Prisionera de Stalin y de Hitler, Margarete Buber-Neumann sobrevivió a Siberia y a Ravensbrück. Durante su cautiverio maduró un compromiso: viviría para dar testimonio. El resultado de esa convicción, que hizo de la escritura un arma de combate y un acto de memoria, fueron siete libros, decenas de artículos periodísticos y guiones para radio y televisión. Su obra es considerada como una de las miradas más agudas y humanas sobre la «era de los campos de concentración».
De Potsdam a Moscú. Margarete (1901-1989) nació en el corazón de Prusia, en una familia de burgueses conservadores y monárquicos. A los 21 años se fue a Berlín donde se hizo comunista. En 1928 ya se había transformado en una revolucionaria profesional y creyó que llegaba al paraíso cuando ese año visitó Moscú como delegada a los festejos del Primero de Mayo.
Muy joven se casó con Rafael Buber, compañero de militancia e hijo del filósofo alemán Martin Buber, con quien tuvo dos hijas. Tiempo después el matrimonio naufragó. «Al entrar al partido uno debía renunciar a su vida privada», escribió Margarete en su autobiografía, y ese renunciamiento no fue ajeno a la separación. Buber se había alejado del partido, lo que para ella hacía imposible la vida en común. Durante dos años vivió sola con las hijas hasta que la justicia le quitó la tenencia de las niñas y se la dio a su suegra.
A fines de los años veinte se enamoró de Heinz Neumann y, aunque no se casaron, ella añadió el apellido de su compañero al suyo. Heinz era un joven y destacado militante comunista: espartaquista en 1919, diputado del Reichstag, agente del Komintern en China, hombre de confianza de Stalin y dirigente junto a Ernst Thaelmann del Partido Comunista Alemán en los decisivos años que precedieron al ascenso del nacionalsocialismo.
En 1930 el nazismo se recortaba en el horizonte como el mayor peligro en la vida del país. En las elecciones de setiembre de ese año, el voto de seis millones de ciudadanos convirtió al Partido Nacional Socialista (nsdap) en la segunda fuerza política de Alemania. En Moscú, Heinz Neumann alzó su casi solitaria voz para discrepar con la monolítica línea oficial de la Internacional Comunista. En el Comité Ejecutivo dijo que la socialdemocracia no era el enemigo principal de la clase obrera, que la amenaza real era el fascismo y propuso la formación de un frente único con los socialdemócratas. Cuando volvió a Berlín, con amargura, le confió a Margarete que antes de partir Stalin le había dicho: «¿No cree usted que si los nacionalsocialistas se hacen con el poder en Alemania estarán tan ocupados con el mundo occidental que aquí nosotros podremos edificar tranquilamente el socialismo?».
Un año después, aunque los hechos le habían dado la razón, Heinz fue destituido de su cargo en el partido. La pareja partió a Suiza, donde vivieron sin documentos y aislados de la vida partidaria hasta que, por azar, Heinz fue arrestado por la policía. Hitler pidió su extradición, pero el gobierno suizo se negó a entregarlo y lo escoltó a Le Havre donde se embarcó en un navío ruso. Moscú se ofrecía a darle refugio: había comenzado a estrecharse el cerco que lo llevaría a la muerte.
Margarete y Heinz se instalaron en el hotel Lux, sede del Komintern y sitio de alojamiento para los militantes extranjeros. Eran políticamente sospechosos; estaban sometidos a vigilancia permanente y asistían en silencio a las grandes purgas que empezaron en 1936. Todos los días algún antiguo compañero era detenido, ejecutado o deportado. La tchistka (limpieza) había alcanzado tal magnitud que en Moscú comenzó a circular una broma. Dos hombres se encontraban en la calle y, hablando sobre la guerra civil en España, comentaban: «¿Viste que cayó Teruel?». «¿Qué? ¿Y su mujer también?» «No. Teruel es una ciudad.» «¡Dios mío!, ahora arrestan ciudades enteras.»
Durante dos años, la Comisión Internacional de Control citó a Heinz para que hiciera un acto público de contrición y se responsabilizara por su conducta «fraccionalista». A fines de 1936, Dimitrov, secretario general del Komintern, lo convocó para trasmitirle un mensaje del camarada Stalin: el partido le tendía una mano y le daba la posibilidad de volver a ser un auténtico bolchevique. Como prueba de la reconversión tenía que escribir un libro sobre el VII Congreso del Komintern, admitiendo sus errores políticos y confirmando la justeza de la política oficial. Neumann no escribió el libro y fue arrestado por la policía política soviética (NKVD).
Después de la detención Margarete pasó a ser la mujer de un «enemigo del pueblo». Le retiraron los documentos, perdió el trabajo de traductora y la confinaron a un ala del hotel Lux donde ahora el gobierno amontonaba a los familiares de los caídos en desgracia. Se enteró de que Heinz estaba en la Lubianka pero nunca le permitieron verlo ni reconocieron la detención. 50 años después Margarete supo la verdad: Heinz Neumann fue condenado a muerte y fusilado en noviembre de 1937. El cuerpo nunca apareció.
En junio de 1938 llegó su turno. Fue arrestada y la enviaron a la prisión de Butirki. Dice Margarete que el hacinamiento y los interrogatorios nocturnos no fueron lo peor de esa prisión moscovita; para ella lo más duro era ver cómo la mayoría de las prisioneras rusas rivalizaban en devoción y fidelidad al partido, repetían que eran víctimas inocentes de una calumnia trotskista y aceptaban su destino porque era necesario defenderse de los traidores.
Una comisión especial examinó su caso. Fue acusada de organización contrarrevolucionaria y agitación contra el Estado soviético. El juicio, que no tuvo abogado ni derecho de apelación, duró apenas unos minutos. Días después, una sentencia firmada por Beria (1) la condenó a cinco años en un campo de trabajo y reeducación.
La estepa del hambre
Kazajstán fue, desde la época zarista, sitio de castigo y confinamiento; bajo el estalinismo las deportaciones al centro de la estepa rusa se hicieron masivas. Por sus gulags pasaron 800 mil alemanes, 600 mil ucranianos, 100 mil polacos y otros miles de disidentes rusos. (2) A principios de 1939 Margarete ingresó con el número 174.475 al campo de Karaganda, a 2.500 quilómetros de Moscú. Esa ciudad, que hoy es uno de los centros industriales más importantes de Kazajstán, fue construida por el trabajo esclavo de miles de prisioneros.
Rodeado por desierto y montañas, 50 quilómetros separaban cada uno de los cinco sectores que formaban el inmenso gulag de Karaganda. La primera imagen que Margarete tuvo del campo fue la de una multitud de seres agónicos, con la cara hundida y los ojos anormalmente grandes, sin dientes, vestidos con uniformes grises y raídos.
El hambre era lo más penoso de Karaganda. La alimentación estaba organizada según un sistema jerárquico en el que la siempre magra ración de pan y sopa se distribuía en proporción a la cantidad y calidad del trabajo de los prisioneros. Menos podían trabajar, menos comida recibían. Al cabo de un tiempo morían extenuados por el hambre y el frío, abatidos por la brucelosis, llenos de piojos. Sólo se libraban de aquellas interminables jornadas en la mina o en el campo cuando ocurría un «hecho fantástico»: el cielo se volvía color azufre, el ganado corría atropellándose en busca de refugio, el horizonte desaparecía. Un viento arrasador anunciaba una inminente tormenta de arena que podía durar más de un día. Ésos eran los únicos días del año en que los prisioneros no trabajaban y se quedaban acurrucados en la barraca.
Si Margarete no siguió el destino de muerte reservado a la mayoría de los detenidos fue gracias a la complicidad de un médico que, al verla agotada por la fiebre y delirando, le firmó un certificado que decía: «No apta para trabajos pesados».
A principios de 1940, el comandante del campo le anunció que sería trasladada. Al cabo de un largo viaje volvió a encontrarse en la prisión de Butirki en Moscú, donde estuvo un mes. Años más tarde escribió que cada vez que evocaba el cautiverio en Karaganda, un único recuerdo invadía su memoria: «Siempre vuelvo a ver un arco de madera clavado en medio de la estepa, a buena distancia de las chozas. Ningún camino conduce al arco, ninguna barrera lo flanquea, ni a la izquierda ni a la derecha. Simplemente un gran arco rematado por grandes letras de madera donde se lee: ¡Viva el XX aniversario de la revolución de octubre!».
En febrero, 28 hombres y dos mujeres fueron llevados por oficiales del nvkd a la ciudad de Brest-Litovsk. Todos los prisioneros habían sido comunistas. La mayoría eran alemanes y austríacos; algunos, además, judíos. Venían de Moscú y, antes, de lejanos gulags. Una de las dos mujeres era Margarete. Los agruparon a la entrada del puente que cruza el río Bug. Por el uniforme oscuro y el paso firme, los detenidos reconocieron en el hombre que se acercaba a un oficial de las ss. El militar alemán saludó con cortesía al oficial soviético a cargo de la operación. Revisaron con prolijidad los nombres de los detenidos: los entregaban a Hitler. Uno, que era judío; otro, que había sido condenado en rebeldía en Alemania y un tercero, viejo militante comunista, se resistieron. Los del nvkd los golpearon y arrastraron por el puente hasta que los oficiales de las ss pudieron dominarlos.
A fines de 1938 la Unión Soviética había cambiado su política exterior, moderando la hostilidad hacia Alemania. Stalin seguía atacando a los países capitalistas, pero en los discursos omitía cualquier referencia al nacionalsocialismo. El acercamiento desembocó en la firma de un pacto de no agresión. Como prueba de amistad y colaboración, Stalin entregó a Alemania a más de mil emigrados políticos: la mayoría murieron en los campos de concentración nazis.
El reino de la muerte
El 2 de agosto de 1940 Margarete y otras 50 prisioneras subieron a un tren que partía con destino desconocido. Dos años antes, Heinrich Himmler, jefe de la Gestapo, había ordenado la construcción de Ravensbrück como parte de los proyectos estratégicos de preparación para la guerra. Los nuevos kz (Konzentrazionslager) permitían alojar gran cantidad de prisioneros: el campo tenía capacidad para 45 mil mujeres y en sus instalaciones la economía del III Reich podía utilizarlas de manera productiva.
A la dureza de las condiciones de Ravensbrück, Margarete sumaba una privación especial, la que le imponían sus compañeras de cautiverio. Las militantes comunistas alemanas y checas la consideraban una traidora enemiga de la Unión Soviética a la que había que aislar.
Mucho después, Margarete reflexionó: «Tantos años pasados en cautiverio me dieron la posibilidad de conocer al ser humano ‘desnudo’. Es muy duro mirarse a uno mismo; y cuando me pregunto cómo logré sobrevivir a siete años de campo de concentración, de dónde saqué fuerzas, no puedo más que responderme: tanto en Siberia como en Ravensbrück, sobreviví porque tuve a mi favor ciertas condiciones. Era fuerte física y psíquicamente; siempre supe guardar un cierto respeto hacia mí misma; siempre encontré personas para las que yo era necesaria; siempre tuve la suerte de compartir la felicidad de la amistad, de las relaciones humanas».
El preciado regalo de la amistad en Ravensbrück tuvo un nombre: Milena Jesenská, periodista checa, amiga y traductora de Franz Kafka. Desde la primera hora, se hicieron íntimas, se sostuvieron y se ayudaron a sobrevivir. Todo lo que después Margarete escribió sobre Milena respira admiración por su fuerza y libertad espiritual, porque nunca le oyó una palabra que estuviera «a tono» con el campo, por su intransigencia política, porque arriesgaba su vida para salvar la de otras mujeres y sobre todo porque desobedeció el ultimátum de las comunistas que la obligaron a elegir entre la comunidad checa del campo y la «trotskista» Buber-Neuman. De Milena aprendió el arte de preguntar, de investigar. Las dos sellaron un pacto: si sobrevivían, escribirían un libro, «La era de los campos de concentración», en el que analizarían el modelo soviético y el alemán. Tal fue la profundidad de ese vínculo que Margarete escribió: «Agradezco al destino haberme enviado a Ravensbrück y permitirme así conocer a Milena».
En 1942 el lager comenzó a crecer a ritmo intenso. La empresa Siemens hizo levantar allí grandes y modernas fábricas donde trabajaban miles de mujeres. A partir de ese año también aumentó el número de detenidas y empeoraron la alimentación y las condiciones de vida. El sitio se convirtió en campo de muerte.
Seguramente el hecho de que Margarete hablara ruso y supiera escribir a máquina la ayudó a sobrevivir. Ello le permitió trabajar como secretaria e intérprete del director de la «filial Ravensbrück» de Siemens. Nunca se insistirá lo suficiente en la indisoluble alianza de la industria alemana con el sistema de los campos de concentración, que hizo posible la explotación a gran escala de mano de obra esclava. El trabajo se organizaba en el campo como en las fábricas que empleaban a obreros libres. En iluminados talleres, miles de silenciosas prisioneras enhebraban, ajustaban y embalaban las piezas que serían utilizadas en el armado de teléfonos automáticos. Cuando levantaban la vista, tras las amplias ventanas podían ver a otros miles de silenciosos prisioneros construyendo nuevas fábricas. En una ficha se registraba la productividad de cada una de las obreras; si no alcanzaban lo exigido, los capataces llamaban a las guardias ss, que llegaban taconeando, abofeteaban a la «perezosa», la mandaban al sector de disciplina y hacían un informe que marcaba su destino inmediato. Al fin de la semana un prolijo cálculo de rendimiento permitía fijar cuánto habían «ganado». Pero jamás ninguna recibía su salario: Siemens entregaba el dinero a las autoridades del lager. Quien dirigía el implacable sistema de trabajo esclavo era un civil, un ingeniero.
Los últimos días de Ravensbrück
El invierno de 1944 fue el peor para las detenidas. La muerte de Milena, en mayo, hundió a Margarete en la desesperación. En junio supo que las fuerzas aliadas habían desembarcado en Normandía, pero no pudo compartir el entusiasmo de sus compañeras: «¿Para qué vivir si Milena había muerto? La imagen que yo me había hecho de la libertad era inseparable de ella. La esperanza, los proyectos de futuro, los habíamos forjado juntas».
Con el avance del Ejército Rojo, los alemanes decidieron evacuar Auschwitz. Si hasta ese momento las de Ravensbrück creían que habían vivido lo peor, al ver llegar a las sobrevivientes de aquel campo, en el trato con esas mujeres famélicas y embrutecidas que habían perdido todo rastro de humanidad, comprendieron que el pozo podía ser mucho más hondo.
La inminencia del fin de la guerra hizo que la vida del lager empeorara y se hiciera más compleja. Las comunistas estaban en una situación difícil. El resto de las detenidas no hacía diferencia entre las ss y cualquier cosa que fuera alemana. Pero eso no era todo: las comunistas de otras nacionalidades también fueron ganadas por un repentino nacionalismo y responsabilizaban a sus «camaradas» alemanas por no haber impedido que el nazismo llegara al poder. Por otro lado, aunque los rusos estaban casi sobre el Oder, las autoridades del campo actuaban como si aquello fuera a durar toda la vida. El complejo industrial de Ravensbrück construía nuevas usinas y las detenidas seguían cosiendo uniformes de invierno para la temporada 1945-1946. El asesinato se hizo masivo. Todas las mujeres de más de 50 años, las que habían tenido gripe, las que habían escapado al tifus pero aún estaban débiles para trabajar, entraban en la larga lista de muerte que hacía el doctor Winkelmann. Se decía que para tomar la decisión al médico le bastaba con echar una mirada sobre las cabezas de las detenidas: las que tenían canas eran separadas del resto. En febrero de 1945, 4 mil prisioneras fueron enviadas a las cámaras de gas.
En abril de ese año los rusos casi llegaban a las puertas de Ravensbrück. Margarete fue liberada junto a otras detenidas y escapó así a un nuevo cautiverio. Durante dos meses erró por una Alemania en ruinas. El paisaje era el mismo en todos lados: caminos reventados, puentes rotos, restos de construcciones con las vigas retorcidas. La multitud deambulaba por calles destrozadas, sin casas. Hombres y mujeres que volvían en busca de un hijo, de un hermano, de lo que hubiera quedado de la familia.
La escritura como acto de memoria
Después de siete años de cárcel y campo de concentración, Margarete se reencontró con la madre. Supo que el padre, muerto durante la guerra, la había desheredado y que sus dos hijas vivían en Jerusalén y admiraban a la Unión Soviética, el país que había derrotado al nazismo.
Partió a Estocolmo, donde un millonario sueco le consiguió una casa y un trabajo como oficinista. Allí empezó a escribir el libro que había sido pensado como una obra a dos voces. No se sentía capaz de hacerlo pero recordaba la opinión de Milena: «Alguien que sabe contar como tú, sabe también escribir. (…) Todo el mundo es capaz de escribir. Lo que pasa es que aún no superaste tu educación prusiana».
Prisionera de Stalin y de Hitler se publicó en Suecia en 1948. (3) Por primera vez un libro analizaba en paralelo los dos universos concentracionarios: «Las dictaduras de Hitler y Stalin mostraron que la industria moderna puede sacar el mejor partido del empleo de esclavos (…). Los campos de concentración rusos, como los de Alemania, fueron puestos en marcha para aislar a los enemigos del Estado; no es menos cierto que los dos sistemas, fundados sobre el mismo desprecio del individuo, terminaron por obtener recursos, en situaciones críticas, de la explotación del esclavo». Por esa razón ambos sistemas le merecían igual y absoluto repudio.
Su benefactor se indignó porque consideró que el libro era una obra de propaganda antisoviética. Margarete perdió la casa y el trabajo y volvió a Alemania, donde viviría hasta su muerte.
En 1963 empezó a trabajar en la biografía de Milena. La inspiraban las palabras que ella le dijo antes de morir: «Sé que, al menos, tú no me olvidarás. Gracias a ti podré seguir viva. Le dirás a la gente quién fui y serás tolerante al juzgarme». El resultado es un conmovedor libro-homenaje, el amoroso testimonio de una amistad femenina. Pero la obra trasciende el valor testimonial. A partir de una profunda investigación, la autora rescata el trabajo periodístico de Milena, la amistad con Kafka, su compromiso con la resistencia checa y hace una apasionante travesía por el mundo artístico de Praga y de Viena en los años de entreguerras.
Margarete dedicó el resto de su vida a denunciar el comunismo soviético. No porque lo considerara más perverso que el nazismo sino porque éste había caído mientras que las cárceles y gulags de aquél continuaban devorando a miles. Toda su obra, en la que combina historia y memoria personal, se anuda con ese compromiso político. En 1957 publicó De Potsdam a Moscú. Etapas de un extravío, libro autobiográfico sobre su militancia comunista; luego siguieron La revolución mundial (1967) y La clandestinidad comunista (1970) en los que historiaba las actividades del Komintern; La llama apagada (1976) y finalmente un último libro autobiográfico, Libertad, de nuevo eres mía (1978) que relata los años que siguieron a la liberación.
La militancia contra la propaganda que la Unión Soviética desplegaba en Europa, y el silencio de muchos intelectuales de izquierda, la impulsaron a participar en juicios, conferencias y asociaciones. Animó, junto a Arthur Koestler, el Congreso por la Libertad de la Cultura y participó del Comité para la Liberación de las Víctimas de la Arbitrariedad. En 1986 la invitaron a participar en el encuentro de las ex deportadas de Ravensbrück pero no pudo estar presente porque ya estaba muy enferma. Margarete murió en Fráncfort tres días antes de la caída del muro de Berlín.
Notas
1) Principal ejecutor de la política represiva de Stalin. Fue expulsado del Partido Comunista y ejecutado en 1953.
2) Durante el confinamiento en uno de esos campos Alexandr Solzhenitsyn gestó su novela Un día en la vida de Iván Denisovich.
3) El mismo año el libro fue publicado en alemán. En 1949, Deportée en Sibérie (primera parte de la obra) se editó en Francia. La continuación, Deportée en Ravensbrück, tuvo que esperar 40 años y aun hoy en Francia se mantienen como dos obras independientes.