El Estado es la representación del demonio. Por eso, cada vez que avanza el Estado hay más miseria y calamidades. ¡Despertemos a la fe! porque eso es lo que nos traerá no sólo el cielo, sino la prosperidad aquí en la tierra (Javier Milei)
El pasado 13 de abril, Naomi Klein y Astra Taylor publicaron un artículo en The Guardian bajo el sugerente título: “El ascenso del fascismo del fin de los tiempos”. El texto circuló ampliamente y recibió comentarios elogiosos. Era de esperar. Se trata de un texto sumamente agudo, crítico y, sobre todo, extremadamente pertinente. Aunque centrado en la circunstancia estadounidense, el fenómeno que abordan atrae cada vez más la atención de un público consciente de que el rearme ideológico de la derecha extrema coincide con una carestía sumamente preocupante de ideas y proyectos alternativos. Con su artículo, Klein y Taylor no sólo logran hacernos conscientes de la urgencia del momento, sino que proponen una respuesta de carácter progresista, democrática e integradora.
Debo reconocer un interés personal en este texto. El 28 de ese mismo mes de abril publiqué en Revista Común el primero de una serie de cinco artículos que llevaba por título: “El trumpismo, fase superior del neoliberalismo”. En esta serie proponía algunas conclusiones a las que había llegado tras analizar durante algún tiempo este fenómeno. Lo que pretendo ahora es contrastar algunas de estas conclusiones con la interpretación que nos proponen Klein y Taylor. Si bien, coincido en su mayor parte con lo que plantean, creo que hay algunos puntos que merecen discutirse con el fin de lograr una visión más integral problema.
En síntesis, Klein y Taylor analizan el desplazamiento ideológico y cultural que ha experimentado la derecha norteamericana aglutinada en torno al trumpismo. Este desplazamiento es lo que las autoras denominan como “el ascenso del fascismo del fin de los tiempos”. La particularidad de esta nueva forma de fascismo radicaría en la actitud existencial que lo anima. Según Klein y Taylor se trata de una forma de estar en el mundo constituida por la figura de su inminente colapso y la amenaza que esto supone para la propia existencia. Como en la metáfora del espectador que observa el naufragio desde la costa y que daba título a una de las famosas obras de Hans Blumenber, esta actitud existencial se caracteriza por un estado de espera activa, de vigilancia y preparación ante lo que, más allá de toda incertidumbre, se considera como algo inevitable.
Resuenan aquí los ecos de una escatología cristiana que cree advertir en el presente los signos que anuncian el fatal desenlace, lo que nos introduce en el terreno del milenarismo. Llegada del milenio que, no obstante renuncia al ecumenismo y se aleja de toda esperanza en la salvación universal de la humanidad. Este punto es decisivo. Según Klein y Taylor, se trata de una variante del mito del “rapto bíblico”, momento en el que los auténticos creyentes serán elevados al cielo, mientras el resto de la humanidad se verá obligada a encarar en la tierra la batalla final de la Apocalipsis. Esta figura es lo que las autoras denominan como el “complejo de Armagedon”. Lo relevante aquí no es si se trata de una versión estrictamente religiosa o secular (la estructura narrativa es la misma), sino de cómo se constituye una disposición “preparacionista” hacia el mundo y su devenir, caracterizada por la “bunkerización” de la vida y la aceleración de la catástrofe. Esta actitud existencial, colapsista y milenarista -concluyen las autoras- alejan al trumpismo del neoliberalismo clásico y del conservadurismo tradicional.
En mi serie sobre el trumpsimo seguía una estrategia similar. La lectura sintomática de un conjunto de textos, tomados a modo de indicios, me permitió identificar algunos rasgos característicos de lo que, de la mano de Cornelius Castoriadis, se presentaba como un imaginario social compartido, aunque susceptible de significaciones y usos diversos. Al reconstruir los rasgos de este imaginario encontraba muchos de los elementos que Klein y Taylor asocian al complejo de Armagedon: una verdad revelada en torno a la inminencia de un conflicto decisivo (Apokalupsis), una promesa elitista de salvación y una actitud preparacionista desde la que encarar el desenlace.
Hay un segundo aspecto del articulo de Klein y Taylor que merece destacarse. Mucho se ha insistido en la inviabilidad del trumpismo como proyecto a largo plazo, habida cuenta de las manifiestas tensiones que lo atraviesa y lo polariza entre el campo del aceleracionismo y el posthumanismo de Silicon Valley y el de MAGA, con su crisol de tendencias etnicistas y fundamentalistas. La reciente renuncia de Eleon Musk al frente de DOGE se ha interpretado en esta clave: como la victoria de Steve Banon y los MAGA sobre el grupo de los señores “tecno-feudales”. Creo que este diagnóstico no es del todo acertado. Es más. Creo que la tesis que afirma que, el único elemento capaz de articular la diferencia al interior del trumpismo reside en aquello que se rechaza y el nombre que simboliza ese rechazo, sin ser del todo falsa, requiere complementarse con otros elementos.
Klein y Taylor son conscientes de los conflictos dentro de la “chapucera coalición de Trump”. Pero inmediatamente lanzan la tesis, con la que concuerdo, de que las visiones subyacentes podrían no ser tan incompatibles como parecen a primera vista. Y es que, según las autoras, el complejo de Armagedon es un fenómeno que ha trascendido las barreras de clase de la sociedad norteamericana y que, a día de hoy, comparten los oligarcas de Silicon Valley con los líderes de MAGA y sus bases. Este lugar común posibilita la conexión entre lo que las autoras denominan como los Tecnobros y los Teobros. Creo que esto no se trata de un apunte marginal. A mi juicio, constituye una seria invitación a explorar todos esos espacios en los que se dan condiciones para coaligar redes e ideas que proceden, digámoslo así, del polo de la “aceleración capitalista” y de la “reacción tradicionalista”. Y es que, como señala oportunamente Miguel Zapata, lo que a nuestro horizonte de sentido se le presenta como imposible o difícilmente compatible, en ocasiones, cabría interpretarlo como un oxímoron preñado de posibilidades creativas. Permítanme señalar algunos ejemplos al respecto.
Nick Land y Michael Anissimov, figuras sólo en apariencia marginales, han propuesto formas de reorganizar el complejo y diverso espacio político de la vieja alt-right en una suerte de movimiento “neorreacionario”, a través -y aquí radica lo novedoso- de una síntesis no superadora de las partes que lo componen. En una línea similar cabría referirse a Curtis Yarvin quien, convertido en el actual gurú de la neorreación y desde la posición híbrida que ocupa en el entramado de la extrema derecha estadounidense, señala fórmulas encaminadas a coordinar a las dos grandes tendencias de la administración Trump -los “bárbaros” (tecnólogos aceleracionistas) y los “mandarines” (la alta burocracia comprometida con el trumpismo). ¿Y qué decir de todo ese entramado de redes e instituciones que, como el Mises Institute o la Heritage Foundation, constituyen auténticos laboratorios de cruce entre libertarismo anarco-capitalista y pensamiento reaccionario? ¿O proyectos, en apariencia disparatados, como esa especie de olimpiadas del doping (los Enhance Games) apoyadas desde el gobierno federal y financiadas por destacados líderes de MAGA, inversores de riesgo de Silicon Valley y reconocidos promotores de la eugenesia? ¿No merece también nuestra atención esa cultura hipermasculinizada del mundo bitcoin, con su ultraconservadurismo y su apuesta por acelerar aún más las prácticas financieras? Cabe cerrar este somero repaso, con todos esos esfuerzos por encontrar nuevos vasos comunicantes entre religión y tecnología: desde la proliferación de grupos como la Mormon Transhumanist Association a la reciente “moda” de conversiones religiosas que se extiende por Silicon Valley, de la mano de figuras tan significativas como Peter Thiel, Trae Stephen o Garry Tan.
Aunque Klein y Taylor no discuten estos casos, el mensaje parece claro: desde la oligarquía tecnológica de Silicon Valley hasta los líderes de MAGA y sus bases de apoyo, la nación ha sucumbido al complejo de Armagedon. Esta experiencia compartida se expresa de distinta manera, según grupos y clases sociales. La construcción de islas artificiales en aguas internacionales (seasteading), el desarrollo de “ciudades de la libertad” gestionadas por capital privado o la colonización de Marte y del espacio exterior, serían formas de “bunkerización” de una oligarquía que prepara la fuga ante el colapso inminente. Un oligarquía que, además de construir estas “arcas seculares”, se dedica simultáneamente a acelerar el diluvio, ahora que sus ganancias dependen más que nunca de que la devastación continúe. Una oligarquía, finalmente, presa de esta pulsión de muerte que cree posible un cálculo utilitario capaz de separar las partes del colectivo que son sacrificables de las que ameritan la salvación.
Pero el complejo Armagedon también inunda la base social de MAGA. El preparicionismo se adapta a la demanda y ofrece búnkers a precios populares. La cultura preper se expresa aquí, fundamentalmente, como una desconfianza hacia el gobierno federal, tras décadas de tensiones económicas y desintegración social. Ante el sentimiento de desamparo, el fascismo del fin de los tiempos ofrece recompensas emocionales, refugios aparentemente seguros desde donde celebrar, con crueldad y ánimo oscuramente festivo, eso que Alejandro Grimson ha denominado como “alterofobia”.
El país, en definitiva, se autopercibe como un verdero búnker. El ultracatólico J. D Vance, quien hizo su trayectoria profesional a la sombra de tecnólogos como Peter Thiel, ha insistido recientemente en este punto: se cierran fronteras y se atrinchera la nación porque sólo se le debe amor y lealtad a quien está dentro del búnker, no a quien se encuentran afuera (un afuera que incluye a los “extraños” de dentro). De lo que se trata ahora es de acumular todo tipo de reservas mundiales ante la inminente catástrofe. Estados Unidos, nos recordaba Jorge Lago en su artículo “El final de un mundo”, se ha convertido en una nación prepper, en la que -como concluyen Klein y Taylor- es más fácil aceptar la destrucción del planeta que imaginar vivir sin supremacía.
Llegamos así a lo que me parece el punto fuerte del artículo. Al situar en el complejo de Armagedon el elemento característico de esta nueva forma de fascismo, el campo político se simplifica y se polariza entre quiénes comparten esta actitud existencial y quiénes todavía creen en la posibilidad de un futuro colectivo en el planeta; en otras palabras: entre las fuerzas de la muerte y de la vida. La cuestión ahora, señalan las autoras, no es “si tú y yo compartimos la misma visión del mundo”, sino “si planeas vivir; y si es así, entonces, ven por aquí y ya veremos qué pasa al otro lado”.
La potencia política con la que cierra el artículo de Klein y Taylor me parece fuera de toda duda. Pero también creo que es precisamente aquí, en su principal virtud, donde radican ciertas dificultades. ¿En qué medida la carga explicativa que se deposita en el complejo de Armagedon no resulta excesiva? ¿No corremos el riesgo, si nos detenemos en este punto, de que en aras de la simplificación política reduzcamos la complejidad del problema a un solo punto de vista? Quizás sea necesario, no tanto cuestionar el enfoque de Klein y Taylor, como complementarlo con otros puntos de vista para lograr integrarlos y evaluar lo que se gana y lo que se pierde en cada caso. Permítanme desarrollar brevemente este punto.
Supongamos que el trumpsimo se alimenta de un imaginario con ambición de totalidad y sistematización, eso que Castoriadis llamaba “completud”, y que no es otra cosa que la aspiración, nunca satisfecha, a que todas las preguntas que se realicen encuentren respuesta al interior de su propio marco. Si esto es así, Klein y Taylor estarían dando cuenta de esa dimensión en la que se responden a las preguntas por el sentido último del mundo y de la existencia. El resto, esas en las que se responden a otras preguntas, por ejemplo, sobre la relación con la naturaleza (la dimensión tecno-económica), con nosotros mismos (la antropológico-moral) o con los otros (relativas al orden sociopolítico), se subordinan a la primera y se interpretan a luz de su campo semántico.
Este es el motivo por el que Klein y Taylor tienden a una lectura excesivamente literal de términos como: fin del mundo, fuga, búnker o salvación. Sin duda, todos admiten ese tipo de lectura. Pero si los enfocamos desde otro ángulo, su sentido varía. En su memorable La ontología política de Martin Heidegger, Pierre Bourdieu se esforzaba por mostrar cómo, incluso los discursos filosóficos más depurados, conservan las huellas de una visión del mundo, de una pulsión política y cultural que requería de un intenso trabajo de formalización para considerarse filosóficamente aceptable. Por este motivo, el discurso filosófico opera simultáneamente en registros distintos y se encuentra saturado de sobrentendidos y dobles sentidos. La filosofía, concluía Bourdieu, es un pensamiento bizco.
Hagamos ahora un experimento. Pensemos ese supuesto sustrato imaginario o metafórico que comparte el trumpismo, no ya desde su dimensión existencial, sino desde, por ejemplo, una sociopolítica, en la que prima la pregunta por la relación con los otros. Al enfocar el problema desde este ángulo ¿qué sentido adquieren ahora esos términos que Klein y Taylor tienden a leer de forma literal? Y sobre todo ¿cómo cambia la visión del conjunto? ¿qué aspectos se iluminan y cuáles se oscurecen desde este otro punto de vista?
Comencemos con el término “fin del mundo” o “fin de los tiempos”. Sin duda, ante el contexto de emergencia climática, de rearme y crisis global, una lectura literal resulta del todo pertinente. Podríamos hablar de una variante de la tesis del “exterminismo” que, ya en la década de 1980, E.P. Thompson popularizó ante la inminente amenaza de un holocausto nuclear. Pero Klein y Taylor sugieren otra lectura, aunque no abundan en ella. La idea la ha desarrollado de forma más precisa Jorge Lago, quien plantea que detrás de este término quizás se oculte una confusión en el seno del trumpsimo, “interesada e inconsciente”, entre el “final del mundo” y el “final de su mundo”; es decir el final de “ese mundo de privilegios (productivista, fósil, fundamentalmente blanco y patriarcal) que componía su particular sueño americano, hoy existencialmente amenazado”.
Cambiemos ahora de perspectiva. Supongamos que el “fin del mundo” no es (sólo) un horizonte apocalíptico o una respuesta espasmódica ante un mundo de privilegios que agonizan, sino un proyecto político y cultural de largo aliento que aspira a dos objetivos que no pueden sino estar interconectados: la ruptura con el mundo actual y la arquitectura de un nuevo orden fundado sobre principios radicalmente distintos. O bien, como gusta decir a algunos neorreaccionarios: un proyecto para resetear el sistema y reprogramarlo.
¿Qué significa entonces “prepararse”, si lo que se debe enfrentar ahora es esta doble e inmensa tarea? Lo primero que uno suele encontrar en las fuentes es la interpelación a un malestar general: el mundo se ha vuelto claustrofóbico y opresivo, dirigido por agentes extraños que se han apropiado ilegítimamente de la vida y del destino de cada uno de nosotros. El problema es que estas fuerzas extrañas, aunque ineficaces y obsoletas, controlan los centros de poder ideológico y cultural, logrando así dotar de consenso y sentido común a lo que no es sino una gigantesca estafa organizada.
La lucha cultural, por tanto, es la primera etapa de un “preparacionismo” que comienza adquirir aquí otro sentido. Esta suerte de Kulturkampf está encaminada a desconectar del dispositivo ideológico que, autores como Curtis Yarvin han tematizado bajo la noción de The Cathedral (universidades, redes intelectuales, grandes medios de comunicación, Hollywood, etc.). No se trata sólo de “llenar la zona de mierda”, como reza la prosa exquisita de Steve Banon, sino de inducir un despertar: la revelación del autentico conflicto que está teniendo lugar ante nosotros (Apokalupsis). En posesión de esta nueva verdad, de esta posverdad cabría decir, es posible prepararse para la segunda fase. Nick Land la denomina “la salida”.
El termino salida, al que también se refieren Klein y Taylor, adquiere en su artículo el sentido de una fuga del mundo, del desentendimiento ante su suerte y deriva. Algo de eso, ciertamente, emerge cuando rascamos la costra de todas esas demandas por la libertad, -divisa capaz de convocar a las más diversas sensibilidades- que no son sino producto del deseo de liberarse de las obligaciones que, entendidas como límites y limitaciones , nos atan a ese “otro-cualquiera” que representa la sociedad y la res publica; ese “otro” que se expresa a través de la democracia, los impuestos, la integración social o las políticas de género.
Pero la salida no es sólo una ruptura y un acto de liberación. La salida también apunta hacia un horizonte determinado y contiene la promesa de un mundo nuevo por construir. De ahí que los intentos de materialización de esta utopía adquieran dos formas características. Por un lado, adquiere esa forma que Marc Andressen denomina como destrucción creativa: desde DOGE, al delirante plan inmobiliario para Gaza, pasando por esa política migratoria donde coexisten deportaciones masivas con la expedición de golden visas para “ricos, buenos y confiables ciudadanos globales”, a los que se refería recientemente Howard Lutnick, secretario del tesoro. Pero, por otro lado, también adquiere la forma de una expansión de fronteras, de la exploración y conquista de mundos no contaminados y donde es posible experimentar el nuevo orden sin las limitaciones del viejo; según Peter Thiel: el ciberespacio, el espacio exterior y los fondos marinos. Acelerar el desenlace y la llegada del nuevo mundo es trabajar entonces en alguna de estas dos direcciones.
Este horizonte hacia el que apunta la salida debe, por lo demás, dotarse de orden y estabilidad. ¿Sobre qué principios debería apuntalarse? Es precisamente aquí donde cabe retomar la noción de “búnker” a la que se refieren Klein y Taylor en su artículo. El término posee un origen bélico y militar, pero las autoras lo resignifican al situarlo en el marco del complejo de Armagedon y lo convierten en un lugar de refugio donde resguardarse del colapso civilizatorio, un arca secular desde la que sobrevivir al diluvio.
Pero desde otro punto de vista, un búnker, además de ser un búnker, es propiedad inmobiliaria. Cabría incluso hablar de cualquier tipo de propiedad sobre la tierra, esa que en términos financieros se denomina como activos reales: el suelo y sus recursos, las costas, las infraestructuras y los complejos habitacionales, los dominios en el ciberespacio y las plataformas digitales, etc. Se trata, además, de un tipo de propiedad muy particular. Porque esos activos reales, como nos recuerda en su reciente libro Brett Chistopher, son elementos básicos para la reproducción de la vida cotidiana. En un contexto marcado por la escasez, la baja productividad y la competencia global se convierten en inversiones de altísima rentabilidad, sea por medio de la especulación o del rentismo. Desde esta perspectiva, la “tierra prometida” no es más que una póliza de seguros, un refugio ante tiempos inciertos.
Es más, la propiedad no tiene un sentido exclusivamente económico, pues también remite a un conjunto de relaciones sociales y de poder. En el proyecto neorreaccionario esta dimensión se expresa a partir de una redefinición del concepto de propiedad privada como un bien sobre el cual el propietario ejerce un dominio absoluto, exclusivo e incondicionado; desplazamiento de sentido que desvincula a la propiedad de cualquier obligación social y coerción política. Convertida en una suerte de dominus romano, la propiedad privada así concebida, señala Hans-Hermann Hoppe habilita derechos fundamentales como los de segregación y secesión, dos términos en absoluto inocentes en la cultura política norteamericana.
Podemos ahora discutir un último término: el de salvación. Antoni Doménech puntualizaba oportunamente que el dominus romano estaba investido de dominium no sólo sobre las cosas del patrimonio, sino sobre las personas que dependen de él: desde familiares a siervos, pasando por dependientes y clientelas. El dominus es simultáneamente pater familia y patronus, patriarca y patrón. Esta lógica, a la cual Domenech denominaba como “ley de familia”, es la que el proyecto neorreacionario propone, más allá de las concesiones que exige la realpolitik, como sustituto del espacio público y ciudadano, ese en el que las relaciones se establecen, no entre señores y dependientes, sino entre libres e iguales. Se trata de un fenómeno del que, partiendo de un ángulo distinto, Rita Segato ha tematizado bajo el concepto de “dueñidad”: el desborde de la lógica de la casa patriarcal, la del dominus y su potestad coercitiva sobre sus dependientes, más allá del espacio estrictamente doméstico y su expansión a todo tipo de esferas de la vida.
Este horizonte de refeudalización, alejado ya de cualquier noción de universalismo, establece los términos en los que tendrá lugar el juicio final, esa especie de apartheid cósmico en el que los justos serán separados de los impíos. En un sentido literal, los condenados son esos que constituyen la población sacrificable ante la catástrofe. Pero desde otro punto de vista, se trata de quiénes no forman parte de la comunidad de propietarios y, en consecuencia, no participan del poder político; es decir, toda esa masa de ciudadanos de segunda, de clases domésticas y clientes, de siervos y trabajadores que, con pulcritud escolástica, Curtis Yarvin se esfuerza por clasificar y jerarquizar en su delirio de Pacthwork.
Concluyamos. El experimento que he propuesto consiste en desplazar el punto de vista desde el que Klein y Taylor interpretan el problema del trumpsimo. No se trata de sustituir una explicación por otra: la pregunta sobre lo “qué nos cabe esperar” debe coexistir con la pregunta por “quién manda y quién obedece”, con la que además comparte un sustrato imaginario o metafórico común. Pero no es lo mismo enfocar el problema desde un ángulo u otro. Lo que desde un punto de vista significa una cosa, desde otro adquiere un sentido distinto. Y esto altera la composición final, puesto que optar por una perspectiva permite iluminar ciertos rasgos del problema, pero indefectiblemente oscurece otros.
En concreto, hemos visto cómo, a través de un enfoque sociopolítico emergen los trazos de un proyecto neorreaccionario de futuro que el punto de vista existencial que nos proponen Klein y Taylor no logra captar del todo. Para ellas, el fascismo del fin de los tiempos carece de esa proyección, no tiene futuro, y sólo es capaz de responder al desenlace del milenio mediante la fuga, el acorazamiento y la celebración macabra de la tragedia de otros. Pero hemos visto cómo la crisis es también una oportunidad para resetear el sistema y reprogramarlo en una dirección específica: esa que aspira a reintroducir en el orden social y político los principios de la desigualdad natural y la jerarquía de mando. De lo que se trata en este proyecto es de instaurar lo que Nick Land denomina como una “singularidad”: ese momento de inflexión en el que los cambios se vuelvan irreversibles. Desde este punto de vista, la huida y el desentendimiento del mundo no tienen cabida: el monje cenobita da paso al arquitecto y al programador.
Naomi Klein y Astra Taylor nos han ofrecido con su artículo un necesario soplo de aire fresco. Con un planteamiento sugerente han logrado simplificar el conflicto político entre esas dos fuerzas que, una y otra vez, se empeñan en aparecer en la historia: los pocos y la mayoría. Esto es mucho más relevante que cualquiera de los puntos que yo he podido discutir aquí. Pero una vez que acordamos qué es lo prioritario, conviene no perder de vista la necesidad de reservar un espacio para restituir la complejidad de la realidad social, indefectiblemente compuesta por múltiples perspectivas, las cuáles debemos ser capaces de integrar a través del diálogo colectivo. El fin de los tiempos nos urge a ello.
Alejandro Estrella González es profesor-investigador titular del Departamento de Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Cuajimalpa y pertenece al Sistema Nacional de Investigadores, Nivel I. Ha publicado obras como «Clío ante el espejo. Un socioanálisis de E.P. Thompson». Universidad de Cádiz-UAM. Cuajimalpa (2011); «Libertad, progreso y autenticidad. Ideas sobre México a través de las generaciones filosóficas». Editorial Jus (2014) y ha editado la selección de textos «E. P. Thompson. Democracia y socialismo». Edición crítica, UAM-Cuajimalpa/CLACSO (2016).