Cuando un empresario en una sociedad moderna produce un bien y lo coloca en el mercado para venderlo, no podría obtener el retorno que espera sin determinadas condiciones: Si, en el medio social en que opera, las personas no estuvieran alfabetizadas. Si no existiera un sistema sanitario y de protección social que protegiera a sus trabajadores (y a sus clientes) en caso de enfermedad, accidente u otras circunstancias. Para distribuir sus mercancías hay a su disposición una red ferroviaria y de carreteras y un sistema de comunicaciones. También un sistema judicial, policial y penitenciario que garantiza un orden público previsible. Sin este conjunto de mecanismos —y algunos otros— su negocio no podría funcionar o lo haría de manera insegura y con costes adicionales.
En las colonias europeas de África las minas y las plantaciones, para evacuar su producto hacia los puertos desde los cuales se exportaba el producto hacia las metrópolis, se requerían carreteras o ferrocarriles que instalaban y pagaban la administración colonial o las propias empresas; y los empresarios pagaban de su bolsillo los barracones donde alojaban a sus trabajadores y los dispensarios. Como en la situación descrita al principio, sin esos gastos el negocio minero o agrícola no podía funcionar.
Esto significa que la producción de riqueza por cualquier iniciativa empresarial, individual o colectiva, privada o pública, no deriva exclusivamente de las inversiones de capital y del trabajo empleado, sino también de un sistema más amplio que incluye las estructuras y los mecanismos sociales mencionados: la producción de riqueza es un proceso esencialmente colectivo. En sociedades como las nuestras, con una división del trabajo altamente desarrollada, las interdependencias entre los distintos factores en cualquier actividad son muy numerosas, evidenciando aun más el carácter social de la generación de riqueza. La producción de bienes y servicios está muy socializada. Esto quiere decir que, así como todo el mundo, productores y consumidores, nos beneficiamos de ello, hemos de admitir también que el funcionamiento de este complejo sistema tiene unos costes que deben ser asumidos.
Este carácter social es muy visible en los productos de la tecnología más sofisticada. Como recuerda la economista Mariana Mazzucato, “internet, el GPS, la pantalla táctil, SIRI y el algoritmo que utiliza Google han sido financiados por instituciones públicas”, aunque estas innovaciones generen luego jugosísimos beneficios a empresas privadas; concluye que se suele subestimar el papel del sector público como creador de valor. Las enormes inversiones públicas, primordialmente militares, que el presidente Reagan puso en marcha en los años 80 del siglo pasado con la llamada “guerra de las galaxias”, dieron lugar también a numerosas innovaciones que se trasladaron a la industria civil e hicieron posibles pingües negocios privados. En el capitalismo la hiperprotección legal de la propiedad privada de los medios de producción permite que las empresas privadas se apropien gratuitamente de cuotas de riqueza cuyo origen es actividad pública financiada con recursos públicos, es decir, básicamente con impuestos.
Cuando portavoces del empresariado o de la derecha claman contra los impuestos calificándolos de “confiscatorios” y pretenden reducirlos al mínimo, niegan implícitamente el carácter social de la riqueza y reclaman para los empresarios privilegios injustificados. Pues cuando los empresarios pagan impuestos no hacen más que contribuir al funcionamiento eficaz del conjunto de condiciones que hacen posible su negocio; con el matiz de que suelen contribuir poco, menos de lo que marca la ley y mucho menos de lo que les corresponde teniendo en cuenta los beneficios que obtienen del sistema institucional que hace posible la creación fluida de riqueza colectiva y, por tanto, también los beneficios empresariales. Sin olvidar que el estado transfiere dinero a empresas en dificultades, concede exenciones fiscales, rescata bancos en quiebra, apuntala empresas víctimas de desastres naturales, etc., funcionando como una aseguradora de última instancia también para las empresas privadas o —según expresión de Noam Chomsky— como un “socialismo para ricos”. La parte del león de la recaudación fiscal —esto se acentúa en unos países, como España, más que en otros— procede de los impuestos pagados por las clases populares.
En el imaginario colectivo y en las doctrinas económicas prevalecientes se supone que cada persona que trabaja remuneradamente recibe unos ingresos que corresponden grosso modo a su aportación laboral. Se supone que gana más quien más responsabilidad tiene en el lugar de trabajo, quien tiene más calificación, quien echa más horas, quien se esfuerza más, quien rinde más… Distintas doctrinas lo justifican con criterios distintos. Pero una observación superficial permite ver de inmediato que la correspondencia entre cuantía de la remuneración y mérito o productividad no existe, es sólo marginal o, simplemente, es imposible de cuantificar. No tiene pies ni cabeza pensar que Bill Gates es cien mil veces más productivo que sus empleados, ni que el sueldo de los futbolistas de primera división guarda alguna relación razonable con su mérito. Los factores que intervienen en las remuneraciones son innumerables: desde tradiciones hasta el efecto de luchas pasadas, desde el mayor o menor prestigio social de las ocupaciones laborales hasta discriminaciones de género (las mujeres han cobrado siempre menos), etc. Un factor que suele estar detrás de los demás es la distribución del poder en la sociedad. Esto se ve en el hecho de que el nivel medio de los salarios sube o baja en función del poder de los sindicatos y del capital en unos u otros momentos. En todo caso, hay que admitir que el nivel de los ingresos asociados al trabajo remunerado tiene un alto grado de arbitrariedad o de convención. (Reconocerlo no implica propugnar un igualitarismo radical: las diferencias en la remuneración del trabajo pueden tener sentido para incentivar unas u otras conductas económicas que se consideren deseables.)
En momentos como el actual en que, para proteger a quienes hayan perdido su fuente de ingresos por la crisis de la pandemia, será preciso transferir cantidades enormes de dinero y de prestaciones a millones de personas según criterios no habituales, resulta oportuno revisar a fondo las pautas distributivas. A mi entender, la cuestión debe abordarse a partir de la idea de que la producción de riqueza es en gran medida un fenómeno colectivo; y que su distribución es en gran medida convencional. Parece justo que si la riqueza de un país decae (sobre todo por una causa como una pandemia), los sacrificios se distribuyan lo más equitativamente posible. Los más ricos deberán pagar más impuestos y los más pobres y vulnerables deberán contar con una red de protección que les permita vivir con seguridad y dignidad. En otras palabras, la riqueza de los países deberá ser reconocida como la riqueza de todos, y redistribuida para que nadie quede excluido.
Es oportuno reflexionar sobre todo esto en una situación de crisis económica como la que va a seguir al confinamiento. El covid-19 tiene la peculiaridad de amenazar a todo el mundo (aunque desigualmente, según la clase social) y de provocar una emergencia generalizada como ésta. Se asistirá a un empobrecimiento colectivo, y en una situación así, para salir de la catástrofe económica, parece de justicia recordar que los recursos existentes en la sociedad son riqueza de todos y actuar en consecuencia. La manera como se dará salida a la crisis pondrá al descubierto qué criterios de fondo van a prevalecer en esta materia.
La derecha social y política no querrá que se ponga en entredicho el modelo distributivo vigente, individualista y configurado por el poder aplastante del gran capital. Defenderá ayudas públicas de poca cuantía a los más pobres, para parar el golpe, de duración limitada en el tiempo y que no generen derechos permanentes. Y defenderá la falacia de que los ingresos de las personas corresponden a parámetros justificados, racionales e intocables. Para la izquierda social y política, en cambio, ésta será una ocasión propicia para defender ayudas más substanciosas y con vocación de durar, que generen derechos y que sean la antesala de una reforma distributiva. La reivindicación de una renta garantizada de ciudadanía o de una renta básica universal presente en el debate público desde hace años tiene ahora una ocasión propicia para ser aceptada, con una u otra fórmula, pero —en cualquier caso— como avance que permita implantar un mecanismo permanente de garantía de ingresos para toda la ciudadanía, e invertir la tendencia actual a un ensanchamiento de las desigualdades. La crisis presente ¿no debería ser un punto de inflexión para luchar contra esas desigualdades de las que tanta gente se lamenta pero contra las que no se hace nada?
En una comunidad bien ordenada no tiene sentido que una minoría viva en la opulencia mientras que millones de personas no tengan alimentación sana y suficiente ni vivienda digna blindada contra el peligro de desahucio. La riqueza colectiva debe administrarse de tal manera que quienes más tengan más aporten, con impuestos suficientes; o con el control y la gestión pública del patrimonio productivo. Esto es tanto como reconocer que todo el mundo tiene derecho a participar de la riqueza nacional en tanto que riqueza colectiva, y que no es de justicia dejar en la cuneta a nadie cuando la colectividad dispone de riqueza más que suficiente para ello —siempre que se distribuya bien—, riqueza que, por lo demás, es un producto colectivo cuya génesis no puede atribuirse en exclusiva a ningún actor social. Naturalmente, la salida no va a suscitar unanimidad: frente al lenguaje de los derechos se levantará el lenguaje reaccionario de la “ayuda a los pobres”, de quienes estarán más preocupados por los riesgos de explosión o desórdenes sociales que por la justicia.
Por último, conviene observar que la desigualdad social no se dirime sólo en el ámbito de la distribución del producto social. Se dirime también, y principalmente, en el acceso al control de los medios de producción. La propiedad y el control de estos medios por una exigua minoría proporcionan a ésta un poder desmesurado sobre la población trabajadora y sobre el sistema político. Se ha hablado estos días de que el estado, en algunos países europeos, se plantea en esta crisis no conceder ayudas a fondo perdido para rescatar empresas, sino inyectarles dinero a cambio de acciones, de manera que el estado pase a ser accionista, es decir, a compartir la propiedad y el control de la empresa. Esta fórmula sería un avance importante para recortar el poder de los intereses privados y aumentar el peso de lo público en la creación de riqueza. Otra fórmula, distinta, posible: en la década de 1970 en Suecia se propuso el “plan Maidner” —que no prosperó— para convertir en capital de la empresa una parte del salario de sus trabajadores, los cuales así adquirirían gradualmente poder en el consejo de administración.
Hay muchas fórmulas posibles para dotar de realidad institucional al hecho de que la riqueza es siempre, en nuestras sociedades, un producto en gran parte colectivo. Este es un buen momento para explorar nuevas fórmulas no sólo para salir de la parálisis provocada por la pandemia, sino también para luchar contra las desigualdades y doblegar el capitalismo.
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-190/notas/la-produccion-de-riqueza-es-siempre-colectiva