Cada vez más frecuentemente se leen o escuchan referencias al milagro brasileño. Un país que tardó tantas décadas en reemplazar el imperio por una república y en abolir la esclavitud, asolado por la miseria y bien latinoamericano, parecía en el siglo XXI aproximarse inexorablemente al liderazgo mundial. Brasil se transformó en la sexta economía mundial, […]
Cada vez más frecuentemente se leen o escuchan referencias al milagro brasileño. Un país que tardó tantas décadas en reemplazar el imperio por una república y en abolir la esclavitud, asolado por la miseria y bien latinoamericano, parecía en el siglo XXI aproximarse inexorablemente al liderazgo mundial. Brasil se transformó en la sexta economía mundial, un activo miembro del exclusivo grupo de emergentes premium, los BRICS, y un protagonista en foros multilaterales como las Naciones Unidas. Además, el brasileño Roberto Azevedo acaba de ser nombrado director de la OMC, y organizarán el próximo Mundial de Fútbol y las Olimpíadas. Empresas brasileñas se expanden por África, Oriente Medio, América Latina y el Caribe. La cancillería brasileña es frecuentemente elogiada por haber logrado esa proyección global «exitosa». Sin embargo, el hechizo pareció romperse hace pocas semanas. O, al menos, los análisis simplistas sobre la realidad brasileña.
El 20 de junio último, cuando cerca de un millón y medio de manifestantes salieron a las calles en todo el país, un grupo invadió e intentó incendiar el Palacio de Itamaraty, sede del Ministerio de Relaciones Exteriores. ¿Tienen alguna relación las movilizaciones con las políticas de la cancillería brasileña? Aunque no directamente, la explosión de demandas sociales y la crisis política plantean la necesidad de una revisión crítica de la inserción internacional y la política exterior del gigante del sur. Se requiere una reflexión más profunda: ¿es Brasil realmente una potencia? ¿Cuáles son las debilidades de su inserción internacional? ¿Qué falló en el milagro brasileño, para que siga siendo uno de los países más desiguales del mundo? ¿Es acertada la estrategia de morigerar el enfrentamiento con las potencias del norte en función de un poco probable ingreso con asiento permanente al Consejo de Seguridad de la ONU?
La política exterior brasileña, durante los diez años de gobierno del Partido de los Trabajadores (PT), tuvo un alto impacto: derrota del ALCA, victorias en la OMC en la lucha contra los subsidios distorsivos de Estados Unidos, Europa y Japón, oposición a la invasión a Irak, integración latinoamericana por fuera de la órbita de Washington (ampliación del Mercosur, creación de la Unasur y la Celac), cumbres América del Sur-Países Árabes (ASPA). Brasil se transformó en un protagonista en foros multilaterales (ONU, G-20 financiero), gracias a la convergencia con otros emergentes. Intentó mediar en el conflicto Palestina-Israel, en la crisis con el Líbano y en las relaciones con Irán. Además, fue sede de la Cumbre medioambiental Río+20 y recibió al Papa Francisco en su primera gira internacional.
Esa política exterior que brega por el multilateralismo y por una mayor autonomía de los países de la región también tiene sus límites: Brasil no logró la consolidación del Mercosur (atravesado por recurrentes crisis comerciales y políticas), muestra una actitud ambivalente en relación con Estados Unidos (por ejemplo, Dilma Rousseff no participó en la Cumbre de Cochabamba de la Unasur que el 4 de julio rechazó la retención de Evo Morales en Europa), pretende retomar las negociaciones para establecer un tratado de librecomercio Unión Europea-Mercosur. Estos límites se explican por motivaciones económicas y geoestratégicas. Brasil no cuestiona el esquema extractivista y es uno de los principales exportadores mundiales no sólo de bienes agropecuarios, sino también de productos mineros y armamentos. Al mismo tiempo, la cancillería promueve la expansión de multinacionales brasileñas, que tienen una creciente presencia en el Hemisferio Sur. Por otra parte, ese país aspira, hace por lo menos dos décadas, a reformar la Carta de la ONU y conseguir un asiento permanente en el Consejo de Seguridad. No pretende transformar las bases del orden hegemonizado por Estados Unidos, sino un reparto de poder más equitativo. Esa apuesta, según reconoce la propia cancillería, tiene costos. Por ejemplo, explica la limitación brasileña para consolidar una integración regional antiimperialista. Brasil no pertenece al centro ni a la periferia del orden mundial. En términos de Immanuel Wallerstein, sería un típico país semiperiférico. Esa condición es la base para entender las contracciones de su proyección global. Brasil busca liderar América del Sur como plataforma para consolidar su aspiración de ingresar al selecto grupo de países que dirigen el mundo. Los críticos señalan que esa aspiración es ingenua y que Washington la utiliza para morigerar las posiciones de Itamaraty. Así, Brasil opera como una valla de contención frente al bloque de países del ALBA y sus eventuales aliados. Estados Unidos sabe que necesita de Brasil para estabilizar su patio trasero.
En ese sentido, el rol de Brasil liderando la Minustah (Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití) nos recuerda la advertencia del sociólogo brasileño Ruy Mauro Marini del carácter subimperial que puede jugar el país del sur. Desde su óptica, estos centros medianos de acumulación se caracterizan por el ejercicio de una política expansionista relativamente autónoma, que se acompaña no sólo de una mayor integración al sistema productivo mundial, sino que se mantiene en el marco de la hegemonía ejercida por el imperialismo a escala internacional. La forma particular de esa política externa sería la cooperación antagónica con las potencias, que explica la coexistencia entre una estrecha colaboración brasileña con la estrategia geopolítica de Washington en la estabilización (contrarrevolucionaria) de América Latina, y los recurrentes choques puntuales con el gigante del norte. Estos últimos no se explican por un cuestionamiento de la estrategia estadounidense, sino por la necesidad de ampliar las ventajas y espacios para la propia expansión brasileña. La política de Itamaraty oscila entre mostrar a Brasil como un actor global responsable -en el sentido de ser capaz de contribuir a estabilizar el sistema mundial- y a la vez unirse a los demás países de la región para repudiar el espionaje masivo de Estados Unidos y las presiones europeas para evitar la llegada de Snowden, tal como fue denunciado en la Cumbre presidencial del Mercosur, el 12 de julio. Los dilemas y contradicciones de Itamaraty afectan a toda América Latina, que precisa romper las barreras de dependencia. La idea de que se puede liderar la región con el auspicio estadounidense es sumamente ingenua. Movimientos sociales en toda América Latina, al igual que lo están haciendo muchos jóvenes movilizados en Brasil, cuestionan las alianzas (subordinadas) con las potencias del norte. La última Cumbre del Mercosur, que denunció las injerencias imperiales, arroja una luz de esperanza y muestra la necesidad de retomar el camino que privilegió la región al rechazar el ALCA, hace ocho años.
Leandro Morgenfeld. UBA/CONICET. Autor de Vecinos en conflicto. Argentina y Estados Unidos en las conferencias panamericanas (Ed. Continente, 2011), de Relaciones peligrosas. Argentina y Estados Unidos (Capital Intelectual, 2012) y del blog www.vecinosenconflicto.blogspot.com
Fuente original: http://www.revistadebate.com.ar/?p=4103