Tardamos diez años para entender esto: la revolución está en jaque por la inseguridad. Esa inseguridad que, antes incluso de ser una realidad fáctica, es un sentimiento; esa inseguridad que antes de ser objetiva, es subjetiva. El pueblo venezolano no solamente está inseguro. El pueblo se siente inseguro. Sentimiento que, en el fondo, tiene que […]
Tardamos diez años para entender esto: la revolución está en jaque por la inseguridad.
Esa inseguridad que, antes incluso de ser una realidad fáctica, es un sentimiento; esa inseguridad que antes de ser objetiva, es subjetiva. El pueblo venezolano no solamente está inseguro. El pueblo se siente inseguro.
Sentimiento que, en el fondo, tiene que ver con lo más definitivo, con lo último, con lo inapelable, es decir, con la muerte. Si a analizar vamos, con cordura pero a la vez con determinación, ese sentimiento omnipresente en la sociedad venezolana manifiesta un miedo último: el pueblo venezolano teme morir.
La cuestión de la inseguridad en Venezuela en su definición última tiene que ver mucho con la muerte. Muerte como realidad y solución definitiva. Muerte que no comprende, ni tolera, ni comparte ninguna mediación posible.
Es aquí que se encuentra el drama del Estado venezolano. No cabe duda que el problema de la inseguridad tiene que ver con el problema de la falta de educación; estamos claros que la cuestión de la inseguridad tiene relación con la problemática de la salud, es indudable que la cuestión de la inseguridad está ligada a las carencias de alimentación. Pero un venezolano puede no estar bien educado, estar incluso enfermo o mal alimentado y, no obstante, seguir vivo. Lamentablemente no se puede decir lo mismo de un venezolano asesinado.
Por grotesco que parezca lo anteriormente ejemplificado, tiene mucho que ver con ese sentimiento difuso de inseguridad, que corresponde a la falta de seguridad absoluta de seguir estando vivo. Y de frente al silencio de la muerte, no hay discusión posible.
Aquí surge entonces la inseguridad y su cómplice, el silencio. Nada satisface más al fenómeno de la inseguridad que el silencio por parte de aquel que debería controlarla, el Estado. Y para ser claros y sinceros el silencio del Estado de frente a la inseguridad del ciudadano no tiene otro nombre que impunidad. La impunidad comparte con la muerte el emblema del silencio. Silencio que en último término justifica, protege y autoriza la muerte.
Nos seamos ingenuos, el silencio sobre la inseguridad no la desaparece. Todo lo contrario: la estimula, la acoge, la multiplica. Aunque al parecer en Venezuela ha proliferado un fenómeno, tanto o más peligroso que el mortífero silencio sobre la inseguridad: nos referimos a ese discurso interesado y panfletario sobre la inseguridad, por parte de una derecha que ve en ella un excelente arma para la obtención de votos. Si bien es cierto que el silencio no resuelve la cuestión de la inseguridad, también lo es que un discurso vacío y arrivista sobre ésta no aporta nada. Es más, le quita.
Surge así una necesidad de afrontar la inseguridad, no sólo como hecho, sino también como palabra. La solución del flagelo de la inseguridad no es solo fáctica. Es también discursiva. Entonces, una primera aproximación para abordar el complejo problema en el país, es su discusión.
El socialismo debe empoderarse, no solamente de la seguridad como solución, sino más aún como problema. De no hacerlo estaríamos dejando que una derecha mediática e irresponsable monopolice la discusión sobre la inseguridad. Derecha que por cierto, estuvo en los orígenes de la proliferación del fenómeno en nuestro país.
No cabe duda que las raíces más profundas de la inseguridad en Venezuela se encuentran en políticas, soluciones y respuestas neoliberales, que llevaron al pueblo venezolano en menos de cincuenta años a una desesperanza tal que sólo propició pistolas, robos y corrupción. Si el neoliberalismo fue la causa de la inseguridad, el socialismo debería ser parte de su solución.
Por el momento el saldo es preocupante: una derecha que monopoliza la inseguridad como discurso, un pueblo que la sufre como realidad y, por allá lejos, un Estado sumergido, por ahora, en un extraño silencio maquillado de impunidad.
Tardamos diez años para entenderlo: la revolución está en jaque por la inseguridad.