el camino a esta victoria del Norte. Y en esto hay lecciones muy importantes para los movimientos sociales.
Primero: confiar en los gobiernos de países con economías gigantescas e intereses propios, como Brasil y la India, es una ilusión. Brasil quiere un mayor acceso para sus agroexportadores a los mercados europeos y norteamericanos. El gobierno de Lula ha amarrado su carreta al caballo de la agroexportación. El ministro de Agricultura, Roberto Rodrigues, es ex presidente de la cámara de agroindustria, ex consultor de Monsanto y feroz defensor de los transgénicos.
Como dijo en Cancún un líder de Vía Campesina: «Cualquiera que piense que al exportar una tonelada más de soya de Argentina o Brasil, muere un niño menos por inanición, no entiende acerca de la dinámica de la pobreza». El incremento en la cantidad de soya para exportación en Brasil y Argentina está sacando a miles de familias rurales del campo, sumergiéndolas en una pobreza cada vez más aguda.
Lo que más necesita la gran mayoría de los productores rurales son precios justos y acceso a sus propios mercados locales y nacionales. El comercio libre hace que esto sea imposible. En cambio, permite a las corporaciones extranjeras usar los precios artificialmente bajos -por la competencia desleal- para acaparar los mercados nacionales.
Segundo: creer que es posible «una OMC con cara humana» es una trampa. Desde hace años, ONG internacionales, como Oxfam-Gran Bretaña, hacen cabildeo en favor del concepto de la Caja de Desarrollo, como un mecanismo para aminorar los efectos nocivos de la OMC. La idea original era negociar una «caja» en la OMC -un conjunto de excepciones- en la cual los países pobres colocarían sus productos «sensibles» a las importaciones baratas, como los alimentos básicos. Dichos productos sensibles estarían sujetos a menos «disciplina» de parte de la OMC (menor reducción de aranceles y menor apertura de mercados), así confiriendo un grado de protección al sector campesino y a la seguridad alimentaria. Después el gobierno de la India propuso agregar a esta «caja» la demanda de mayor acceso a los mercados del Norte y algún recorte de subsidios agrícolas en Estados Unidos y Europa.
Desde el inicio, esta propuesta fue criticada por los movimientos sociales, como Vía Campesina, debido a que acepta las reglas de juego de la OMC y, en el mejor de los casos, a cambio de protecciones muy ligeras, dejaría campo abierto a la liberalización y privatización de todo lo demás.
Según el analista Walden Bello, después de Cancún el concepto quedó como mera idea que parecía no contar con suficiente apoyo. Pero ante la negativa de los países del Sur a avanzar en las pláticas, los negociadores del Norte, especialmente el de Estados Unidos, Robert Zoellick, decidieron aceptar, al menos en apariencia, algunas demandas del Sur.
Ahora sin el nombre de Caja de Desarrollo, y reducido a lo esencial -protecciones especiales muy limitadas, acceso (mutuo) a mercados y quizás algún recorte de subsidios- resultó ser la llave que necesitaban las superpotencias para lograr la anuencia del G-20 (sobre todo Brasil y la India) al desestancamiento de las negociaciones de la OMC. La gran novedad de julio fue simplemente un acuerdo mutuo Norte-Sur de recortar más sus aranceles (mayor apertura de mercados en todos lados) y la «promesa» de parte del Norte de negociar en el futuro la posibilidad de protecciones especiales y recortes de sus subsidios. O sea, más libre comercio y más promesas.
Según Vicente Paolo Yu III, del South Centre, en Ginebra, fue «gracias al esfuerzo y cabildeo de las ONG internacionales en Ginebra» que este «avance» fue posible. Pero es un verdadero desastre. De nuevo demuestra la no confiabilidad de los partidos políticos de la izquierda light en el poder.
Hace un par de años, en el Foro sobre el ALCA en Quito, al escuchar a la representante de una ONG internacional que hablaba maravillas de la Caja de Desarrollo y las posibilidades de trabajar «dentro del sistema», un campesino del Sur dijo: «Proponen negociar la muerte lenta en lugar de la muerte rápida. No nos interesa ni su versión ni la oficial. No queremos una OMC menos mala, ni una ALCA mejor». Lo triste es que fue precisamente la ilusión de una OMC mejor la que permitió revivir al monstruo moribundo.
Peter Rosset es investigador del Centro de Estudios para el Cambio en el Campo Mexicano (CECCAM)