Hace poco, una profesora de talleres literarios me recomendó la novela En el café de la juventud perdida del escritor francés Patrick Modiano. La presentó como una novela un tanto extraña, que en una primera lectura podía parecer árida, incompleta, pero que trataba de dejar constancia, y lo lograba, del paso por el mundo de […]
Hace poco, una profesora de talleres literarios me recomendó la novela En el café de la juventud perdida del escritor francés Patrick Modiano. La presentó como una novela un tanto extraña, que en una primera lectura podía parecer árida, incompleta, pero que trataba de dejar constancia, y lo lograba, del paso por el mundo de personas que normalmente nos resultarían indiferentes, nada heroicas ni ejemplares. Sombras. La profesora tenía razón, excepto en lo de que pudiera parecer árida. En El café de la juventud perdida me ha parecido una obra muy fecunda desde la primera línea. Es una novela breve, con varias voces narrativas y una multitud de personajes apenas esbozados, de los que vislumbramos un gesto, un perfil; a veces algo más, a veces una pauta de comportamiento o un estado de ánimo crónico, pero, aún los más desdibujados, los apenas mencionados, son personajes vivos. Eso es lo que hace que la novela sea fértil: que está llena de vida. Eso, como es sabido, no significa que esté llena de alegría ni de sentido. Más bien al contrario.
La obra gira en torno a Louki, una joven parisina que un buen día, por casualidad, entra en el café Le Condé y traba relación más o menos superficial con los asiduos del local. Pero ni siquiera de ella, que es la protagonista, sabemos más que algunos datos y algunos gestos. Exactamente como ocurre en la vida. De nuestros amigos, de nuestros conocidos, de nuestros familiares, apenas conocemos más que datos y gestos. Algunos. Desde luego no conocemos sus íntimas emociones y aún menos sus verdaderos móviles. Podemos intuirlos en el mejor de los casos, lo mismo que nos ocurre en El café de la juventud perdida. Eso hace de la novela de Modiano una gran obra. Una novela policiaca, como todas; o una novela de amor, como todas; también intimista, también poética, qué sé yo. Etcétera. No importa. La historia no es lo realmente importante. Todas las historias se han contado ya. Se repiten una y otra vez en una novela tras otra de un autor tras otro. Dan el telón de fondo, sirven de vehículo, de excipiente para las emociones, que no son fruto de las situaciones sino de los personajes que las afrontan. Lo importante, lo que marca la diferencia en ésta y en cualquier otra novela, para bien o para mal, son los personajes. Si son de cartón piedra, serán personajes muy cerrados, muy coherentes y muy visibles. Si son de carne y hueso, si están vivos, serán únicos, reservados, huidizos. Los personajes de En el café de la juventud perdida están vivos.
Están vivos y, por tanto, se esconden. No tanto de los demás como de su pasado, de su origen. En la novela de Modiano a casi nadie, empezando por Louki, se le conoce por su nombre real. Ella se llama realmente Jacqueline. «Jacqueline de la Nada», escribirá en la portada del libro Louise de la Nada, que está leyendo desordenadamente, un día en el que, en sus propias palabras, se siente fatal, y tacha el nombre «Louise», poniendo el suyo en su lugar.
La novela comienza con unas pocas líneas de Guy Debord como epígrafe. Es un guiño, una pista de lo que nos espera en sus páginas. Ambientada en el París de los años sesenta previos al 68, está llena de alusiones más o menos explícitas a los situacionistas, como la pintada «No trabajéis nunca» que el joven Roland ha visto en su infancia en aquella pared cochambrosa camino del colegio. Alusiones a Nietzsche, a la bohemia, al absurdo de las convenciones (como las detenciones de Louki por vagabundeo juvenil o su matrimonio incomprensible), a los poetas desubicados, a los bajos fondos y a los policías secretas. Mucho situacionismo y, también, mucha filosofía del absurdo de Camus.
La novela está llena también de espacios sombríos e inclasificables. Hay mucha más noche que día, más sombra que luz. Espacios fronterizos y nocturnos, donde los secretos inconfesados siguen ocultos sin que a nadie le importe. Esas sombras y esas fronteras les sirven a los personajes de burladeros donde el pasado desaparece y el futuro no existe. El tiempo se estanca, como en una infancia recuperada pero esta vez feliz para variar.
La teoría de la punta del iceberg de Hemingway se despliega en esta novela de Modiano en todo su esplendor. Los personajes son icebergs más o menos lejanos o próximos, pero de todos ellos sólo vemos la punta que emerge. Y, sin embargo, sabemos que hay una enorme masa sumergida que no vemos, pero que intuimos y que nos gustaría conocer, aunque ya sabemos que nunca podremos bucear tan hondo. Los icebergs van a la deriva, se rozan, chocan, se separan. Alguno se rompe.
El estilo de Modiano es poético pero no rebuscado. Frases cortas, repeticiones, y una atmósfera de contrastes térmicos eficaz. Fácil de seguir. Vemos a Louki (y al resto de los personajes) desde todos los ángulos, aunque sólo su parte visible. La parte no visible la imaginamos. Ésa es la eficacia de la obra, justamente que la imaginamos porque nos importa. En el café de la juventud perdida es una obra maestra a la altura de cualquier clásico que se nos ocurra. Sólo hace falta que caiga en manos de un lector atento. Y si se conoce la geografía de París -que no es mi caso-, mejor que mejor.
Blog del autor: http://pasabaporaquiymedije.bl
Fuente orignal: http://pasabaporaquiymedije.bl