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La resistencia y la izquierda

Fuentes: Znet

La primera vez que me topé con el ejército Mahdi de Muqtada al-Sadr fue el 31 de marzo en Bagdad. El jefe de la ocupación de Estados Unidos, Paul Bremer, acababa de enviar hombres armados para cerrar el periódico del joven clérigo, Al Hawza, acusando que en sus artículos se comparaba a Bremer con Saddam […]

La primera vez que me topé con el ejército Mahdi de Muqtada al-Sadr fue el 31 de marzo en Bagdad. El jefe de la ocupación de Estados Unidos, Paul Bremer, acababa de enviar hombres armados para cerrar el periódico del joven clérigo, Al Hawza, acusando que en sus artículos se comparaba a Bremer con Saddam Hussein e incitaban a la violencia en contra de los estadunidenses. En respuesta, Sadr convocó a sus partidarios a protestar ante las puertas de la zona verde, exigiendo la reapertura de Al Hawza.

Cuando supe de la protesta, decidí ir, pero existía un problema: había estado visitando fábricas estatales todo el día y no iba vestida adecuadamente para una muchedumbre de fieles Chiítas. Pero, razoné, ¿no se trata acaso de una demostración en defensa de la libertad de prensa? ¿Rechazarían realmente a una periodista en pantalones flojos? Me eché una mantilla encima y me puse en marcha.

Los manifestantes habían escrito pancartas en inglés que decían: «dejen a los periodistas trabajar sin terror» y «dejen a los periodistas hacer su trabajo». Qué bueno, pensé, y me puse a trabajar. Sin embargo, un miembro del ejército Mahdi vestido de negro enseguida me interrumpió: quería hablar con mi traductor acerca de mi vestuario. Un amigo y yo bromeamos que íbamos a hacer nuestra propia pancarta diciendo: «dejen a los periodistas usar pantalones». Pero la situación en seguida empeoró: Otro soldado de Mahdi agarró a mi traductor y lo empujó contra una pared de concreto, lastimando su espalda gravemente. Mientras tanto, una amiga iraquí llamaba para avisar que estaba atrapada dentro de la zona verde y no podía salir: había olvidado traer una mantilla y tenía miedo de toparse con una patrulla Mahdi.

Fue una lección ejemplar sobre quién es realmente Sadr: no un liberador antimperialista, como alguna gente de la izquierda lo califica, sino que él desea expulsar a los extranjeros para subyugar y controlar él mismo a gran parte de la población Iraquí. Pero Sadr tampoco es el bandido unidimensional que muchos describen en los medios, una representación que ha permitido que muchos liberales permanezcan callados cuando a aquel se le excluyó de participar en los comicios y hacen la vista gorda mientras Estados Unidos bombardea cada noche la población civil de Ciudad Sadr, donde un reciente ataque produjo un apagón durante un brote de hepatitis tipo E.

La situación requiere una actitud más ecuánime. Por ejemplo, los reclamos de Muqtada al-Sadr por una libertad de prensa pueden no incluir la libertad de cobertura para mujeres periodistas. Sin embargo él tiene derecho de publicar su periódico político, no porque él crea en la libertad sino porque supuestamente nosotros lo hacemos. Paralelamente, las peticiones de Sadr exigiendo elecciones justas y un fin a la ocupación exigen nuestro apoyo incondicional; no porque estemos ajenos a la amenaza que él plantearía si realmente lo eligieran sino porque el concepto de autodeterminación dictamina que los resultados de la democracia no se deben manipular.

Estos tipos de matizadas distinciones son comunes en Iraq: mucha gente que he conocido en Bagdad condena fuertemente los ataques contra Sadr, lo cual evidencia que Washington nunca se propuso defender la democracia en el país. El público apoya el reclamo de Sadr por el fin de la ocupación y elecciones inmediatas. Pero cuando se les pregunta si votarían por él en tales elecciones, la mayoría de la gente simplemente se ríe.

Sin embargo aquí en Norteamérica, la idea de que es posible apoyar el reclamo de Sadr sin apoyarlo como futuro primer ministro de Iraq ha resultado más difícil de asimilar. Por plantear dicha alternativa, Nick Cohen, en el London Observer, me ha acusado de «inventar excusas para los teócratas y misóginos». Frank Smyth, en Foreign Policy in Focus ha escrito que «he sido víctima de la ingenuidad a favor del ejército de Al-Mahdi», mientras que Christopher Hitchens, en la revista electrónica Slate, me califica como una «socialista-feminista que ofrece un incondicional apoyo a los teócratas fascistas».

Toda esta varonil defensa por los derechos de la mujer basta para que una muchacha se ruborice. Pero antes de que Hitchens se lance al rescate, es digno recordar la manera cómo él racionalizó su apoyo a la guerra, lo cual arruinó su reputación: aunque las fuerzas estadunidenses realmente estuvieran allí para acaparar el petróleo e instalar bases militares, escribió, la liberación del pueblo iraquí conlleva un efecto secundario tan espléndido que los progresistas en todas partes deberían aplaudir los misiles. Mientras que el feliz desenlace de la liberación continúa siendo una broma cruel en Irak, Hitchens ahora propone que la actual Casa Blanca, con sus preceptos en contra de la mujer y de la homosexualidad, es la mejor alternativa con que cuenta el pueblo iraquí, en comparación con el fanatismo religioso de Sadr y sus preceptos en contra de la mujer y de la homosexualidad. Una vez más se nos sugiere festejar el paso de los Bradleys, apretarnos las narices y elegir el mejor de dos males.

No existe duda alguna que los iraquíes enfrentan un caso extremo de fanatismo religioso, pero las fuerzas de Estados Unidos no lograrán proteger a las mujeres iraquíes ni a las minorías de tal amenaza, tomando en cuenta su notorio papel en Abu Ghraib y los bombardeos en las ciudades de Faluja y Sadr. La liberación nunca derivará de esta invasión ya que su objetivo fue siempre la dominación. Aun considerando el desenlace más propicio, la actual coyuntura en Iraq no radica en elegir entre el peligroso fundamentalismo de Sadr y un gobierno laico y democrático compuesto por sindicalistas y feministas. La elección es entre elecciones libres (con el el riesgo de conceder el poder a los fundamentalistas, pero permitiendo que las fuerzas laicas y religiosas moderadas se organicen) y unas elecciones fraudulentas diseñadas para otorgar el poder a Iyad Allawi y sus secuaces entrenados por la CIA y el Mujabarat, completamente subordinado a Washington en cuestiones financieras y de poder.

Esta es la razón por la cual se está buscando a Sadr, no porque él sea una amenaza a los derechos de la mujer, sino porque él es la única y la mayor amenaza al control militar y económico de Estados Unidos en Iraq. Incluso después de que el gran ayatola Alí Al-Sistani, temiendo una guerra civil, echara marcha atrás en su lucha contra los planes del traslado de poder, Sadr continuó desafiando la constitución dictada por Estados Unidos, continuó exigiendo el retiro de las tropas extranjeras y continuó impugnando los planes de Estados Unidos de designar un gobierno interino en vez de llamar a elecciones. Si se resuelven las exigencias de Sadr y se deja en verdad el futuro del país en las manos de la mayoría, las bases militares de Estados Unidos en Iraq estarán en grave peligro, así como todos los estatutos impulsados por Bremer en favor de la privatización.

Los progresistas deberían oponerse a los ataques de Estados Unidos en contra de Sadr, ya que no constituyen una ofensiva en contra de un hombre, sino en contra de la posibilidad de un futuro democrático para Iraq. Existe también otra razón para defender los derechos democráticos de Sadr: es la mejor manera de luchar contra el auge del fundamentalismo religioso en Irak.

Lejos de reducir la atracción del extremismo, las agresiones de Estados Unidos en contra de Sadr lo han consolidado ampliamente. Sadr se ha cimentado hábilmente no como un austero portavoz de los Chiítas radicales sino como un nacionalista iraquí que defiende su país entero contra el invasor extranjero. Por eso, cuando el ejército estadunidense lo atacó con ferocidad y él se atrevió a defenderse, se ganó el respeto de millones de iraquíes que viven bajo la humillación y la brutalidad de la ocupación.

Los brutales intentos de subyugar a Sadr también han servido para confirmar los peores temores de muchos Chiítas: que están siendo traicionados una vez más por los estadunidenses, los mismos estadunidenses que apoyaron a Saddam durante la guerra de Irán contra Irak, que costó las vidas de más de cien mil iraquíes; los mismos estadunidenses que los incitaron a la insurgencia en 1991, para luego abandonarlos a su suerte. Ahora, de nuevo bajo sitio, muchos se están refugiando bajo las certezas del fundamentalismo y acuden a recibir servicios sociales de emergencia en las mezquitas. Algunos incluso conjeturan que hace falta un caudillo feroz y fundamentalista que haga frente a los otros cabecillas que intentan controlar Iraq.

Tal cambio de actitud es evidente en todas las encuestas. Una encuesta de la Autoridad Provisional de la Coalición en mayo, después del primer embate estadunidense en Nayaf, demostró que la opinión sobre Sadr había mejorado entre el 81 por ciento de iraquíes sondeados. Una encuesta del Centro para la Investigación y Estudios Estratégicos de Iraq calificó a Sadr, un protagonista marginal apenas seis meses antes, como la segunda figura política de mayor influencia en Iraq después de Sistani.

Lo más alarmante es que los ataques parecen aumentar la prominencia no solamente de Sadr personalmente sino de la teocracia en general. En febrero, un mes antes de que Paul Bremer cerrara el periódico de Sadr, una encuesta de Oxford Research International encontró que la mayoría de los iraquíes deseaba un gobierno laico: solamente 21 por ciento de los encuestados declararon preferencia por un «estado islámico» y solamente 14 por ciento se alinearon en apoyo de «políticos religiosos» como sus favoritos.

Volviendo a agosto, con Nayaf bajo sitio por las fuerzas estadunidenses, el Instituto Republicano Internacional (IRI) divulgó que un alarmante 70 por ciento de los iraquíes desean que el Islam y la Shariah (Ley Islámica) constituyan las bases del Estado. La encuesta no distinguió entre la interpretación inflexible de la Shariah de Sadr y otras versiones más moderadas practicadas por otros partidos religiosos. Con todo, está claro que algunas de las personas que me dijeron en marzo que apoyaban a Sadr pero nunca votarían por él están comenzando a cambiar de opinión.

Naomi Klein es autora de No Logo y Vallas y Ventanas

Título original: The Resistance and the Left
Origen:
The Nation
Traducido por Miguel Alvarado y revisado por Juan Heguiabehere