Publicado en El Viejo Topo nº 296, pp. 75-77.
De la vanguardia al cyborg: aproximaciones al paradigma posmoderno1 es el tipo de libro al que uno se acerca con cierta reticencia cuando, como es el caso de quien escribe estas líneas, el término posmodernidad nunca le ha convencido demasiado. Noción esquiva y ciertamente difusa, plantea sobre todo el problema de que es imposible determinar el sentido del «pos-«; la superación, la quiebra al menos, de la modernidad que de alguna forma se expresa en la noción está siempre imbuida de una ambigüedad nada fácil de incorporar al análisis de lo social. Si, por un lado, el término puede ser entendido como un neologismo que sirve para designar una realidad efectiva que es, comienza a ser, sustantivamente distinta de la que llamamos moderna, por otro puede ser empleado para designar un conjunto de teorías que más que aprehender una realidad constitutivamente posmoderna lo que hacen es enunciar vías potenciales de escape, moviéndose de la descripción del es al diseño intelectual del debe. Primer problema, por tanto, la equivocidad del término.
Segundo problema, la definición del concepto raíz a partir del cual se construye el neologismo. La era moderna no se concibe de la misma manera en España que en el mundo anglosajón, del cual viene en realidad la idea de «lo posmoderno». Las convenciones de la historiografía hispana plantean que la Edad Moderna comienza en torno a la segunda mitad del siglo XV (con la caída de Constantinopla o la llegada de Colón a América según el caso) y termina con la Revolución Francesa. Sin embargo, desde el punto de vista filosófico, el término modernidad se emplea en su sentido anglosajón y tiene una proyección cronológica que abarcaría la Edad Moderna pero también, y especialmente, la Contemporánea. Se trata por tanto de un concepto forzosamente fluido, vago, definible en el mejor de los casos como la combinación de un conjunto de procesos que tienen que ser a su vez igualmente definidos, tales como la secularización, el desarrollo del capitalismo o la progresiva conformación del Estado como forma de dominación. Defíname, por tanto, lo que entiende por modernidad, y le diré si seguimos o no inmersos en ella.
Tercer problema, su aplicabilidad a la historia del pensamiento. Otra costumbre muy anglosajona, pero no sólo, y desde luego poco empleada en España, es la de clasificar a los autores de acuerdo con el «-ismo» en el que encajarían. El «posmodernismo» sería entonces una de esas etiquetas, paradójicamente usada con una ligereza e indeterminación abrumadoras. Así, por un lado, no todos los autores considerables posmodernos se han etiquetado a sí mismos de esa manera; por otro, el término es usado indistintamente por los defensores y los detractores de «lo posmoderno» como un concepto útil. Calificar a un autor de posmoderno puede significar alabarlo por rupturista o criticarlo por banal, y ello sin que sea necesario clarificar el sentido de «lo moderno» o «lo posmoderno», ni la relación que existe entre ambos, ni si el segundo concepto es válido frente al primero ni de qué manera.
Es por todos estos motivos, suponemos, por los que Carlos Fernández Liria y Santiago Alba Rico decidieron escribir, en un librito que no está del todo desfasado a pesar del tiempo transcurrido, que la posmodernidad era un fantasma que recorría Europa, pero que, en aquella ocasión, se trataba sólo de un fantasma. Ni más ni menos.
Y no es casualidad por eso que sea ahora, transcurridas dos décadas de posmodernidad y casi cinco años de crisis económica que han permitido el retorno al análisis académico español de palabras como «capitalismo», «clases sociales», «plusvalor» o «conflicto político», no es casualidad, decimos, que sea ahora cuando aparezca el libro que estamos reseñando.
El texto supone, ese es su mayor mérito, una presentación clara, sistemática y crítica de eso que se ha dado en llamar el paradigma posmoderno. Defendiendo su existencia pero no imponiéndola como un hecho. Clarificando su contenido pero asumiendo las ambigüedades arriba mencionadas. Y, tal vez lo más importante, hace con la posmodernidad lo único que se puede hacer, siendo intelectualmente serios, para convertirla en una herramienta de análisis: anclarla en sus raíces, devolverla a sus orígenes, demostrar su inevitable dependencia, su incuestionable vínculo, con aquello de lo que pretende ser una superación por la vía del es o la del debe: con la modernidad.
El primer capítulo del texto es aquel que probablemente estudia con mayor claridad las raíces específicamente modernas del pensamiento posmoderno: Marx, Nietzsche y Freud, pero también Gödel, Lovachevskii, Maxwell o Planck, todos ellos reciben la atención de Aragüés en este primer capítulo y con ello aparecen destacados como aquellos que supieron, desde el corazón mismo de la modernidad, señalar los puntos por los que se agrietaba su dominio. Serán así el punto de partida, explícito o implícito, de las diferentes variantes de discurso posmoderno que el autor analizará en los capítulos subsiguientes. Pero probablemente la aportación más sugerente del capítulo sea la que tiene que ver con la cuestión estética, con la forma en que el arte refleja e impulsa el resquebrajamiento de lo moderno; son páginas dedicadas especialmente a dos elementos únicos, excepcionales, pero esclarecedores, de las vanguardias de principios de siglo: la vanguardia rusa y el campo de la música. De ambos aspectos el autor ofrece un análisis conciso y claro, iluminador y francamente interesante.
El segundo capítulo, dedicado a la cuestión ontológica, pondrá el acento en la tensión filosófica entre esencia y existencia, entre ser y devenir, y por tanto en el problema filosófico de la diferencia, de una importancia capital para la filosofía del siglo XX y tratado por autores que han sido considerados claves dentro del giro posmoderno, tales como Lyotard, Deleuze, Derrida o Vattimo. Al estudio crítico y comparado de estos autores se suma el análisis de la forma en que este debate filosófico sobre la diferencia y, en general, sobre el problema ontológico, es inseparable de las transformaciones sociales del siglo XX y cómo han trastocado nuestra percepción de lo real mediatizándola (a través de las nuevas tecnologías), acelerándola (a través de los cambios en la percepción del tiempo) y resignificándola (de manera que en último término lo real es lo percibido y, por tanto, lo producido como acontecimiento mediático, con la consiguiente distorsión de nuestra imagen del mundo).
El tercer capítulo está centrado en la cuestión antropológica, que se traduce, para la filosofía del siglo XX, en el profundo debate en torno al humanismo, que resurge, dice Aragüés, como problemática filosófica al finalizar la II Guerra Mundial por la necesidad inevitable de hacer frente a la desazón político-filosófica de los primeros años de la posguerra. Sartre, Gadamer, figuras relevantes del marxismo crítico (especialmente Lucáks y Marcuse), Althusser, Foucault, Deleuze y Guattari… todos ellos van desfilando, unos tras otros, en este capítulo que es significativamente más largo que los demás en la medida en que supone tratar uno de los aspectos fundamentales que caracterizan el giro posmoderno: la deconstrucción del sujeto cartesiano. Destacan especialmente el interesante tratamiento de la obra de Sartre, que el autor demuestra conocer muy bien, así como la aproximación al pensamiento de Marcuse, Foucault y Deleuze, que son los autores que reciben mayor atención y por tanto los analizados con más detalle; es además absolutamente divertida, original e ingeniosa, y además tiene una gran utilidad explicativa, la forma en que Aragüés explica la cuestión de la subjetividad para Deleuze y la noción de pliegue a través de la película Atrapado en el Tiempo, conocidísima película protagonizada por Bill Murray.
El cuarto y último capítulo se desplaza, no puede ser de otra manera, del problema del sujeto al de lo político, en la medida en que el sujeto no puede existir sino atravesado por las condiciones histórico-políticas que le dan forma. Aquí se manifiesta con especial intensidad una fractura en el interior del discurso posmoderno que el autor presenta en la medida de lo posible en cada uno de los capítulos (especialmente en el segundo, donde la cuestión de la diferencia se anuncia ya como fundamento de una distinción con importantes consecuencias políticas). Este énfasis sobre la heterogeneidad interna del paradigma posmoderno es una cuestión de vital importancia para evitar una simplificación excesiva del sentido que tiene la propuesta posmoderna y para complejizar lo máximo posible el vínculo que existe entre ésta y la modernidad de la que parte. Así, Aragüés distingue aquí con claridad entre propuestas posmodernas de corte liberal y a la postre conservador, propuestas que son totalmente incapaces de aprehender la intensa conflictividad del mundo moderno y los problemas que derivan de las nuevas formas que pueden adquirir los procesos de estratificación social a escala global, de otras propuestas con un carácter netamente antagónico, centradas en la comprensión del conflicto político tal y como se manifiesta y desarrolla hoy en día y para las cuales el discurso liberal forma parte de aquello que es o debe ser dejado atrás. Entre los primeros, Aragüés atiende por un lado a la obra de Rawls y Rorty y por otro a la de Vattimo y Lyotard; entre los segundos aparecen Enrique Dussel, Paul Virilio, Antonio Negri o Boaventura de Sousa Santos. Es también aquí donde el autor se desplaza con más claridad de una posición en la que interpreta el texto a otra en que lo usa; son las páginas en que deja más espacio para sus propias reflexiones, para proponer la aplicabilidad, la utilidad interpretativa, de las teorías posmodernas (de aquellas que tienen un planteamiento antagónico), tanto a la hora de analizar críticamente la sociedad en que vivimos como cuando se trata de empezar a pensar el mundo que querríamos construir.
«Toda época engendra en su seno las semillas de su destrucción», así, con esta forma tan hegeliana, tan marxista al mismo tiempo, tan moderna en suma, comienza el autor un libro sobre el pensamiento posmoderno. Y ese esfuerzo constante por anclar los desarrollos de los llamados (por sí mismos o no) posmodernos en las raíces modernas de las que emanan, en los problemas constitutivamente modernos a los que se enfrentan, en la obra de los gigantes modernos (Kant, Hegel, Marx, Nietzsche, Freud…) sobre cuyos hombros camina el pensamiento de estos autores, es lo más valioso del texto y lo más necesario desde el punto de vista intelectual.
Hacer eso significa, en el fondo, entender la posmodernidad como crítica, como análisis de las condiciones de posibilidad y de los límites del objeto. Y entonces uno concluye, con o sin sorpresa, que no hay nada más moderno que la crítica. Que a la modernidad como progreso, a la modernidad como desarrollo del derecho, de la riqueza, de la ciencia, de la moral, de la racionalidad, siempre le ha ido de suyo la crítica; la Crítica de la razón pura, la Crítica de la economía política, la crítica (genealógica) de la moral, la crítica (psicoanalítica) del racionalismo… Es a partir de la noción de crítica como es posible distinguir el posmodernismo que explora los conflictos constitutivos de la modernidad de aquel que los disuelve.
El libro de Juan Manuel Aragüés supone por eso el «destilado» en la teoría que ha tenido probablemente en las movilizaciones sociales del último año su correlato en la práctica. Estos movimientos han desbaratado por la vía de los hechos la posmodernidad no conflictiva, que ahora se enfrenta a una realidad que no sólo no es interpretable desde sus presupuestos sino que además los pone en absoluta evidencia como ideologemas desconectados de la realidad del mundo. Pero además, y ello no es menos importante, estos movimientos también han demostrado la utilidad política de ese destilado posmoderno (llamándolo o no de esa manera), tan frecuentemente empleado por quienes participan en estos movimientos sociales para pensarse a sí mismos (y el caso del 15M es paradigmático en este sentido).
Ahora bien, cuando uno termina el texto de Aragüés, cuando uno ha visto fundirse modernidad y posmodernidad en el conflicto epistemológico y político entre proyecto y crítica, cuando los posmodernos son modernos porque están en deuda con su tradición, cuando los modernos son posmodernos porque en sus obras se encuentran trazos de las críticas que vendrán, ¿qué sentido tiene hablar de posmodernidad?
Esa es, si acaso, la cuestión que Aragüés no termina de resolver y la que le ronda a uno la cabeza cuando concluye la lectura.
Notas:
1Juan Manuel Aragües Estragués, De la vanguardia al cyborg: aproximaciones al paradigma posmoderno, Eclipsados, Zaragoza, 2012.