Se ha convertido ya en una verdad a gritos: las leyes actuales que definen y gobiernan la propiedad intelectual se han convertido en algo inútil, absurdo, causante de flagrantes incoherencias, incompatible con el progreso y responsable de todo tipo de problemas, que van desde injustas sanciones a inocentes hasta la muerte de miles de personas. […]
Se ha convertido ya en una verdad a gritos: las leyes actuales que definen y gobiernan la propiedad intelectual se han convertido en algo inútil, absurdo, causante de flagrantes incoherencias, incompatible con el progreso y responsable de todo tipo de problemas, que van desde injustas sanciones a inocentes hasta la muerte de miles de personas. La propiedad intelectual en su acepción actual es la gran piedra, el gran escollo en el medio del panorama del progreso. El nivel de hipocresía necesario para defender a día de hoy la propiedad intelectual tal y como fue concebida en la era anterior al desarrollo de la sociedad de la información es ya tan elevado, que únicamente aquellos que se benefician de la misma se atreven a sostenerlo sin que se les caiga la cara de vergüenza.
A día de hoy, la propiedad intelectual ya no sirve para justificar un incentivo a los creadores: sus creaciones, que sin excepción, se asientan en las de muchos otros anteriores formando parte de un producto social, no reciben la protección que demandan en un mundo en el que los bits circulan libremente sin restricción posible. Ni siquiera la doctrina Sarkozy, que pisotea algo tan básico en los países civilizados como el derecho a la privacidad de las comunicaciones, consigue parar lo que es por naturaleza imparable. Cuando el avance de la tecnología desequilibra de manera permanente la ecuación, la idea de promover el desarrollo de nuevas ideas restringiendo la libertad de otros para utilizarlas se convierte simplemente en un contrasentido, en algo que ya no beneficia a quien supuestamente tenía que beneficiar, ni incentiva los fines que debía incentivar. Algo que, por universal y asentado que parezca, por muchos convenios internacionales que invoque, resulta completamente absurdo y cómplice intentar mantener.
La noción actual de propiedad intelectual resulta más ridícula cada día que pasa, con cada noticia que lees: persecuciones dignas de la Santa Inquisición, largas manos de turbios personajes que convierten en ilegal lo que hasta entonces era comportamiento general y aceptado, subterfugios legales constantes para intentar mantener vivo al zombie, juegos sucios para subvertir la voluntad popular y legislar en contra de sus intereses… Mires donde mires, todo forma parte de la misma gran mentira, impulsada únicamente por sus beneficiarios y sostenida por la complicidad de unos políticos que no saben y que no quieren ver más allá.
Un reciente informe, «Toward a New Era of Intellectual Property: from Confrontation to Negotiation«, subraya la imperiosa necesidad de redefinir los términos de la propiedad intelectual para adaptarlos a los tiempos en que vivimos. Una alternativa a quienes, directamente, abogan por su directa abolición. Voces que, sin duda, habrá que escuchar y tener en cuenta en un debate que aparece como una tarea imposible, por los importantísimos intereses económicos que lo impiden y la magnitud del consenso que sería preciso alcanzar para el mismo. Sin embargo, una cosa es clara: empeñarse en defender las teorías clásicas no nos lleva a ningún sitio, más que al sinsentido, al beneficio de unos pocos interesados y al perjuicio del progreso en general.