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La sobreexposición mediática de la política venezolana

Fuentes: Rebelión

¿Qué está pasando en Venezuela? En las últimas semanas ha resurgido, por enésima vez, la pregunta de las dos lógicas y los veinte mil matices. ¿Cuál es el problema? pues que casi cualquier respuesta que se proporcione conduce a un mantra discursivo que siempre escupe, con reiterada obstinación, las mismas dos ideas/fuerza polarizadas… ¿Por qué […]


¿Qué está pasando en Venezuela? En las últimas semanas ha resurgido, por enésima vez, la pregunta de las dos lógicas y los veinte mil matices. ¿Cuál es el problema? pues que casi cualquier respuesta que se proporcione conduce a un mantra discursivo que siempre escupe, con reiterada obstinación, las mismas dos ideas/fuerza polarizadas… ¿Por qué no plantearse, entonces, cambiar los términos de una cuestión tan retórica como viciada? Probemos: ¿Por qué cada cierto tiempo, todos, nos terminamos preguntando qué ocurre en Venezuela?

Para responder, comencemos por recordar que hace años que, en dicho país, se desarrolla una agresiva partida por el poder de cuyo engranaje, nos guste o no, casi todos participamos. En Venezuela, cada vez más, la política pasa por los medios, pero no solo por los nacionales y por los tradicionales, sino por los internacionales y por las TICs: hasta aquí, nada muy excepcional. Lo peculiar del caso es que como consecuencia de lo anterior, en Venezuela, la opinión pública internacional se ha convertido en un difuso pero determinante actor político.

Y eso sí que no sucede en todas partes. De hecho en la propia América Latina, coincidiendo con los recientes sucesos de Venezuela, ha habido dos confrontaciones políticas nacionales de calado a las que, sin embargo, la prensa internacional, no les ha prestado atención: en Costa Rica, el candidato presidencial izquierdista José María Villalta ha sido sometido a una campaña de difamaciones que ha horadado sus posibilidades mientras que en Colombia, el Alcalde de Bogotá, está siendo víctima de un pertinaz acoso institucional.

En Venezuela, por el contrario, casi cualquier muestra de descontento callejero o casi cualquier desliz del Gobierno, por anecdóticos que sean, son contemplados con lupa. Es más, hay veces que se fabrican noticias que circulan por las TICs con una velocidad y con una falta de controles de calidad sorprendentes. ¿En qué medida está influyendo esto, a nivel estructural, en la política venezolana? Pues bastante: cada vez más los actores políticos nacionales luchan, más que entre sí, por ganarse el favor de la opinión pública internacional.

Para ellos, la intención última siguen siendo las urnas pero -como en el reciente caso de Ucrania- no se desdeñan otras opciones. En la práctica, en casos como los descritos, el principio de legitimidad está sufriendo un preocupante deslizamiento desde las credenciales ‘democráticas’ que tradicionalmente se le exigían a los Gobiernos (con las que Venezuela, desde luego, cuenta) hacia una inconcreta y manipulable exigencia de respeto a los derechos humanos que, una maquinaria internacional, tiende a imponer (y a distorsionar) vía medios.

En Venezuela, desde ese punto de vista, las cosas parecen claras: para la oposición y sus aliados, a grandes rasgos, siempre se ha tratado de denunciar a un ‘régimen totalitario’ que ‘aplastaría’ a su población, la ‘condenaría’ al hambre y la reprime, si el descontento es abierto. Para el Gobierno y sus aliados siempre se ha tratado de todo lo contrario: de denunciar las periódicas andanadas de una oposición irresponsable y sedienta de poder, que nunca ha contado con suficiente apoyo popular aunque, sí, con el de Gobiernos y medios extranjeros.

El problema es que, si de lo que de verdad se trata, es de entender lo que está pasando en Venezuela, no podemos/debemos conformarnos con explicaciones tan simples y maniqueas. La primera gran falsedad es, de hecho, que la unanimidad prima tanto a derecha como a izquierda. En esta ocasión, por ejemplo, por más que cueste creerlo, la virulenta algarada opositora no se ha dirigido, tan solo, contra el Presidente Nicolás Maduro: también lo ha hecho contra el líder opositor y ex candidato presidencial, Henrique Capriles.

¿Cómo así? Pues muy sencillo: a pesar de que gran parte de la prensa internacional suele omitirlo, la oposición nunca ha sido homogénea. A grandes rasgos, casi desde que el difunto Hugo Chávez comenzó a gobernar (en 1999) ha tenido dos grandes polos. Uno, exterior, radicado en Miami (capital del ‘exilio’) que nunca ha aceptado compromisos con el ‘régimen’ y otro, interior, enraizado en las grandes ciudades venezolanas y compuesto, sobre todo, por clases medias, que más o menos defienden la necesidad de cambios graduales.

Entre ambos polos, las relaciones, nunca han sido fluidas aunque nunca se ha llegado a la ruptura porque Miami (ojo, no Washington) tiene recursos y capacidad de presión (el ‘exilio’ venezolano tiene, de hecho, excelentes relaciones con el cubano) y la oposición interior cuenta con la legitimidad del trabajo a pié de pista, la popularidad de sus líderes, etc. En esta ocasión, lo que se ha vestido de ‘estallido popular‘ con encarcelamiento de un «líder emergente» (Leopoldo López) no ha sido más que una andanada contra Capriles.

¿Y por qué contra Capriles, cuyo liderazgo parece consolidado? Pues porque Capriles da muestras de haber comprendido la necesidad de una gradualidad en los cambios: ha reconocido la Constitución Bolivariana, se ha reunido con el Presidente Maduro (¡toda una novedad en Venezuela!) y ha reivindicado la paz como eje de su política. Y a Miami, nada de eso le interesa… Lo curioso es que, los intereses de Miami, medio coinciden con los de ciertos sectores del chavismo a quienes las algaradas callejeras, en el fondo, no les están viniendo mal.

El primer beneficiado táctico, en la práctica, ha sido el propio Presidente Maduro quien, poco antes de los disturbios, se enfrentaba a un malestar y a una contestación crecientes en el seno del propio chavismo. Uno de los principales motivos de dicha situación estaba siendo el desabasto que padece el país (producto de incompetencias varias, no solo del boicot) agravado por una torpe gestión del control de cambios que castiga, no solo a la competitividad de la economía, sino al poder adquisitivo de los salarios y por supuesto, al ahorro.

Las cabezas visibles de ese malestar no organizado estaban siendo los sectores populares urbanos y parte de la vieja izquierda tradicional que, desde la muerte de Chávez, se siente cada vez más desplazada por los militares, los otros grandes beneficiarios del actual clima de excepción. Entre esos dos polos y por supuesto, el omnipresente ejército -que ejerce de pívot- se dirime el sutil juego de supervivencia en el que se encuentra inmersa una nomenclatura chavista a la que ahora, la amenaza externa, acaba de regalarle una tregua: oxígeno.

De hecho, la segunda gran falsedad consiste en afirmar que los recientes disturbios están siendo una expresión directa de la inquietud reinante, consecuencia de la aguda crisis socioeconómica por la que atraviesa el país. En efecto, ese es el principal error (¿de cálculo?) de una oposición que sobre todo, en su vertiente exterior, sigue sin conocer a los sectores populares (más que nada, urbanos): que el malestar sea grande en los cerritos no quiere decir que sus habitantes estén dispuestos a participar en algaradas contra ‘su’ Gobierno.

En la práctica, nadie consideró que los vínculos simbólicos y clientelares que unen a los sectores populares con el Gobierno siguen siendo, pese al malestar, demasiado grandes. ¿Por qué está habiendo, entonces, disturbios? Pues porque donde el mensaje opositor está calando es donde siempre: entre las viejas clases medias urbanas, un valor seguro de la oposición que, desde 2002/2003, ansía recuperar la capacidad de intermediación que alguna vez hizo de ellas una de las burguesías (rentistas) con mayor bienestar de América Latina.

Sin embargo, el comportamiento político de esas viejas clases medias ya ha revelado su esencia: los barrios del Este de Caracas llevan diez años jugando, gracias a la sobrecobertura mediática, a apoyar un día al moderado Capriles y responder, al siguiente, al llamamiento de líderes opositores más radicales, a cortar autopistas; a quemar barricadas y a inundar Internet de fakes represivos del actual Gobierno. En su comportamiento hay desesperación, seguro, pero también irresponsabilidad: es el populismo reaccionario que nadie denuncia.

La constatación de todo ello nos conduce a una tercera gran falsedad: en Venezuela, las propuestas de diálogo, tienen un trasfondo histriónico, a derecha y a izquierda. El recurso al incendio y la conexión del mismo a la opinión pública internacional se han convertido, en la última década, en un instrumento típico (y clave) de la política nacional al que casi todos recurren en un contexto institucional tan lábil como inestable. Y cuando eso ocurre, aparecen los disturbios, las proclamas, los artículos polarizados y por supuesto, los impasses.

¿Comprendemos ahora por qué, cada cierto tiempo, todos nos terminamos preguntando qué ocurre en Venezuela? Pues porque presentarse como víctima en contextos de sobreexposición mediática es más sencillo que cuando el aislamiento informativo prima… y ‘contarlo’, rinde. Cuando, por el contrario, hay subexposición, las cosas cambian: hace veinticinco años a nadie le interesaban las cuitas que condujeron al Caracazo, una revuelta periférica que dejó un saldo de cuatro mil muertos y el germen de un liderazgo carismático: Hugo Chávez.

Llegados aquí, la pregunta conclusiva cae por su propio peso ¿Qué es, entonces, lo que sobreexpone mediáticamente, de ese modo, a Venezuela? ¿Quizás su petróleo, como afirman muchos? Dudoso: en 1989 había petróleo y en 2014 sigue habiéndolo. La única diferencia es que, en 1989, su precio estaba por debajo de los diez dólares el barril y actualmente (al igual que en tiempos de Chávez) supera los cien: aunque bien es verdad que dicho dato debe ser tenido en cuenta, por sí solo, no explica el cambio de actitud mediática internacional.

¿Qué es, entonces, lo que lo explica? Pues, fundamentalmente, una variable político/simbólica: en Venezuela, hacia 1989, gobernaba una oligarquía condescendiente con unas políticas de ajuste (y con unos criterios de reparto de la renta petrolera) que, diez años después, fueron completamente redefinidos por un renovado grupo dirigente. Eso hizo de Venezuela un mal ejemplo para los países occidentales y puso a la nomenclatura chavista (sin distinciones) tan en la mira que el país terminó mediáticamente sobreexpuesto.

Una vez desaparecido Chávez, las cosas siguen casi igual. Eso, empero, no debe llevar a confundir planos: el hecho de que el actual grupo dirigente no sea de la misma extracción política y socioeconómica que el anterior y de que se encuentre bajo ‘vigilancia mediática’ no quiere decir ni que sus políticas públicas sean necesariamente tan transformadoras ni que ese sea el motivo de fondo que explique el Golpe Suave. Significa tan solo que, en Venezuela, tirios y troyanos se aprovechan de una atención mediática con la que, otros países, no cuentan.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.