Una de las características de las revoluciones es el vértigo en sus cambios. Una reflexión histórica nos muestra que estos cambios nunca acontecen sin una importante -y casi siempre cruenta- resistencia. Las sociedades normalmente resisten los cambios aun cuando estos sólo obedezcan a aspectos modales entre generaciones. Esto hace que, aunque no existan grandes cambios […]
Una de las características de las revoluciones es el vértigo en sus cambios. Una reflexión histórica nos muestra que estos cambios nunca acontecen sin una importante -y casi siempre cruenta- resistencia. Las sociedades normalmente resisten los cambios aun cuando estos sólo obedezcan a aspectos modales entre generaciones. Esto hace que, aunque no existan grandes cambios en el marco de la infraestructura económica las superestructuras resistan los cambios muchas veces con fiereza digna de mejores causas.
En períodos de cambios suaves la generación precedente termina acomodándose a las innovaciones sin mayores traumas. De igual forma ocurre con los cambios de la generación emergente; estos van imponiendo sus propios valores estéticos sin mayor resistencia. Esto no es así cuando se precipitan los grandes cambios; aquellos que afectan todo el conjunto del modelo fundamento del grupo social. Cuando coliden dos grandes capas tectónicas -por ejemplo cuando a la forma de producción y apropiación capitalista se le enfrenta la de carácter socialista- las consecuencias en todo el marco de las superestructuras son similares a las de un gran terremoto. Nada o casi nada quedará en pie y se le plantea a la generación emergente la dura tarea de construir no sólo desde cero sino luego de desconstruir los rezagos del viejo sistema.
Lo deseable sería que estos cambios ocurrieran sin violencia ni dolores extremos, no obstante, la historia humana demuestra hasta la saciedad que esto no es poco probable. Al ver los distintos cambios históricos de cierta envergadura o los equilibrios interrumpidos significativos encontramos que todos estos cambios antes o después condujeron a contradicciones entre las viejas fuerzas que se resisten a morir y las nuevas que no terminan de nacer resueltas sobre ríos de sangre.
El viejo estamento activa toda la inteligencia conservadora desarrollada por años así como todos sus recursos y sólo cejará en su empeño cuando arrinconado no le quede otra opción que emprender el camino hacia la muerte y esto siempre lo hará -como fiera mal herida- atacando e hiriendo. En Venezuela los cambios progresivamente han dejado de ser cosméticos deviniendo en profundos. Lo deseable sería el avenimiento antes que la confrontación, la razón antes que el absurdo, sin embargo, al igual que en otros procesos históricos el avenimiento y la razón no pareciera ser la salida aceptable por el status moribundo.
En Venezuela todo pareciera indicar que se va por el mismo camino. Poco o nada pareciera decirle a la clase dominante las expresiones continuas de los mayoritarios sectores excluidos a lo largo de los últimos 18 años. ¿Cómo no entendieron la seriedad del campanazo popular del 27 de febrero de 1989? Ceguera, absurdo y torpeza ¿verdad?, porque allí estaban claras las líneas maestras del terremoto social que se les venía encima. Allí estaba claro un pueblo, condenado por la ausencia de liderazgo y vasos comunicantes proactivos a protagonizar el doloroso episodio que terminó en una masacre incuantificada debidamente hasta el momento. En aquella oportunidad, aquellos personajes -estos mismos que hoy representan la oposición en Venezuela, con pocas caras nuevas- se esforzaron en venderle al pueblo el desgastado producto, marchito y sin atractivo, de su democracia representativa.
Por ningún lado se vio la reflexión o la razón; la bulla y el disimulo fueron la nota descollante. Pocos advirtieron que el viejo marco político, social y económico estaba tocando a su fin; pocos advirtieron que las legiones de excluidos producidos en un país que nadaba en dinero, mientras unas pequeñas minorías vivían el encanto del american way of life, no soportaba más. Autistas, como sólo pueden llegar a serlo los soberbios, el mundo se les venía encima y no lo vieron. La oportunidad de renovar sin traumas les pasó por las narices sin verla. De igual modo obviaron, en el paroxismo del absurdo, el verdadero mensaje del 4 de febrero y 27 de noviembre de 1992, la persistente observación de sus lindos ombliguitos no les permitió verlo. Viven en eso aún hoy… mirándose sus ombliguitos y negándose a la reflexión, ¡no hay sino que verlos!
Sorprendentemente, los tecnócratas, politólogos y otras joyas de la academia burguesa, eternos invitados en los canales de la televisión, se dejaron ganar por la arrogancia, incapaces de anteponer el cerebro a las vísceras, negándose a reconocer su responsabilidad en el empobrecimiento de todo un pueblo, causa de estos chispazos sociales de alerta. Es claro que bajo esas premisas y desde esa actitud fue imposible el avenimiento e incluso la aceptación de buena gana de los cambios en la estructura del sistema económico, político y social. Sólo ha venido ocurriendo lo que tenía que ocurrir, tampoco cambiarán mucho las cosas, seguirán ciegos insistiendo en desconocer toda evidencia y buscando salidas violentas, ahora cuando se les viene la Reforma Constitucional. ¡Que nadie lo ponga en duda, volverán a tropezar con la misma piedra!
No terminan de salir de su única conclusión: ¡Chávez vete ya!, nada ha cambiado desde que ese grito animaba sus marchas allá por 2002; ignoran que Chávez no es el problema, creen que matando al emisario acaban con el mensaje. No podrán jamás con Chávez, no volverán, porque cada vez que a lomos de su inmensa maquinaria mediática logran hacer titubear a algún indeciso, la sola vista -como probable alternativa- de estos facinerosos de siempre, hace que el pueblo vuelva su mirada hacia Chávez como su única esperanza.
Sin duda el absurdo puede alcanzar niveles insospechables, tengo la dolorosa convicción de que la canalla procederá con tal bribonería que preferirá -como la falange franquista- una Venezuela rota antes que roja; una Venezuela bañada en sangre antes que ceder uno solo de sus privilegios.