Las reuniones del G-20 este mes, primero en Busán, Corea del Sur, para los ministros de Finanzas, y más avanzado el mes en Toronto para los jefes de gobierno, marcan el momento en que los principales actores de la economía mundial cambian de marcha y pasan del estímulo presupuestario al recorte de gastos. No todos […]
Las reuniones del G-20 este mes, primero en Busán, Corea del Sur, para los ministros de Finanzas, y más avanzado el mes en Toronto para los jefes de gobierno, marcan el momento en que los principales actores de la economía mundial cambian de marcha y pasan del estímulo presupuestario al recorte de gastos. No todos están de acuerdo al respecto.
Antes de la reunión de Busán, el secretario del Tesoro de Estados Unidos, Tim Geithner, hizo una advertencia en contra de «una maniobra generalizada e indistinta para implementar planes de consolidación» e destacó la necesidad de «proceder al ritmo del fortalecimiento de la recuperación del sector privado». Pero los otros ministros de Finanzas no se hicieron eco de las advertencias de Geithner. Más bien, hicieron hincapié en la «importancia de contar con finanzas públicas sostenibles» y en la necesidad de «medidas destinadas a asegurar una sustentabilidad fiscal». Atrás quedó la insistencia en estrategias de salida cautelosas y de implementación gradual; la búsqueda de un reequilibrio resultó casi imperceptible en el comunicado de la reunión.
Este cambio afecta a Europa antes que a nadie. Poco antes del encuentro de Busán, los países del sur de Europa anunciaron importantes esfuerzos de consolidación con la esperanza de tranquilizar a los mercados de deuda. Poco tiempo después, el primer ministro británico, David Cameron, anunció «años de dolor por delante». La canciller de Alemania, Angela Merkel, diseñó un plan de reducción de gastos de 100.000 millones de dólares, y el primer ministro francés, François Fillon, un plan similar de 80.000 millones de dólares.
Los países avanzados enfrentan una situación presupuestaria sombría, con déficits que promediaron el 9% del PBI en 2009 y con una perspectiva de ratios de deuda pública que aumentarán de aproximadamente el 70% del PBI antes de la crisis a más del 100% del PBI en 2015. De acuerdo con estimaciones del FMI, llegar a un ratio de deuda del 60% en 2030 exigiría un ajuste presupuestario de casi nueve puntos porcentuales del PBI en promedio entre 2010 y 2020. Si bien algunos países en el pasado implementaron ajustes de una magnitud similar, una consolidación generalizada de este tipo no tiene precedentes.
¿Cuán doloroso será el ajuste? En el pasado, algunos países han experimentado una consolidación sin lágrimas, porque el lanzamiento de un programa de reducción de costos estuvo acompañado de una caída en las tasas de interés a largo plazo, una declinación de los ahorros privados o un aumento de las exportaciones gracias a una depreciación del tipo de cambio (o todo esto al mismo tiempo). Pero las condiciones de hoy se caracterizan por tasas de interés bajas y un alto nivel de deuda privada, de modo que nada de esto tal vez ayude, excepto quizás a los efectos del tipo de cambio. De hecho, la depreciación ya comenzó en Europa, y muchos observadores consideran que la caída del euro, de 1,5 dólares a fines de 2009 a 1,2 dólares en los últimos días, basta para compensar en el corto plazo el impacto negativo del recorte de gastos en el crecimiento.
Pero esto sólo puede funcionar si Estados Unidos no sigue el ejemplo y sigue actuando como consumidor de último recurso. Esto tal vez no suceda. Aún si Estados Unidos sigue posponiendo la reducción de gastos, el Congreso de Estados Unidos probablemente no tolere una apreciación del dólar estadounidense que permita que los exportadores europeos sean más competitivos y deposite el peso de sustentar la recuperación en los consumidores estadounidenses.
Más importante aún, los mercados de bonos, cada vez más nerviosos, en algún momento empezarán a cuestionar la sustentabilidad de las finanzas públicas de Estados Unidos. La posición fiscal estadounidense no es mejor que la de países europeos importantes como Alemania, Francia o el Reino Unido; de hecho, es peor. La diferencia es que la UE está fragmentada, de manera que los mercados empezaron por cuestionar la solvencia de los países más débiles dentro de la UE, y que Europa no ve rédito en el argumento de que fue la primera en sufrir la presión.
Afortunadamente, la situación de las finanzas públicas es totalmente diferente en el mundo en desarrollo, que en algunos casos se vio afectado por cambios de rumbo de los flujos de capital como consecuencia del colapso del comercio mundial, pero que no enfrenta el desafío de un ajuste interno. Si bien un auge del crédito interno puede ser una amenaza en el futuro, los bancos de los mercados emergentes básicamente se mantuvieron inmunes al estallido de la crisis financiera. En consecuencia, los sectores no financieros domésticos no enfrentan la perspectiva de una disminución del apalancamiento.
Aún más importante es el hecho de que el desafío fiscal para estas economías es de mucha menor magnitud que en el mundo avanzado; en rigor de verdad, apenas existe. Los puntos de arranque son un ratio deuda pública-PBI del 40% y un déficit presupuestario promedio que, como porción del PBI, es cuatro puntos porcentuales menor que en el mundo avanzado. En un contexto de crecimiento potencial mucho más rápido, sólo se necesita un esfuerzo menor para mantener el ratio de deuda en alrededor del 40%.
Así las cosas, ¿qué sucede si Europa y Estados Unidos entran en una fase de ajuste presupuestario prolongado mientras el mundo emergente se mantiene en curso? ¿Qué pasa si la divergencia entre el norte y el sur dentro del G-20 se amplía aún más?
Existen cuatro consecuencias probables.
Primero, habrá un rezago significativo del crecimiento mundial. Más allá de lo que haga el mundo emergente para sustentar la demanda interna y reorientar las exportaciones de los países avanzados a otros países emergentes, el elefante europeo y el estadounidense (para no mencionar el japonés) son demasiado grandes para que su enfermedad no tenga efecto en el crecimiento mundial.
Segundo, el diferencial de crecimiento entre los países emergentes y los países avanzados se ampliará, lo que a su vez intensificará los flujos de capital y mano de obra calificada hacia el mundo en desarrollo.
Tercero, los países avanzados necesitarán respaldo monetario, lo que implica tasas de política monetaria bajas para los próximos años, mientras que las necesidades monetarias en los países emergentes y en desarrollo serán radicalmente diferentes. Esto inevitablemente hará que los enlaces de tipo de cambio fijo colapsen bajo presión ya que la misma política monetaria no puede ser apropiada para ambas regiones.
Finalmente, en lugar de ocuparse de los desafíos comunes, como en 2009, los miembros del G-20 tendrán que lidiar con su divergencia. Se tratará de una importante prueba de resistencia para una institución que demostró efectividad en la crisis, pero que todavía tiene que pasar la prueba planteada por esta nueva fase de la economía global.
La cumbre de Toronto brindará una primera oportunidad de evaluar la capacidad del G-20 para adaptarse a las nuevas condiciones.
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