Para algunos el mundo no es complejo, sino simple, algo así como el mecanismo de «un botijo posmoderno», en cuyo orificio más ancho cabe echar palabras aderezadas con sentimientos, dispuestas a refrescar el gaznate de cualquiera que tenga la garganta seca y que tenga capacidad de beber por su orificio más pequeño. Mientras, en el […]
Para algunos el mundo no es complejo, sino simple, algo así como el mecanismo de «un botijo posmoderno», en cuyo orificio más ancho cabe echar palabras aderezadas con sentimientos, dispuestas a refrescar el gaznate de cualquiera que tenga la garganta seca y que tenga capacidad de beber por su orificio más pequeño. Mientras, en el interior del barro cocido, descansarán frescas las mentiras de tal forma que algunos alfareros de la política han conseguido que nos olvidemos de que el barro, como la realidad, siempre es porosa. El mundo que nos rodea, eso que denominamos realidad, es complejo, inabarcable e inaprensible. Su incomprensión puede producirnos miedo, angustia, dudas por lo que intentamos hacer comprensible esa realidad, si bien en ocasiones caemos la sobre-simplificación lo cual irremediablemente nos acaba llevando a la estupidez. Hoy en día, cuando los titulares ambiguos -si no abiertamente tendenciosos- se vierten como olas en la sociedad que replicará como mantras, ecos superficiales pero que se creen a pie juntillas, la realidad parece ahogarse en la retórica de lo banal, manipulado y viciado de origen. Si algún valiente está dispuesto a surfear por las olas constitucionales y a arañar la espuma de la frase de reclamo «todo lo anticonstitucional malo, la constitución lo único bueno, la única verdad» se encuentra con una letra pequeña que subyace en lo profundo que nada tiene que ver con la verdad incoherente o falaz proclamada desde la superficie. La constitución está hecha para servir a la sociedad, una evidencia de Perogrullo. Como se sabe, el profeta en cuestión paremiológico o de la literatura tradicional, Pedro Grullo, Pedrogrullo, Pero Grullo o simplemente Perogrullo, «que a la mano cerrada la llamaba puño», fue el primer decidor de perogrulladas o tautologías retóricas, esto es, verdades redundantes o pleonásticas que nos recordaba que «el primer día de enero que vendrá será primero día del año». Pero en estos días en que la banalidad se ha extendido como una peste, el sentido común ha pasado a ser el menos común de los sentidos, lo cual, al margen de las verbigracias vertidas no tiene ni la menor gracia. Tal y como recordaba A. P. Chéjov, no hay nada más terrible, insultante y deprimente que la banalidad.
La epidemia de la banalización se extiende cada vez con mayor virulencia, contagiando con su simplificación de la realidad y con ese néctar del que siempre dispusieron los dioses, y que hace estragos en la sociedad: la mentira. Al fin y al cabo, la posverdad no implica que haya mentirosos tanto en cuanto gente dispuesta a comprar esa mentira independientemente de lo alto que pueda suponer el coste. La posverdad no supone únicamente abrazar las creencias sin base o contrarias a los hechos objetivos, los que en última instancia permiten efectuar juicios de valor atendiendo a los hechos y la lógica, pues al basarse en sentimientos o sensaciones, implica un acuerdo entre quienes hacen un discurso basado en la mentira y los que quieren creerla.
En este marco de simplezas y mentiras parece difícil atreverse a abrir el ánfora de pandora que supone el controvertido y siempre complejo tema de la violencia. La frontera entre lo aceptable y lo inaceptable en términos de violencia es arduamente complicada, y su situación varía en función de la perspectiva desde la que se considere. La perspectiva de lo lícito y lo ilícito, a la hora de analizar un acto o una actitud violenta, supone que frente a la violencia inaceptable exista otra que sí lo es. Si esto creemos, si realmente nos vinculamos a un Estado al margen de que esta pueda invalidar razones, es lógico, por lo menos, poder exigir una justificación a toda aquella violencia que pretenda imponerse como aceptable. En este sentido, que alguien justifique la violencia policial del 1 de octubre, es inaceptable, como lo es que parezca que haya que esconderse de ciertas voces airadas para decir algo tan evidente como eso. Ciertamente, la estrategia del gobierno es digna de estudiar en manuales, pues ya no busca razones teleológicas de banderas para justificarla, sino que ha dado un paso más y la niega. Dado que se niega la realidad de las imágenes, en cierta forma dignifica por arte de birlibirloque cualquier tipo de actuación policial que se haya podido cometer. Esta perspectiva, junto a la estrategia de esgrimir una retórica etiológica, esto es, subrayar el contexto para justificar la violencia, acaba paradójicamente por promover la idea de que toda persona que critique la violencia miente, abducido como está por sentimientos nacionalistas o independentistas, esos «alienígenas» quien le pese viven aquí al lado.
Así las cosas, parece que algunos ciudadanos o asociaciones tengan que pedir perdón por criticar ciertas actuaciones que según la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, fueron «de modo proporcional y proporcionado» mientras que fuera de las fronteras -sí, fuera también hay vida- el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos ha solicitado una investigación independiente e imparcial de los actos de violencia ocurridos en Cataluña alrededor del referéndum, petición a la que se ha sumado Amnistía Internacional al confirmar la existencia de «golpes a personas indefensas que no ofrecían resistencia».
Más allá de que sin duda alguna no deben ser «mucho españoles y muy españoles» por solicitar una investigación, lo más preocupante de todo es, al margen de la ideología que se pueda procesar, el aplauso por gran parte de una sociedad que parece volverse acrítica cuando le enseñan una bandera. El tema, de tan simple, se hace ciertamente complejo por lo que implica. El narrador de la violencia en su «injusta proporcionalidad» duda de todo aquel que haya visto o peor aún, padecido dicha violencia. La posverdad que surge de la mano del populismo y la política nos conduce inevitablemente a un mundo más peligroso. El filósofo y escritor Miguel Catalán señaló en su momento el enigma intelectual y el escándalo moral que supone «la mentira» al observar la feliz convivencia de estas dos realidades en apariencia incompatibles: el teórico odio universal hacia la misma y su práctica no menos universal. Y así volvemos a nuestro botijo, ese mecanismo tan simple que nos recuerda la necesidad de diferenciar lo simple de lo simplificador, de reducir o ser reducido a lo esencial o bien pasar a ser parte de una maniobra en alguna lucha por el poder. Llámeme antiguo pero personalmente, prefiero esa joya de la tecnología arcaica que sirve echar un buen trago de agua fresca para luego alzar más alta la voz (o la escritura) -por mucho que pueda molestar al personal abanderado- y no engañarme con la «proporcionalidad tan desproporcionada». Ya lo decía Cicerón, la verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio.
José Antonio Mérida Donoso, Doctor, profesor asociado en la Universidad de Zaragoza.
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