Frase creada por mi amigo «el chino» entre conversas callejeras pero en un momento preciso para entender mejor lo que verdaderamente supone «producir política»; una buena invención para los tiempos que vale la pena sacarle el jugo para ver que hay en ella. Es muy común oír decir entre autonombrados políticos: «la iglesia no tiene […]
Frase creada por mi amigo «el chino» entre conversas callejeras pero en un momento preciso para entender mejor lo que verdaderamente supone «producir política»; una buena invención para los tiempos que vale la pena sacarle el jugo para ver que hay en ella. Es muy común oír decir entre autonombrados políticos: «la iglesia no tiene que meterse en asuntos políticos» y luego lo ratifican -palabras mas palabras menos-: «la iglesia debe limitarse a su papel moral y de preservación de los valores, mientras que nosotros hemos asumido la condición de ser políticos como lo es mi caso» (William Lara). Mas tarde el cardenal repica que efectivamente su papel «no es el de hacer política, solamente estamos defendiendo la vigencia de los derechos y valores humanos, pero…». También nuestros buenos y angelicales dirigentes del movimiento estudiantil de «manos blancas» repetirán que ellos «no son políticos». Estamos ante un juego de poderes que, para ministros, cardenales o «estudiantes», no es más que la ratificación de un orden sistémico donde cada quien confronta y trata de legitimar su papel propio. La política es un oficio «para los políticos»; un asunto lleno de actos y saberes «un poco sucios ciertamente» donde «yo no estoy ni me meto», o al contrario, asumo que me meto, siendo el «sabedor y representante» de los intereses colectivos. Nuestro oficio, dirán nuestros políticos, es el de luchar para tener el poder que la ley me da para ejercer esa representación. Representatividad y total individualización de la política, todo esto nos recuerda la vigencia de un mundo totalmente individualizado y fragmentado donde: la ciencia es «para los científicos», la guerra «para los militares», la justicia «para los jueces», la economía «para los economistas y empresarios», la defensa sindical «para los sindicalistas», las gerencias «para los gerentes» y así sucesivamente hasta el fin de los oficios, cada quien jugando el rol que le toca en su casta respectiva.
Maniobras absurdas y alienantes las de estos amigos, muy viejas entre los juegos ideológicos que legitiman la desigualdad social y la continuidad escondida de las castas sociales. Pero menos mal estamos en un momento en que los hechos van poco a poco desmoronando esta imposición monopólica de oficios y que hace parte del sustrato mismo del dominio capitalista: la división social del trabajo. Inversamente a lo que afirman el amigo William Lara, el hiperreaccionario cardenal Urosa, o los jóvenes y buenos de Goycochea y Stalin, ocurren en estos momentos un conjunto de pequeños y grandes acontecimientos en el seno de las clases más empobrecidas que nos llevan a inventar frases que subvierten en su significado todas estas rocosas jerarquías, entre ellas que la política es por naturaleza «una ciencia del pueblo». Contrariamente a lo que invocan nuestras castas dirigentes, a través de esta afirmación ella se transforma en un oficio en principio de todos dirigido exclusivamente a crear las condiciones espirituales y materiales de la emancipación humana y convertirlas en hechos y verdades. Hasta podríamos llegar a decir que si hay una cosa que no es política, que no produce nada que tenga que ver con un pensar y un hacer emancipador es ese oficio «de ser políticos» o de ejercer aquello que comúnmente llamamos política queriendo aparentar otra intención, por ejemplo, el dedicarse a las tareas propias de un «excelentísimo cardenal», de un vehemente «representante estudiantil», etc.
Marx reafirmaba que la política no es mas que un enfrentamiento entre intereses, y en efecto, por un lado, dentro de un orden específico en cuya conformación se delimitan las funciones de quienes dominan y de quienes son dominados, la política se presenta y se re-presenta como un quehacer completamente improductivo, deslastrado de toda virtud rebelde, inventiva y creadora, para convertirse en el escenario donde los voceros de los distintos grupos de intereses: clases, fracciones de clases, castas, mafias, y todo lo que divide y atraviesa el conjunto social dentro de las sociedades modernas y capitalistas, confrontan estos intereses e intentan imponerlos. Se degrada a la condición al mero ejercicio de vivezas, manipulación de hechos, informaciones, rabias, resentimientos, miedos, exaltación de mitos, de pasados, ejercicio de la cizañería, etc; una guerra de tácticas sometidas previamente al discreto y encantador mundo de la burguesía democrática y envueltas por lo general por una fraseología y citadera de textos humanista y misericordiosa e incluso revolucionaria. Cosa que en lo que llamamos «democracia», «pluralismo político», se representa fundamentalmente a través del quehacer de los partidos políticos y por extensión de grupos civiles, grupos de opinión, organizaciones de la sociedad civil, etc, estableciéndose entre ellos una lucha permanente por ocupar la mejor posición dentro del orden de poderes, siendo oposición o siendo gobierno. A esto se limita el mundo de «la política» y el de sus agentes primarios «los políticos», para luego colarse con la vergüenza del «yo no fui o yo no soy» una interminable cola de voceros y representantes sociales de dichos intereses, cuya verdadera condición política en todo caso es la de preservar el orden e imponer sus intereses individuales y corporativos dentro de él.
Sin embargo, este enfrentamiento de intereses tiene un «más allá» que rompe radicalmente con esta vieja y reaccionaria cultura «de lo político» y remite a otra vertiente mucho más interesante y creadora de la política como tal. Es la que tiene que ver con la política como creación pura, como acto que se aleja de los intereses corporativos -incluso de la representación de los que están mas jodidos- que se mueven en sociedad y se dispone a convertirse en una construcción inédita y actual de horizontes de lucha, de acción y construcción liberadora. La política como ciencia socializada en el pensar y hacer colectivo dedicada a la fabricación de una nueva verdad ajustada a los deseos libertarios del oprimido. Ella sitúa su interés y su campo de lucha entre intereses en conflicto desde otra perspectiva radicalmente contraria al orden mismo, se sitúa por tanto más allá de todo interés particular. En otras palabras, dentro de la confrontación de intereses a las que alude Marx existe potencialmente un «interés de clase», del explotado de mil maneras por ese encantador mundo de la democracia y las representaciones, que apunta única y exclusivamente hacia la emancipación humana sea en el campo que sea, dicho y hecho como sea y estando donde se esté. Sobre esta otra vertiente es donde empieza a aparecer la política como «ciencia del pueblo»; afirmación muy parecida a la manera en que Mariátegui definió política revolucionaria y a la revolución misma como un acto de «creación heroica».
Se podría alegar que mucha gente en medio de discusiones colectivas advierte que ellos no son «políticos», y por lo tanto no opina o no se mete en un asunto en donde aflora el problema del poder y de la confrontación general de intereses. Quitando las hipocresías apolíticas de nuestra civilisadísima «sociedad civil», muchas veces esto no es otra cosa que el no tener palabra que decir, es el miedo natural de quienes son aplastados por la condición psicológica de ser y sentirse un marginado o un ignorante; en esto esconde su «desinterés» y en el fondo su repudio reprimido a ese mundo. Pero también suele haber aquel, y sobretodo en este contexto de revuelta transformadora que vivimos en Venezuela, que lo dice porque sencillamente ya olfateó muy de cerca la basura que se mueve en el mundo de los autonombrados «dirigentes, políticos y representantes». Orgullosamente se reafirma el no tener nada que ver con ese mundo, no por miedo y cobardía, o por una operación de enmascaramiento para quedar celestialmente ajustado a la «perfecta limpieza moral del ciudadano» que «no se mete en asuntos políticos», sino como una manera de situarse desde una perspectiva muy distinta en lo que respecta a la lucha de intereses. Es la perspectiva del verdadero subversivo, del «interés desinteresando» como afirma Alain Badiou en su «Etica», del que se sitúa dentro del ejercicio concreto de la rebelión liberadora donde los primeros que son expulsados, precisamente, son «los políticos» y cualquier otra función e representación colectiva, los que supuestamente y por oficio actúan y hablan por nuestros intereses.(¡que se vayan todos! gritaban los argentinos espontanea y masivamente en medio de la insurrección del 2001 que tumbó al presidente La Rua, poniendo en claro el desprecio colectivo hacia estos empresarios dedicados a la preservación del orden de desigualdad e injusticia).
Siguiendo esta línea, Joan, coordinador de la cooperativa de trabajadores que tomó la Central Azucarera de Cumanacoa dirá «yo no soy político soy trabajador». En este caso el «no ser político» apunta a algo muy distinto a las mascaradas del cardenal, o la hipocresía de los «estudiantes» o la vergüenza del marginado. Joan no es político porque su lucha es «otra cosa»; es la creación del contexto necesario para que los trabajadores de esa central y las comunidades que los acompañan puedan liberarse de su condición de obreros, es decir, de ser perennes esclavos de patrones, empresarios y burócratas, para convertirse como ellos dicen sin manual de por medio: en «comunidades y trabajadores libres y asociados» (que coincidencia cierto, para los que conocen el programa de Gotta de Marx). Y vaya que han ido lejos, primero, poniendo contra la pared a empresarios, burócratas y políticos con esta actitud indoblegable, y luego, por el respeto que se han ganado en ese pueblo contrariamente a toda la patraña politiquera que se mueve dentro de él. La política desde los obreros de Cumanacoa se convierte de esta manera en una «contrapolítica», una ciencia del pueblo no un saber de políticos, ni de polítólogos, ni de «antipolíticos».
A través de Joan y con él un sin fin de luchadores, desde su propio «nosotros», sin atribuirse roles ni condiciones de ningún tipo, se constituye un verdadero sujeto político para quien el quehacer, el pensar y el acto político no se monopoliza en la persona ni en lo que ella pueda representar socialmente. Se concentra en el seno de su propia condición de clase, su deseo inmediato de liberación y los acontecimientos básicos que le da nacimiento a su condición de «sujetos políticos» (en el caso de Joan y los trabajadores de la Central Azucarera de Cumanacoa ha comenzado con la toma de esa central) . No es por tanto una representación o un modo de ser individual o grupal, casi que un diploma de por vida, para transformarse en un quehacer y un lenguaje colectivo que contiene en sí mismo un reto universal e indiferenciado de emancipación ante la opresión y explotación vivida concreta y colectivamente. Y que así como nace y se recrea puede morir; muere dejando de producir esas cuotas básicas de liberación para desaparecer o dejándose representar por «dirigentes» per se que tenderán por ley a burocratizar e institucionalizar un hecho producido fuera de toda forma de representación y/o imposición, no sujeto a leyes trascendentales y externas a la acción colectiva que los parió y le dio su verdad. Tal es el sujeto de «una nueva cultura política» abismalmente contraria a lo que socialmente se vende como «política», «ser político», «hacer política» (tanto en el mundo de la izquierda como de la derecha), incluso de ese «político revolucionario comprometido con el proceso» hoy tan común entre nosotros.
En la construcción concreta de dicha cultura política no hay ningún tipo de codificación preestablecida entre «dirigentes y dirigidos», «líder y masa», «partido y clase», «vanguardia y pueblo». Desde ella el quehacer político equivale a producir un pensamiento, una fuerza y un acto colectivo encaminados a la transformación radical de la realidad. Es la política que, aún encerrada dentro de la lucha de intereses y en este caso en una abierta lucha de clases, no obstante se convierte en un hecho común y permanente desde donde ese nosotros construye sus propios caminos de liberación, dándose a sí mismo las fuerzas orgánicas necesarias a través de las cuales se fabrican los caminos de rebeldía y liberación. Allí es donde ella se manifiesta como una «ciencia del pueblo», sin diploma ni escuela que me de acceso y me legitime como sabedor de dicha ciencia. La única manera de tener acceso a dicha ciencia y contribuir a su desarrollo es participando como «pueblo sin más» (de «tu a tu, de vis a vis» como dirá Ezequiel Zamora) al interno de los procesos de debate, de construcción de ideas y valores, de los actos y acontecimientos muy particulares pero que pulsan en favor de la emancipación humana en su conjunto; pueblos en fin que luchamos por romper las cadenas que nos esclavizan. No hay por tanto «políticos» ni «revolucionarios» por designio de currículo, casta o nobleza, habemos una multiplicidad de gentes que asumimos concientemente nuestra condición de clases oprimidas (trabajador, indígena, pescador, mujer, comunidad, y así el sin fin de identidades desde donde somos en tanto pueblo) y luchamos en tanto tal por liberarnos de la realidad que nos somete a esa opresión.
Hasta hace muy poco el quehacer político era un atributo exclusivo «de políticos» o de vanguardias revolucionarias con muy poca irradiación colectiva. Hoy ya no es solo así, y si no es solo así es porque efectivamente la política empieza a convertirse en una ciencia que se socializa y que va escudriñando sus verdades propias. Pareciera que una nueva idea política poco a poco se abre paso desde la lucha popular, y solo en ella, esperando expresarse de lleno en los momentos o acontecimientos donde ella adquirirá una real relevancia política y revolucionaria. Una verdad así se convierte en fuerza real de transformación de las condiciones de opresión y explotación en que vivimos. Verdad que no está colgada e inmóvil entre las bibliotecas y los ritos de los saberes establecidos. Ella es la verdad inédita de un sujeto concreto y en lucha, de un sujeto-pueblo que remite a una subjetividad sembrada materialmente en el mundo y que en un momento emerge desde aquellos tiempos y espacios donde se han dado las condiciones políticas y de construcción colectiva que facilitan la creación y la continuidad en lucha de esta y por esta nueva verdad.
Pero como toda ciencia esta necesita de axiomas que le dan sustento lógico a la verdad que enarbola, algo parecido aunque mucho más preciso y a la vez ambicioso de lo que se ha llamado históricamente los «principios programáticos» o las «claves teóricas» de una acción política. En nuestro caso, bien podemos decir que todas las líneas de acción y pensamiento que lograron una hermosa síntesis en la llamada «corriente histórico-social» (el marxismo crítico, el bolivarianismo revolucionario, la teología de la liberación, el esfuerzo revolucionario y anticolonial de los postulados negros e indígenas) fueron en sí mismas constitutivas de una nuevo ideario político y nuevo quehacer político que nace en los años ochenta y sirve de alimento a la verdad que luego de múltiples insurgencias y revueltas, dan pie a la «revolución bolivariana». La política que poco a poco se va convirtiendo en una ciencia del pueblo, se ha encargado todos estos años y desde lugares muy diversos de ir dándole forma y nominar en claves de principio esa verdad que emerge con la «corriente histórico social» y que tuvo y tiene, si me permiten sintetizar, sus axiomas principales en el principio de la «democracia de la calle» y la consigna de «todo el poder para el pueblo», ambas nacidas de ella.
Aunque también es hora de decir que mucho de esa «corriente histórico-social», muchos de los sujetos y espacios de lucha que nacieron de ella, han o hemos dejado «representarnos», dejando que se institucionalice aquella determinada cuota de liberación que nació desde ella. La falta de lealtad a su verdad y a la ciencia política que pudo ser capaz de producir le ha quitado gran parte de su fuerza y de su condición de espacio esencialmente subversivo y revolucionario. Incluso, buena parte de sus constructores, a conciencia o no y ya atados a las reglas de la institucionalización, comienzan a codificar y organizar su propia praxis política acudiendo a los viejos mandatos del político revolucionario: internarse en los espacios de poder, sus partidos, sus instituciones, sus tiempos y espacios, con el fin utilizarlos en función de acumular fuerza, ganar hegemonía; en fin, ser la izquierda allí donde «la revolución» se hace absolutamente de derecha. Usos y abusos de un viejo esquema estratégico completamente agotado a estas alturas del «proceso» y solo válido para «políticos». Comportamiento que entre tiene sus síntomas más evidentes, primero, la visión maniquea del proceso transformador que vivimos entre un enemigo externo: el imperialismo y la oligarquía, y un nosotros interno: gobierno y pueblo revolucionario. Luego, y por consecuencia a esta visión, en la obligación de la autocensura, la autorepresión de la lucha y la prohibición a la crítica de objetivar a Chávez, es decir, de mirarlo e interpretarlo como un ser humano más. La línea es «utilizarlo» igual que su gobierno, algo muy distinto e im-potente que el reflejo del «no político» que encarna el militante popular o de base (del gentío dicen otros) y que ve en Chávez un símbolo vivo de su propia liberación. En definitiva, siendo en estos momentos y en una buena parte de esta corriente un componente más del proceso burocratizante e institucionalizante que por naturaleza el estado introduce dentro de la revolución (para captarla, neutralizarla administrarla y finalmente acabar con ella), la corriente histórico-social prepara su propia muerte.
De todas formas, la revolución, en el caso bolivariano, se muestra como un proceso donde se intensifica y se politiza la lucha de clases, materializándose en toda una gama de escenarios donde se confrontan abiertamente los mecanismos nacionales y globales de apropiación privada y estatista de la vida pública y el trabajo productivo, y donde se constituye un poder colectivo que rechaza toda forma de institucionalización y burocratización del mismo. Por ello, la ciencia política que se forja desde esta compleja experiencia colectiva no pertenece en su verdad a personaje ni corriente alguna. Es parte de una multiplicidad de sujetos sociales y sobretodo políticos que fabrican sus propios mecanismos de emancipación y de unidad. Lo inédito, la fabricación de nuevas verdades, nuevos sujetos, nuevas prácticas de lucha, que surjan de la ciencia política del pueblo, a estas alturas del proceso se convierte en un paso indispensable. Los destellos de rebeldía tienden también a agotarse al sentirse acorralados por fuera y por dentro, las nuevas verdades se oscurecen en su negación y el desencanto va ganando más terreno que la revolución misma. De no darse este fenómeno esta revolución no muy tarde pasará como tantas a las memorias universales de la derrota.
Si me permiten otra vez, me atrevería a bosquejar al menos dos principios básicos, dos axiomas mínimos y aún borrosos, de lo que es o puede ser esa nueva verdad que se abre paso en la difícil «rebelión antiburocrática» que hemos vivido al menos desde el referendum (2004) hasta hoy. Es una propuesta a la ciencia popular de la política. El primero de ellos es el principio de igualdad y equivalencia. Es decir, de más en más los sujetos sociales que se abren paso y se dan a sí mismos una virtud eminentemente política y emancipadora, han interpretado la conquista de la igualdad social ya no solo como un fin innegociable de la revolución socialista, sino como un principio en donde el status de facto de los poderes (su derecho a imponer y decidir), en este caso lo que corresponde a los poderes del estado y el capital frente a lo que hemos llamado el «poder popular», al menos en estos momentos han de ser absolutamente «equivalentes». «Las mujeres no somos iguales a los hombres somos equivalentes a ellos», decía la una miliciana anarquista en la película española «Libertarias». Igual, desde el momento en que los indígenas del Perijá se impusieron sobre cualquier plan estatal y transnacional respecto a la explotación del carbón en la zona, en ese momento se impuso el principio de equivalencia entre el poder indígena y los intereses del estado y el capital. Esta lucha por la igualdad social y la equivalencia entre poderes es el día a día, el terreno de negociación y batalla, de lo que hemos llamado el «proceso popular constituyente», una lucha multiplicada en todo el territorio y todos los campos sociales entre la lógica liberadora de un nuevo orden que se abre paso y la lógica institucionalizante de los poderes políticos y económicos que dominan la realidad. El segundo principio que vemos que se asoma con fuerza, como lo afirmaría Erik Del Búfalo, es el principio de soberanía colectiva. Es decir, más allá de las equivalencias a conquistar en una lucha de fuerzas, más allá incluso de la verborrea horizontalista de la «democracia participativa» y administrada por decreto por nuestros dirigentes políticos revolucionarios, más allá de las soberanías nacionales y del estado que las comprime, estamos ante un fenómeno inédito de reivindicación del carácter soberano del colectivo. Ya no estamos hablando simplemente de que somos «un pueblo soberano», ahora la pregunta va directo a quien y cómo se ejerce esa soberanía. No hay constitución ni legalidad que deleguen soberanía directa al pueblo porque se negarían ellas mismas. Tampoco hay modelo universal socialista y democrático que moldee el próximo paraíso social. Hay un momento en que toda esta freseología ideológica se agota en su impotencia y su terrible hipocresía siendo combatida y sustituida por una tendencia cada vez mas marcada hacia la necesidad de experimentar desde la propia piel lo que es «ser su propio soberano».Soberanía donde se «aprende a gobernar» colectivamente la nueva realidad que hemos sido capaces de fabricar. En este caso se acabaron las promesas ideales de democracia pura y perfecta. Se acabaron las leyes y los ministerios del poder popular. Esa soberanía colectiva desatada de toda intervención de estado «por derecho de equivalencia», y convertida en una soberanía concreta y no trascendental, puede ejercerse de manera muy horizontal y democrática, pero también tiene el derecho de verticalizarse todo lo que fuera necesario de acuerdo con las circunstancias. Se manda y se obedece, se es ejército y gentío diferenciado, lo importante no esta «en el ideal» sino en experimentar territorio sobre territorio conquistado lo que es el mando sobre nuestro propio destino.
Nota final: agradezco enormemente al compañero argentino Raul Cerdeiras, editor de la revista Acontecimiento, por sus aportes indirectos, en comentarios escritos y ensayos enviados, a la construcción de los planteamientos aquí expuestos y que son de mi absoluta responsabilidad. Menos mal, la ciencia política del pueblo, falla o no, en su libertad también encuentra sus maestros.