En el próximo año y medio, la ciudadanía europea informada estará pendiente del difícil proceso de ratificación de dell «Tratado por el que se establece una Constitución para Europa». Tras el referéndum español, la nueva Constitución europea deberá ganarse el apoyo de la mayoría de los votantes en, al menos, nueve Estados comunitarios. Puede que […]
En el próximo año y medio, la ciudadanía europea informada estará pendiente del difícil proceso de ratificación de dell «Tratado por el que se establece una Constitución para Europa». Tras el referéndum español, la nueva Constitución europea deberá ganarse el apoyo de la mayoría de los votantes en, al menos, nueve Estados comunitarios. Puede que el Tratado no resista la prueba y el proceso de ratificación descarrile el próximo mes de mayo en Francia. ¡Ojalá!, porque indicará que la crítica de izquierdas al Tratado constitucional, que hoy parece mayoritaria en el electorado francés de izquierdas, se habrá consolidado y extendido a pesar de la dirección de los socialistas franceses, de la victoria del sí en la consulta celebrada entre los afiliados socialistas y del apoyo brindado por Zapatero a Chirac. El triunfo del no en Francia supondría probablemente un golpe definitivo para el Tratado constitucional y, en cualquier caso, un toque de atención para las elites y fuerzas europeas dominantes que se atrevieron a consagrar en el Tratado la ideología y la política económica más sectarias y dogmáticas de la derecha neoliberal. Implicaría también un aviso para el pragmatismo con el que el gobierno del PSOE encaró el referéndum con el objetivo de ganar espacio y apoyos en los gobiernos e instituciones de la UE, a costa de alentar el desconocimiento masivo sobre lo que se votaba y de blindar a su electorado frente a las críticas de izquierdas que, por cierto, quedaron confinadas, por deméritos propios, en campañas y consignas que apenas salieron de reducidos círculos de activistas y que sólo movilizaron hacia las urnas a una parte del electorado de los partidos, a la izquierda del PSOE o nacionalistas de izquierdas, que pidieron el no. En un carril paralelo al de la aprobación del Tratado constitucional, la UE se juega la definición de los contenidos económicos, sociales, políticos o de seguridad y defensa del proyecto europeo. No todo queda determinado por el texto del Tratado constitucional. La aprobación (o, en su caso, la no ratificación) de la Constitución europea no resuelve ni determina ninguno de los debates de gran calado que están en marcha en la UE. Un simple recuento de las cuestiones de naturaleza económica que deben ser revisadas en los próximos meses, junto a la recientemente aprobada flexibilización del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, puede dar idea de la trascendencia de los debates y decisiones que configurarán la identidad y el perfil de la UE en los próximos diez o quince años: perspectivas financieras para el periodo 2007-2013 (e importancia y reparto de los fondos estructurales y de cohesión); incorporación de las monedas de los nuevos socios al sistema monetario europeo bis (en el que obligatoriamente deben integrarse, a la espera de cumplir los criterios de convergencia nominal que les permitan individualmente adoptar el euro); actuación respecto a los movimientos de desinversión y deslocalización (que pueden verse agravados en el sector servicios si finalmente, tras su reciente paralización, sale adelante la directiva Bolkestein); concreción en políticas y en buen gobierno comunitario del inoperante acuerdo de Lisboa. La primera de esas cuestiones ya se ha resuelto: el último Consejo Europeo de Bruselas (22 y 23 de marzo de 2005) aprobó por unanimidad los criterios para la revisión del Pacto de Estabilidad y Crecimiento. El análisis de su contenido, de los cambios introducidos y de cómo se ha llegado al acuerdo nos permitirán apreciar qué vientos empujan a la UE y qué papel han jugado las principales fuerzas y agentes europeos que pretenden influir en la construcción europea y que tratan de preservar sus intereses en ese proceso. Sirvan estas notas para dar cuenta de lo sucedido con el Pacto de Estabilidad e intentar reflexionar sobre su incidencia en la marcha de la UE.
1.- ¿En qué consistía el Pacto?
El Pacto del Estabilidad y Crecimiento quedó regulado en la resolución del Consejo Europeo de Ámsterdam de junio de 1997 y en los reglamentos 1466/97 y 1467/97 del Consejo. Se pretendía prolongar el esfuerzo de reducción de los déficit públicos que requería la configuración de un espacio de estabilidad monetaria como paso previo necesario a la unión monetaria. Ya antes, el Tratado de la Unión Europea (o Tratado de Maastricht), que entró en vigor el 1 de noviembre de 1993, planteaba la moneda única como objetivo de la Unión y, en uno de los Protocolos, definía los límites cuantitativos que concretan desde entonces el rigor presupuestario: el déficit público no podrá superar el 3% del PIB ni la deuda pública (o déficit acumulados) el 60%. A favor del Pacto o, lo que es lo mismo, del establecimiento de reglas fiscales estrictas jugaba la mala experiencia de excesiva acumulación de deuda pública en la década de los ochenta y en la primera mitad de los noventa, los temores a que la introducción del euro agravase los déficit presupuestarios y la necesidad de contar con una estabilidad monetaria suficiente para que la utilización de la nueva moneda europea generara los beneficios previstos. La estabilidad presupuestaria (entendida como sometimiento mecánico del gasto estatal a los ingresos públicos, al margen de cualquier otro tipo de consideración) y el control de la inflación conformaban los criterios de convergencia nominal exigidos a los Estados que aspiraban a participar en la unión monetaria, pues se entendían como la condición necesaria que permitiría el correcto funcionamiento de la moneda única. Un espacio económico tan heterogéneo como la UE y con tan grandes desigualdades internas en los niveles de productividad, rentas, conocimiento o desarrollo tecnológico no puede constituirse en unión monetaria y compartir moneda, política monetaria y una autoridad monetaria sin preservar, junto a la estabilidad de los precios, el rigor presupuestario. Recordemos que esa autoridad monetaria es el Banco Central Europeo y que el nuevo Tratado constitucional ha reafirmado su independencia del poder político, inmunizándolo así frente a todo tipo de presión política, y ha confirmado que su objetivo exclusivo es la lucha contra la inflación, sin que sus decisiones deban tener en cuenta su repercusión sobre el crecimiento o el empleo. Garantizado el control de la inflación por el BCE, se consideró que la otra pata de la estabilidad nominal, la política presupuestaria, cuya gestión sigue en manos de los estados socios, requería de un pacto que permitiera coordinar las políticas presupuestarias nacionales y evitara la aparición de políticas laxas de gasto público y los consiguientes déficit presupuestarios excesivos. Ese instrumento fue el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que comprendía dos tipos de disposiciones: las primeras, de carácter preventivo, establecían una vigilancia supraestatal sobre los presupuestos de los Estados de la zona euro y un sistema de alerta rápida que permitiría dirigir recomendaciones a los gobiernos implicados; y las segundas, de carácter disuasorio y sancionador, concretadas principalmente en un procedimiento para atajar los déficit excesivos, que se desencadenaría cuando un Estado sobrepasara los límites establecidos (especialmente un déficit superior al 3% del PIB) y que incluía las medidas destinadas a poner fin a esa situación y la posibilidad de imponer sanciones de hasta el 0,5% del PIB del Estado indisciplinado.
2.- ¿Por qué se ha reformado el Pacto?
En la segunda mitad de los años noventa, las reglas establecidas para imponer una disciplina fiscal colectiva entre los Estados miembros de la UE funcionaron con aparente éxito. Aparente porque, en realidad, la mejora de los resultados fiscales se debió más al fuerte crecimiento económico generalizado de aquellos años y a la importante reducción de los gastos financieros, producida por una fuerte reducción de los tipos de interés que permitió aligerar los pagos asociados al servicio de la deuda pública. Interesados en percibir sólo relaciones causales y en confundir efectos con causas, muchos neoliberales convirtieron la realidad (los datos que mostraban la convivencia entre crecimiento, control de la inflación y disminución de los déficit presupuestarios) en la demostración inapelable de la validez de su más querido principio: el crecimiento económico es la consecuencia natural e inmediata de la disciplina fiscal y del control de los precios. Pero cuando las principales economías de la zona euro entraron en una fuerte desaceleración económica a principios del nuevo siglo, lo que había funcionado dejó de hacerlo, varios países comunitarios superaron el límite del 3% y otros, estuvieron a punto de sobrepasarlo. Desde entonces, la historia del Pacto de Estabilidad es la historia de la imposibilidad de cumplir con ese límite del 3% por parte de cada vez más socios y de la dificultad de aplicar las sanciones previstas. El consenso en torno a la necesidad de reformar el Pacto se consolidó con la imprudente gestión realizada por la Comisión en torno a las sanciones previstas en el procedimiento por déficit excesivos en los casos de Alemania y Francia y en el consiguiente enfrentamiento entre la Comisión y el Consejo (Ecofin) que reunía a los ministros de economía y finanzas de los Estados socios. Enfrentamiento que alcanzó la máxima tensión con la recomendación del Ecofin de 25 de noviembre de 2003, sobre los déficit de Francia y Alemania, que se situaba al margen del procedimiento establecido en caso de déficit excesivo y planteaba unos objetivos de control de sus presupuestos menos rigurosos que los previstos por la Comisión. Frente a la lectura literal del Pacto y la aplicación de sanciones que pretendía la Comisión, el Consejo respondía con una lectura política. La Comisión mantuvo el pulso al Consejo y requirió el pronunciamiento de la Corte de Justicia de las Comunidades Europeas, que el 13 de julio de 2004 anuló la recomendación del Consejo. Esos acontecimientos hicieron evidente la inadaptación del Pacto a las circunstancias económicas de muchos socios (por entonces, una parte significativa de los actuales 25 países de la UE tenía un déficit superior al 3% del PIB). La reforma del Pacto no sólo era necesaria, se convirtió en urgente, tanto por el peligro de contagio y generalización de la indisciplina presupuestaria como por encontrarse en juego la credibilidad de toda regla fiscal en la UE. La Comisión avanzó una propuesta de leve reforma del Pacto en su comunicación del 3 de septiembre de 2004, pero ha sido la propuesta del Ecofin, más abierta a las posiciones alemanas y francesas, la que finalmente ha sido aprobada por el último Consejo Europeo de primavera. Se ha confirmado así la vieja sospecha de que las normas comunitarias sólo son tales cuando afectan a los socios débiles y dejan de serlo cuando perjudican a los países centrales de la UE. Más allá del relato de los hechos, el análisis de lo acontecido y el examen de las razones esgrimidas para justificar la reforma del Pacto merecen una atención particular. Algunas interpretaciones, esgrimidas especialmente por los partidarios más fundamentalistas de la ortodoxia presupuestaria, ponen el acento en que el Pacto era un excelente instrumento de control del gasto público que dejó de serlo cuando las dos grandes potencias de la UE, no sólo incumplieron los límites establecidos sino que mostraron abiertamente su rechazo a que la Comisión Europea intentara imponer su tutela y aplicar las exigencias y sanciones previstas. Los neoliberales trasladan así la responsabilidad plena del incumplimiento de la disciplina fiscal al egoísmo irresponsable de Francia y Alemania y exculpan, de paso, a los defectos e insuficiencias del Pacto y a la ideología económica que lo sustentaba. Otras interpretaciones, defendidas incluso por los que intentaron con más ahínco el estricto cumplimiento del Pacto y su aplicación a Francia y Alemania (por cierto, entre ellos los comisarios Solbes y, después, Almunia), consideran que el tiempo ha terminado mostrando que una excesiva racionalidad fiscal puede entrar en contradicción con la racionalidad económica y el crecimiento sostenible. En palabras más comprensibles: no debe confundirse el necesario rigor fiscal que favorece unas condiciones saneadas para el crecimiento económico con el indeseable rigor mortis que impide cualquier tipo de crecimiento. En definitiva, dicen, la marcha de la economía europea y del propio Pacto han dado la razón a los que consideraban que el Pacto no estaba adaptado a una coyuntura de precario crecimiento económico, adolecía de un diseño técnico defectuoso y no era políticamente aplicable: era excesivamente rígido, tanto en su interpretación como en su aplicación automática; podía llegar a entrar en contradicción con el otro gran objetivo que se incluía en el propio nombre del Pacto (en su segunda y olvidada parte: «…y el crecimiento»); no definía con precisión las condiciones excepcionales que deberían ser tenidas en cuenta a la hora de no desencadenar las sanciones; y, por no extenderme demasiado en las críticas realizadas, no tenía en cuenta la fase del ciclo económico en la que se encontraba el país que incumplía el Pacto y, por tanto, no consideraba una aplicación diferenciada y adaptada a la situación concreta de cada economía. La evaluación de las críticas mencionadas permite desvelar el dogmatismo que inspiró el Pacto de Estabilidad y evidencia un fetichismo cuantitativo (esos límites del 3% y del 60%), con el que el Consejo Europeo no ha querido o podido romper abiertamente en la última y reciente reforma. También nos permite denunciar el falso apoliticismo tecnocrático que pretende convertir un problema de política presupuestaria (que presupone la existencia de conflictos de intereses y de políticas alternativas que pugnan por conseguir el respaldo democrático de la mayoría de la sociedad para lograr una estabilidad presupuestaria suficiente) en un problema técnico (que presupone la primacía de una racionalidad técnica a resguardo de intereses particulares y presiones políticas que toma decisiones óptimas para la economía y, por tanto, para el conjunto de los ciudadanos) Aparte de la mayor o menor capacidad explicativa de las interpretaciones, conviene intentar extraer de lo sucedido con la reforma del Pacto de Estabilidad algunas enseñanzas que nos ayuden a comprender algo mejor el funcionamiento de la UE y el complicado proceso de construcción de la unidad europea. En primer lugar, son las relaciones de fuerza las que determinan las acciones relevantes de la UE, tanto a la hora de establecer una norma como a la hora de cambiarla. Dicho de otro modo, casi nada se puede hacer en la UE al margen de Alemania y Francia y mucho menos en contra de ambos países. En segundo lugar, los intereses nacionales de los socios de la UE existen y, lejos de ser siempre compatibles, son muchas veces contradictorios, sin que la globalización mengüe las divergencias ni, mucho menos, las haga desaparecer. Y en tercer lugar, en la UE actúan muy diversas fuerzas, instituciones y agentes con razones, objetivos e intereses diferentes; esas fuerzas demuestran capacidad de enfrentar y de cambiar las cosas que no funcionan bien, pero no cuentan con un diseño compartido de construcción de la UE. Me atrevería a decir que, si bien la marcha de la UE depende de las acciones contradictorias de las diferentes fuerzas en pugna, las decisiones de la UE no son fruto de un diseño ni el resultado de la competencia entre varios diseños acabados, sustentados por las diferentes fuerzas. Las alianzas y acuerdos entre las fuerzas que orientan la construcción de la UE son, por consiguiente, inestables y puntuales y cambian con gran rapidez ante cada tema. Conviene precisar, en todo caso, que la inmensa mayoría de las críticas realizadas a la anterior formulación del Pacto y las razones aportadas para justificar su reforma no configuran, por sí solas, una reflexión crítica sobre la ortodoxia presupuestaria imperante en las instituciones y autoridades comunitarias. Pero más grave aún que el pensamiento monocromo que sigue dominando en los temas presupuestarios es que la inmensa mayoría de los políticos comunitarios sospechan que las soluciones técnicas que defienden para imponer el rigor fiscal no conseguirían el respaldo consciente de la mayoría de los electores europeos. En esa desconfianza hacia lo que pueda opinar o decidir la mayoría reside uno de los fundamentos del déficit democrático que caracteriza la marcha de la UE. Lo sucedido con el Pacto de Estabilidad permite avanzar la hipótesis de que la UE no dispone de la teoría ni de los instrumentos institucionales y financieros necesarios para aplicar políticas económicas flexibles que impulsen el crecimiento económico del conjunto de los Estados miembros, al tiempo que preservan la necesaria estabilidad nominal (monetaria y presupuestaria) del conjunto y favorecen la convergencia real de las economías más atrasadas con las más avanzadas. Podemos temer, si esa hipótesis llega a confirmarse, que la UE no podrá, si vienen peor dadas en la economía mundial, hacer frente a posibles choques económicos que afecten con desigual intensidad a las economías de los Estados miembros y que requieran políticas presupuestarias y monetarias diferentes y adaptadas a las necesidades diversas de las economías afectadas.
3.- ¿En qué ha consistido la reforma del Pacto?
Por mucho que el Informe aprobado por el Consejo Europeo de Bruselas reitere que la reforma no pretende aumentar la flexibilidad (o la rigidez) de las reglas existentes, sino hacerlas más eficaces, la reforma aprobada ha consistido, esencialmente, en flexibilizar el contenido económico de las normas establecidas y, en paralelo, el régimen sancionador previsto en caso de incumplimiento. Además, el nuevo Pacto establece algunas medidas para prevenir que los organismos estadísticos nacionales puedan, como ya ha ocurrido en Grecia y, presumiblemente, en Italia, maquillar o falsificar sus resultados fiscales para cumplir los límites establecidos. Frente al menor alcance de la reforma que defendía la Comisión, respaldada por el BCE y por buena parte de los Estados socios que no presentaban dificultades presupuestarias (la postura del gobierno español ha sido una excepción), se ha impuesto la opción más abierta a una interpretación política que defendían, entre otros, Alemania y Francia. En la reciente cumbre de Bruselas del pasado 22 de marzo, el Consejo Europeo dio luz verde a la reforma del Pacto de Estabilidad y a los cambios legislativos que concretarán los criterios aprobados para su reforma. El nuevo Pacto mantendrá los límites cuantitativos del 3% del déficit y del 60% de la deuda respecto al PIB y el objetivo a medio plazo para los Estados miembros de alcanzar una posición presupuestaria «cercana al equilibrio o excedentaria», respetará la función de guardián del Pacto y de sus procedimientos ejercida por la Comisión e incluirá diversos eximentes que permitirán salvar con más facilidad el procedimiento por déficit excesivo y, por tanto, las sanciones. Los eximentes aprobados son, como veremos a continuación, razonables y suponen un mayor peso de la lógica económica en detrimento de los principios intocables y de la dogmática ideología económica que cimentaban antes el Pacto. Así, con el nuevo Pacto, el respeto a los objetivos presupuestarios no debería impedir la realización de reformas estructurales que refuercen el potencial de crecimiento y tengan una incidencia positiva verificable a largo plazo sobre las finanzas públicas; aunque la realización de dichas reformas pudiera implicar a corto plazo un deterioro de la situación presupuestaria. Por ejemplo, las inversiones en investigación y desarrollo, necesarias para aumentar la productividad, favorecer el desarrollo de los sectores intensivos en conocimiento y tecnología y mejorar el patrón de crecimiento de las economías comunitarias recibirán una consideración especial favorable, diferenciando dichas inversiones en I + D de los gastos que no tienen una repercusión modernizadora en la estructura productiva. Del mismo modo, los costes destinados a reformar los sistemas de pensiones en el sentido de «introducir un sistema de pilares múltiples que comprenda un pilar obligatorio financiado por capitalización», tendrán parecida consideración a la hora de iniciar los procedimientos por déficit excesivo. Mucho me temo que, en este asunto, se ha abierto la puerta para que los gobiernos utilicen este eximente para favorecer los sistemas de capitalización (cada trabajador se preocupa de ahorrar su futura pensión) frente a los ahora dominantes sistemas de reparto o de solidaridad intergeneracional (trabajadores en activo y empresas soportan unas cotizaciones a la Seguridad Social destinadas a pagar las pensiones de las personas jubiladas) Alemania consigue también un tratamiento especial para los gastos excepcionales que sigue generando su unificación, que podrá descontar al calcular el déficit presupuestario. Podría aducirse que el enorme gasto público que ha supuesto la reunificación alemana (una media anual de entre el 3% y el 4% del PIB alemán durante los últimos 14 años) es en gran parte imputable a los errores cometidos al desmontar de un golpe una relativamente potente estructura industrial, la de la desaparecida RDA, que en otras economías poscomunistas menos desarrolladas ha demostrado cierta capacidad de transformación; pero el reconocimiento de esa excepcionalidad parece razonable, más aún en un país que todos los años aporta otro 1% de su PIB al presupuesto de la UE y que, por tanto, ha contribuido significativamente, por ejemplo, al equilibrio presupuestario del que tanto se pavoneaba Aznar. Junto a los mencionados eximentes, la suavización del Pacto afecta también al mayor protagonismo que cobra el criterio cuantitativo que afecta a la deuda pública, 60% del PIB, pues parece evidente que los países con menor deuda pública tienen mayor margen para incurrir puntualmente en déficit anuales que se aproximen o superen el límite del 3% del PIB; a los plazos para reducir el déficit por debajo del 3%; o al control diferenciado de la marcha de las finanzas públicas en las distintas fases del ciclo económico, entendiendo que el equilibrio presupuestario (déficit cero o superávit) no se refiere a todos y cada uno de los años que comprende un ciclo económico, sino al conjunto del ciclo, y que deben aprovecharse los años de mayor crecimiento para reducir la deuda acumulada en las fases de recesión o estancamiento en las que parece inevitable, y hasta conveniente, la aparición de déficit presupuestarios.
4.- ¿Qué posiciones se han expresado ante el nuevo Pacto?
Si nos atenemos a las declaraciones públicas, todas las fuerzas participantes en la contienda generada en torno a la reforma del Pacto han quedado satisfechas, aunque algunas la consideren poco exigente con los países indisciplinados y muestren su preocupación por la pérdida de credibilidad de la disciplina fiscal en la UE y por la estabilidad de la unión económica y monetaria. Todos los contendientes parecen haber obtenido alguna concesión y pueden decir, sin ruborizarse demasiado, que sus posiciones esenciales están reflejadas en el acuerdo final. Los sectores ortodoxos más pragmáticos consideran que el mayor grado de flexibilidad interpretativa del Pacto es su principal virtud, aunque signifique un paso atrás: un retroceso necesario que permitirá seguir defendiendo la disciplina presupuestaria sobre bases más realistas y racionales. El contento de la mayoría es más aparente que real. Especialmente intranquilos se han manifestado los sectores más dogmáticos, defensores a ultranza del principio que establece, en viejas palabras de Rato, «que la consecución del equilibrio presupuestario es la condición para asegurar el crecimiento y el empleo» y que, por ello, dan prioridad absoluta al mantenimiento de la estabilidad nominal en cada economía y, más aún, en el conjunto de la UE, donde consideran obligado conseguir niveles parejos y lo más bajos posibles de inflación, déficit presupuestario y deuda pública. El control de esas variables macroeconómicas es, en su opinión, el contenido esencial y más noble de la política económica. Más allá de ese control, no hay intervención pública ni política económica buenas: basta y sobra con la mano invisible que mueve al mercado. Al menos en Europa, porque la invasión de Irak y la cruzada antiterrorista de Bush han disparado el déficit fiscal estadounidense muy por encima de los niveles alemanes y franceses, sin que los que comparten simpatías por el emperador y por el rigor fiscal hayan notado el hecho. La austeridad pública, la lucha contra la inflación y la estabilidad nominal dejan de ser, en la interpretación dogmática de neoliberales y neoconservadores, meros instrumentos para conseguir mayores niveles de bienestar y se convierten en objetivos finales, además de en indicadores suficientes de que la economía va bien, independientemente de lo que pase con el empleo, la cohesión social y territorial, el consumo insostenible de recursos naturales o cualquier otra variable de la economía real. Los partidarios de esa ideología económica ultraliberal consideran imprescindible, para conseguir la estabilidad de precios y presupuestaria, asfixiar el margen de intervención de la política en las decisiones monetarias (objetivo que ya han conseguido plenamente con el BCE) y en las presupuestarias (objetivo en el que acaban de recibir un ligero revolcón con el nuevo Pacto de Estabilidad). Su preocupación por lo sucedido puede leerse ya en las publicaciones de los grandes institutos y centros europeos de investigación económica que no tienen, al expresar sus opiniones, las restricciones que barnizan de corrección política las declaraciones de sus representantes políticos en las instancias gubernamentales y comunitarias. Una síntesis de esas opiniones, leídas en sus trabajos o escuchadas en sus conferencias, que creo ajustada a lo esencial del pensamiento económico ultraliberal en este tema, podría ser resumida en los siguientes puntos: – La reforma del Pacto de Estabilidad implica el desmantelamiento parcial de la disciplina fiscal en la UE y abre las puertas a una mayor permisividad con los déficit públicos y a un efecto de contagio en todos los socios. – La reforma llevada a cabo parte de un grave desenfoque: en lugar de analizar qué ha impedido que las instituciones comunitarias penalizaran a los países indisciplinados con objeto de superar esos obstáculos y abordar cómo hacer cumplir la normativa existente, se ha elegido el camino inverso de cambiar las reglas y adaptarlas a los países que las incumplen. – La UE ha fracasado en su intento de imponer la disciplina fiscal a los Estados miembros. Las instituciones supraestatales no han funcionado, no han sido capaces de imponer la disciplina presupuestaria; por consiguiente, deducen, la defensa del rigor fiscal debe hacerse a partir de ahora en el ámbito de cada Estado miembro, tratando de que los mecanismos de control presupuestario no sigan en manos de los políticos, proclives a buscar excusas y justificaciones para cualquier aumento del gasto público, y sean comités nacionales independientes los encargados de controlar el gasto y defender de manera estricta el equilibrio presupuestario. ¡Atención! No estamos sólo ante un conjunto de opiniones, más o menos convincentes o radicales y poco democráticas; se trata, ante todo, de un programa político que va a marcar en los próximos años parte de la actividad de la derecha y la patronal europeas. Los sectores de la izquierda mayoritaria que comparten con la derecha la gestión de los principales órganos de poder europeos, estatales y comunitarios, tienen poco que decir ante la reforma y nada que criticar. Estaban de acuerdo con el Pacto anterior y manifiestan igual acuerdo con el nuevo Pacto. Están preparados, en cualquier supuesto, para gestionar con diligencia su aplicación. Lacónicamente, Solbes declaró tras la aprobación del nuevo Pacto: «Es un buen acuerdo, es la reforma que yo pedía». Antes, como comisario europeo, con igual desafecto por los gestos estridentes y con cualquier tipo de compromiso ideológico, había sido un firme defensor de aplicar a Francia y Alemania las reglas previstas por el anterior Pacto. Tampoco el papel jugado por esa otra izquierda (¿cómo llamar a ese heterogéneo conjunto de organizaciones que se sitúa a la izquierda del PSOE?) que no considera compatibles sus aspiraciones con la consolidación del sistema capitalista, ha sido brillante. ¿Qué ha hecho o dicho de la reforma del Pacto de Estabilidad esa otra izquierda que no tiene apenas sitio en las grandes instituciones comunitarias y que no influye en las decisiones que marcan el rumbo de la UE? Por lo visto y oído, muy poco o nada. En la contienda suscitada por la reforma del Pacto, que ha durado casi dos años, sus posiciones han pasado inadvertidas. No es sólo que no cuente. Esa izquierda no muestra ningún síntoma de poder construir una reflexión crítica sobre la marcha de la UE que le permita incidir, hacerse oír o presentar alternativas en los procesos de reforma que afectan a ese antipático ámbito de lo económico que sigue vertebrando hoy la construcción de la unidad europea en torno a la economía y al euro. La participación en los debates y en las contiendas que acompañan a cada una de las reformas que jalonan la construcción de la unidad europea parece un peaje obligado si se quiere que el discurso crítico de la izquierda a favor de otra Europa no suene a hueco, convertido en una cacofonía sólo inteligible para unos pocos convencidos de antemano. Sin ese esfuerzo por concretar las críticas, se consolida la querencia por las grandes alternativas que se desentienden de la lucha por las reformas y se alimenta la despreocupación por conocer y entender los cambios y los intereses que marcan el paso de la UE. La crítica razonada a la marcha de la UE y a cada reforma indeseable que se produce, junto al esfuerzo por proponer a consideración pública las reformas deseables que nadie plantea, facilitarían que la izquierda acumulase apoyos para un método de construcción diferente, democrático y participativo, que ilustrase que los intereses de las grandes mayorías pueden orientar el desarrollo de la unidad europea en todos los ámbitos, sociopolíticos, culturales o económicos, en los que se juega el bienestar de la mayoría de la sociedad y las posibilidades de inclusión de los sectores que hoy no disponen de lo mínimo indispensable para vivir con cierta dignidad.
Anexo: ¿Qué establece el Tratado constitucional sobre el Pacto de Estabilidad?
El Tratado constitucional no se decantaba por ninguna de las propuestas de reforma que a finales de 2004, cuando el texto definitivo del Tratado recibía el visto bueno de la Conferencia Intergubernamental, competían por modificar el Pacto de Estabilidad. El Tratado constitucional se limita a reiterar el compromiso con la disciplina presupuestaria y, en el «Protocolo 10 sobre el procedimiento aplicable en caso de déficit excesivo», los límites cuantitativos del 3% y 60% del PIB que se imponen a todos los países comunitarios, si no quieren incurrir en las advertencias y sanciones a que daría lugar la existencia de déficit excesivos. Más concretamente, el Tratado formaliza la existencia del Eurogrupo, que reúne a los ministros de finanzas de la zona euro (conformada actualmente por los doce Estados europeos que adoptaron el euro), en el que también participará la Comisión y, según el artículo III-198 y el «Protocolo 12 sobre el eurogrupo», se invitará al BCE. Entre las funciones del Eurogrupo figura la de vigilar la consecución de la convergencia nominal por parte de los nuevos socios que, obligatoriamente, deberán adoptar el euro y, por tanto, previamente, tomar las medidas necesarias para cumplir los criterios de convergencia. Los límites del 3% y del 60%, así como el desarrollo del conjunto de los objetivos a alcanzar, se mencionan de nuevo en el «Protocolo 11 sobre los criterios de convergencia». Además, el artículo III-184, establece la obligación de todos los Estados miembros de la UE (no sólo los doce de la zona euro) de evitar déficit públicos excesivos y los criterios cuantitativos ya mencionados que indican el respeto de la disciplina presupuestaria o, en caso contrario, la existencia de un déficit excesivo. El mismo artículo III-184, apunta también las instituciones, mayorías cualificadas, minorías de bloqueo, recomendaciones y sanciones contra los Estados que no adopten, en un plazo determinado, las medidas encaminadas a corregir su situación. El Tratado constitucional (aún pendiente de ratificación, recuerdo) cuenta también con una declaración anexa al Acta final de la Conferencia Intergubernamental, la «Declaración 17 relativa al artículo III-184», que confirma que el Pacto de Estabilidad es un instrumento importante para conseguir los objetivos económicos y presupuestarios de la UE, reitera el compromiso con el respeto de la disciplina presupuestaria y la importancia de una política fiscal saneada a lo largo de todo el ciclo económico y aclara que «La presente declaración no prejuzga el futuro debate sobre el Pacto de Estabilidad y Crecimiento». Futuro que ha quedado concretado en el nuevo Pacto de Estabilidad y Crecimiento aprobado por el Consejo Europeo de Bruselas los días 22 y 23 de marzo de 2005.