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La rebelión de las élites

Fuentes: Público

Un ensayo de Gerardo Pisarello analiza el proceso mediante el cual las doctrinas económicas neoliberales se han ido incorporando progresivamente a las constituciones para impedir que los gobiernos controlen los poderes financieros.

Cuando terminó la II Guerra Mundial, el mundo se partió en dos. La fotografía mostraba dos bandos, el capitalista y el comunista, cuyo juego de fuerzas definiría la política internacional de las siguientes décadas. Sin embargo, dentro del primer bloque se fue generando otra división más desigual: los que tenían mucho dinero y los que tenían bastante menos. El desarrollo económico capitalista avanzaba viento en popa, sobre todo en Estados Unidos, pero el incómodo enemigo socialista no era el único frente abierto. Las revueltas sociales de finales de los sesenta amenazaron el dominio de las élites, que comprobaron cómo el sueño de estabilidad política y crecimiento económico eterno ni funcionaba, ni contentaba a todos.

«En ese momento, comenzó a gestarse un bloque de poder económico-financiero dispuesto a frenar cualquier proceso de democratización que pudiera afectar sus intereses. Con el fin del mundo bipolar, ha logrado colonizar partidos, parlamentos y tribunales. Además de hacerse, claro, con el poder mediático necesario para controlar el relato de lo ocurrido», explica a Público Gerardo Pisarello, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona y autor de Un largo termidor (Trotta), un ensayo que analiza el progresivo vaciamiento de elementos democráticos en las constituciones a partir de la posguerra.

El mercado capitalista, en algunos países, había generado riqueza, pero la máquina se atrancaba cuando a la ciudadanía se le ocurría levantar la voz con demandas sociales garantizadas en las constituciones de sus países. ¿La solución? Con el beneplácito del poder político, ajustar el engranaje constitucional, liberando espacio para las finanzas y recortando derechos a los ciudadanos.

Rockefeller mueve los hilos

Uno de los implicados en esta ofensiva contra el constitucionalismo democrático tiene un nombre fácilmente reconocible: David Rockefeller. En 1975, la Comisión Trilateral, una organización internacional fundada por el magnate, emitió un informe alertando que la democracia se encontraba en una encrucijada. ¿Se refería a la pujanza de partidos de ideología fascista? ¿O quizás al fantasma del anarquismo? Nada de eso: según el escrito, determinados regímenes políticos estaban perdiendo legitimidad por la sobrecarga de demandas políticas y sociales que recibían por parte de la ciudadanía. Es decir, la democracia estaba en una encrucijada porque los ciudadanos protestaban mucho. Así es como, según escribe Pisarello, se consiguió «atenuar el alcance del principio democrático, reduciéndolo a la participación esporádica en elecciones más o menos competitivas», con el objetivo de no condicionar en exceso «el libre funcionamiento del mercado capitalista».

La llegada al poder de Margaret Thatcher y Ronald Reagan tras la crisis económica de los setenta allanó el camino a la Constitución mixta neoliberal, que «consiste en una reconfiguración de las relaciones de poder que lo concentra en pocas manos, política y económicamente», analiza Pisarello. «Es un régimen mixto porque conviven en él elementos oligárquicos y democráticos. Lo que ocurre es que el elemento democrático, participativo, es desplazado hasta volverse marginal e inofensivo. Los antiguos griegos no se engañaron y llamaron a esta forma de gobierno oligarquía isonómica. Un régimen controlado por minorías económicas que tolera algunas libertades públicas», añade.

Volvamos ahora al presente. La fotografía, en esta ocasión, muestra a miles de personas reclamando en la calle «democracia real». «No somos antisistema, el sistema es antinosotros», denuncian. «No somos mercancía en manos de políticos y banqueros», gritan. De nuevo, el contexto es de crisis y, de nuevo, las decisiones políticas están acompañadas de un mensaje, «No hay otra alternativa», el mismo que popularizó Thatcher en los ochenta.

Y en el interior del Parlamento, un Gobierno socialista, el de Zapatero, aprueba una reforma exprés de la Constitución para limitar el déficit público: «Es el sueño del neoliberalismo», corrobora Pisarello, «ya que genera una fuerte presión para la reducción del gasto social. Pero la gran banca ha exigido más: consagrar la prioridad absoluta’ de pago a los acreedores de deuda pública. Esta cláusula no tiene parangón en ninguna otra constitución del mundo. Exige destinar lo que las administraciones ingresen a pagar, ante todo, a los acreedores externos. No hace falta ser un premio Nobel para advertir que esto profundizará los recortes y las privatizaciones. Por eso tantas prisas y tanto empeño en evitar un referéndum con debate previo».

La rebelión de las élites

La reforma de septiembre de la Constitución Española es el último paso de un proceso iniciado en los setenta (denominado por el historiador Christopher Lasch como La rebelión de las élites), que vivió su máximo apogeo en la década siguiente y que se consolidó durante la globalización de finales de siglo XX.

La carta magna que mejor ejemplifica este trayecto es la portuguesa: aprobada un año después de la Revolución de los claveles de 1974, comprometía al país con «la transformación en una sociedad sin clases» y estipulaba que el objetivo del estado democrático era «asegurar la transformación hacia el socialismo». Seis años después, se produjo una reformulación del texto eliminando estas señas de identidad y amoldándose al nuevo capitalismo que venía de Europa. En 1989, año de la caída del Muro de Berlín, la excepción social de la constitución portuguesa se abría definitivamente a los imperativos del «mercado común europeo».

En el caso de la Carta Magna Española de 1978, Pisarello opina que está «a medio camino entre dos épocas». «Contiene elementos socialmente avanzados, vinculados a la lucha antifranquista, que se han cumplido poco. Y otros que casan bien con el clima neoliberal que comenzaba a gestarse: la opción por la economía de mercado, el reconocimiento debilitado de los derechos sociales y una marcada desconfianza frente a los mecanismos de participación popular directa», corrobora.

La izquierda desarmada

Ninguno de los gobiernos de izquierdas de la Europa de los ochenta logró frenar la liberalización de los mercados financieros. Ni siquiera el de François Miterrand en Francia, que fue el que con más ahínco intentó resistir el embate neoliberal. «Llegó al gobierno con un programa ambicioso de reformas, pero acabó capitulando ante los mercados», explica Pisarello.

La globalización y la integración europea de los noventa sellaron el triunfo de La rebelión de las élites. El Tratado de Maastricht de 1992 fue un elemento clave en la nueva arquitectura económica, ya que «acabó de ceñir un corsé neoliberal que condicionaría los desarrollos constitucionales de los años posteriores».

Según Gerardo Pisarello, el Tratado de Maastricht impuso severos criterios de convergencia económica que «eran un acicate para la reducción del gasto social y la contención de los salarios, a la vez que un aliciente, como se demostraría luego, para la especulación financiera».

Las consecuencias de esta ofensiva se viven en la actualidad en su mayor crudeza. «La socialdemocracia no ha querido ni ha sabido oponerse al capitalismo globalizado. Es más, en muchos casos lo ha impulsado con entusiasmo, cavando así su propia tumba. Esto explica la migración de mucha gente de izquierdas, sobre todo jóvenes, a la abstención o a otras fuerzas políticas. Y también la aparición de un peligroso populismo de extrema derecha», sostiene Pisarello.

En Un largo termidor, el ensayista también saca a la luz los personajes y las ideas que a la larga han provocado este deterioro democrático de los textos constitucionales. Como por ejemplo el jurista y economista austriaco Friedrich Hayek, autor de The Constitution Of Liberty, el libro que un día enarboló Margaret Thatcher en la Cámara de los Comunes para justificar sus políticas proclamando «esto es en lo que creemos».

Hayek, figura a la que también recurre en sus discursos la popular María Dolores de Cospedal, era discípulo del ultraliberal Von Mises, que alabó la política de Mussolini por su defensa de la propiedad privada. En algunos pasajes de su obra, el austriaco menospreció la Declaración Universal de los Derechos Humanos al estar escrita «en la jerga característica de los dirigentes sindicalistas» y criticó las constituciones sociales al favorecer una «democracia ilimitada».

La contrarrevolución de Hayek, eficazmente conseguida tal y como está demostrando la historia, apuntaba a colocar el «orden espontáneo» del mercado a resguardo de las urnas y combatir la «idea atávica de la justicia distributiva».

Un mundo liberticida

Junto a Hayek y Von Mises, Pisarello recuerda a economistas como James M. Buchanan y Milton Friedman: «Presumen de ilustrados y se reclaman herederos de Kant, Locke o Adam Smith, pero estos pensadores se horrorizarían si oyeran sus soflamas. Algunos neoliberales, de hecho, mantuvieron relaciones con dictaduras claramente liberticidas. Friedman fue el maestro de los economistas de Pinochet. Y Von Mises, un admirador de los fascistas austriacos de los años treinta».

El mejor y más perverso colofón a este proceso lo puso, otra vez, la Dama de hierro. Cuando al final de su mandato le preguntaron por su mayor éxito político, no lo dudó un instante: «Anthony Blair».

Fuente: http://www.publico.es/culturas/404231/la-rebelion-de-las-elites