Poeta, editor, albacea literario de León Felipe, ácrata resistente a las etiquetas, gallego en permanente exilio y ‘desexiliado’ finalmente en Zamora, donde falleció en 2007 con 87 años, Alejandro Finisterre ha pasado a la historia, sin embargo, como el inventor del futbolín.
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REALIDAD Y LEYENDA. Finisterre no sólo inventó el futbolín, sino la historia que lo atestigua. / Daniel Sancho
No se cumple ningún aniversario digno de mención que justifique glosar la figura de Alejandro Finisterre, motivo suficiente para recordar su historia.
Alejandro Finisterre (Finisterre, 1919 – Zamora, 2007) inventó el futbolín, que ya estaba inventado, y contó su peripecia a quien quiso escucharla. «Conseguí la inmortalidad a los diecisiete años. Este pequeño juguete, que igual entra en los cuarteles que en las cárceles que en los mejores barrios de todo el mundo, es mi pequeña contribución a la humanidad, la huella de que Alejandro Finisterre estuvo aquí, de que estuve vivo. Y ya estoy mentando mucho la soga en casa del ahorcado, que todavía me queda obra por delante», le resumió al escritor Manuel Ruiz Torres en 2003. La historia que contó Finisterre arranca en Madrid en 1936, cuando una bomba nazi -le gustaba puntualizar- lo sepultó entre cascotes. Lo llevaron a Valencia y más tarde al hospital de la Colonia Puig de Montserrat en Barcelona, y allí ocurrió la escena del hallazgo. La mayoría de los convalecientes eran mutilados de guerra, niños sin infancia ni juegos, de modo que Finisterre, inspirándose en el tenis de mesa, concibió la idea del futbolín en las Navidades de 1936.
Con la ayuda del carpintero vasco Francisco Javier Altuna, construyó la mesa y las figuras y, por consejo del líder anarquista Joan Busquets, patentó el invento en 1937. Pero una década más tarde, en el transcurso de su huida a Francia, la patente se perdió convertida en argamasa cuando cruzaba los Pirineos bajo una tormenta que duró diez días. En la mochila sólo llevaba el documento que le acreditaba como autor del futbolín, una lata de sardinas y dos obras de teatro: Helena y Del amor y la muerte. En 1948, instalado en París, supo que un compañero de hospital, Magí Muntaner, del POUM, había patentado también el futbolín en Perpiñán y que la carta que le escribiera a Finisterre para comunicárselo se había perdido. Curioso, cuando menos, tanto afán patentador. Muntaner murió en el maquis y la compañía que fabricaba el futbolín con su patente le terminó proporcionando a Finisterre el dinero del pasaje para la primera etapa de su largo exilio: Ecuador. Se recoge aquí la versión de los hechos que Finisterre le trasladó a Nuria Navarro en una entrevista publicada en El Periódico el 28 de mayo de 2004.
Jugadores fundidos
Era el futbolín original de Finisterre una caja de madera de pino que albergaba jugadores torneados en madera de boj, pero el que encontró popularizado al regresar a España en los años ’60 lo componían, según sus propias palabras, «jugadores fundidos en un metal que había segado la vida de más de un español; algo tenían de soldaditos de plomo que pateaban aquellas bolas compactas como balas de cañón».
Las pelotas originales eran de corcho aglomerado, más proclives a los efectos. Sugería divertido Finisterre que convendría buscar la patente en los Archivos de Salamanca, y lo hacía poco antes de comentar sus partidas de futbolín con el Che en el Centro Republicano Español de Guatemala y de relatar luego que, tras el golpe de Estado de Castillo Armas, quisieron deportarlo a Madrid en avión, pero amenazó con estrellar el aparato en pleno vuelo y se convirtió así en el primer secuestrador aéreo de la historia.
Leyenda
El singular género de las necrológicas encontró en la muerte de Alejandro Finisterre el punto de partida para la construcción de una leyenda. Pues, como él mismo previó, el titular que resumía su vida aludía de forma invariable a su condición de «inventor del futbolín».
En los enmarañados debates que lo recuerdan, Finisterre es citado con aprecio por las generaciones que se criaron entre futbolines y billares, y las semblanzas de su trayectoria literaria -y su destacado papel en el exilio- se confunden con un anecdotario interminable.
También hay quien anda empeñado en recordar que existen patentes de fútbol mesa desde el año 1890, y un alemán de nombre Brotto Wachter o un suizo conocido como Mr. Kicker que le disputan la paternidad del asunto. Personajes secundarios, no obstante, de la narración que de sí mismo hizo Alejandro Finisterre, inventor del futbolín y de la historia que lo atestigua.