A la sombra de la crisis financiera, florece sobre todo en Europa el negocio con la deuda pública. Pues los Estados son los mejores deudores que le quepa desear a un acreedor. A la crisis bancaria y financiera no tardó en seguir, como era previsible, la crisis económica mundial. Y a ambas viene a sumarse […]
A la sombra de la crisis financiera, florece sobre todo en Europa el negocio con la deuda pública. Pues los Estados son los mejores deudores que le quepa desear a un acreedor.
A la crisis bancaria y financiera no tardó en seguir, como era previsible, la crisis económica mundial. Y a ambas viene a sumarse ahora la crisis de las finanzas públicas, tercera etapa de la Gran Crisis. Deuda, culpa y expiación, una lucha pugnaz: los ciudadanos de a pie deben subvenir al generoso rescate de los bancos. Las deudas públicas aceleradamente acrecidas se usan a modo de varapalo para inculcar esta lógica. Algunos pequeños pueblos -los islandeses en el Norte, los griegos en el Sur- se avilantan a resistir el absurdo dominante y se niegan a pagar por la crisis. De la noche a la mañana, las deudas de terceros se han convertido en problema de todos.
De acuerdo con las últimas cifras del FMI, cinco de los Estados del G-8 tienen una deuda pública superior al 100% del PIB, con Japón (200%) a la cabeza. Alemania y Canadá se hallan hasta ahora por debajo del umbral del 100%; los miembros de la EU España, Portugal, Italia y Grecia, rayanos en, o aun por encima de, ese límite. Nunca antes en tiempos de paz había subido de manera tan extrema la deuda pública en los países capitalistas desarrollados como ha ocurrido desde el comienzo de la crisis financiera mundial a finales de 2007.
Sólo en 2009, los títulos de obligaciones emitidos por la República Federal Alemana crecieron hasta alcanzar la cifra de 1 billón 692 mil millones de euros. Sólo en 1995 -cuando de verdad se hicieron sentir por primera vez los costes de la reunificación- había sido mayor el salto de la deuda pública alemana. En los países de la OCDE, el nivel promedio de las deudas públicas ha llegado a alcanzar entretanto un 80% del PIB, y en pocos años podría llegar a rebasar de manera generalizada la marca del 100%. Grecia está en todas partes.
Más de 8 billones de euros
Los economistas se hallan inveteradamente divididos en materia de deuda pública. Un Estado que contrae demasiado poca deuda pública, malbarata el futuro; un Estado con demasiados acreedores, arruina la economía nacional. En Alemania, como en todos los países gobernados por neoliberales, impera de concierto el dogma, según el cual las deudas públicas son un mal en y por sí mismas, llevan a la inflación, a una fiscalidad exorbitante y a la bancarrota del Estado. Se intenta hacer olvidar, contando para ello con todo el poder de los medios de comunicación, la conexión entre crisis financiera, rescate bancario y explosión de la deuda pública. En cambio, se entona la cantilena del ahorro y los recortes con el estribillo del «Estado social incosteable».
No hay razón para el pánico. Ningún Estado europeo tiene que ir a la quiebra. Tampoco los griegos deben devolver esos casi 300 mil millones de euros (cerca de un 130% de su PIB), sino que deben limitarse a la refinanciación regular, esto es: a ir substituyendo regularmente las viejas deudas por deuda nueva. Propiamente, eso no debería representar el menor problema. El Estado, dotado de monopolio fiscal y monetario, es con diferencia el mejor deudor. A diferencia de los grandes bancos, sólo puede quebrar cuando toda la economía nacional está arruinada. Pero, a pesar de la crisis, eso no puede ocurrir en ningún lugar de la Unión Europea.
Por doquiera crecen las deudas de los Estados, cada vez se coloca más deuda pública en unos mercados financieros, por lo general, ávidos de comprarla, incluso con ganancias de cotización, porque los empréstitos ofrecidos están, y por mucho, sobresuscritos. Ni siquiera Grecia tuvo problemas a comienzos de año para colocar en los mercados financieros el triple de deuda. En el conjunto de la UE, se emitieron en 2008 más de 650 mil millones de euros de deuda pública; en 2009 fueron ya más de 900 mil millones, y en 2010, según las estimaciones más prudentes, se rebasará el 1,1 billón de euros. El conjunto de los Estados de la UE tienen ya más de 8 billones de euros inscritos el Debe. Los EEUU vienen a acompañarnos con más de 2,3 billones de dólares de deuda pública fresca. El negocio con los títulos de deuda pública florece como nunca. ¿Por qué, pues, la inquietud en los mercados financieros? ¿A qué la repentina preocupación por las deudas de Grecia, Italia, España, Portugal o Irlanda? ¿De qué el miedo a una bancarrota pública en la que, manifiestamente, los mercados financieros creen menos que nadie? Ahora como antes, los paquetes de deuda pública griega, española y portuguesa se compran como panecillos recién salidos del horno, son tan deseados como los títulos públicos alemanes. Naturalmente, con jugosos cargos por riesgo, lo que hace harto más rentable el negocio con esos paquetes.
La deuda pública es más vieja que el capitalismo moderno. La bancarrota del Estado fue otrora -antes del descubrimiento del déficit público permanente- un medio bien probado del que se servían los gobernantes para someter a sus acreedores, quienes se desquitaban con intereses exorbitantes. En nuestros días, la falsaria demagogia sobre peligros de bancarrota pública es un medio sumamente efectivo de someter a gobiernos, y a pueblos y naciones pretendidamente soberanos, a los intereses de los mercados financieros. Si el crédito de un Estado llega a ponerse efectivamente en duda, eso sirve sobre todo a los acreedores; y hoy en día, y por regla general, los acreedores no son otros Estados, sino inversores privados, bancos, compañías aseguradoras y fondos. Una parte considerable de la riqueza de una nación va a parar a sus bolsillos.
Las meras tasas de déficit y deuda pública dicen poco sobre el riesgo deudor efectivo. Obviamente, los legos en economía que forman la clase política adoran esas tasas, porque desvían la atención respecto de las verdaderas debilidades de la economía nacional (por ejemplo, la extrema dependencia en que se halla Alemania de sus exportaciones). También se simplifican de muy buen grado los tipos de interés, la relación entre los ingresos fiscales anuales y los intereses pagaderos anualmente de la deuda pública. Cuando, como en Grecia, los ingresos fiscales dan poco de sí (porque las elites apenas pagan impuestos, la crisis económica reduce la recaudación fiscal y las cargas de los intereses son disparadas al alza por especuladores y agencias de calificación del riego), entonces los tipos de interés suben rápidamente hasta el 30 o el 40 por ciento. Cuando eso ocurre, es decir, cuando el servicio de la deuda genera un desgarrón en el presupuesto público, el país afectado cae, efectivamente, en la trampa deudora. Para evitarlo, hay que reducir la carga de los intereses. Una comunidad como la formada por los euro-países podría lograr eso de la manera más sencilla, robusteciendo la credibilidad de un miembro como Grecia sin necesidad de cargar con un solo céntimo de su deuda pública. Con eso se desharían todas las necedades populistas de Merkel y compañía.
Fueron y siguen siendo los bancos -por lo pronto, los europeos- los compradores de deuda pública griega, los tenedores de la misma y los principales responsables de su crisis financiera: aseguradoras e institutos bancarios franceses, suizos y alemanes son los principales acreedores; les siguen a mucha distancia bancos británicos y estadounidenses. Los bancos portugueses poseen casi tanta deuda pública griega como los norteamericanos.
¿Despejar con inflación?
No ofrece duda: los déficits públicos pueden enjugarse con una vigorosa inflación que desvalorice los títulos de deuda y reduzca los intereses nominales que el Estado tiene que pagar por esos títulos. Pero para ser de ayuda a corto plazo, la inflación tendría que correr al galope. A pesar de una deuda pública creciente a escala planetaria, eso es ahora prácticamente imposible, pues, dado que existen sobrecapacidades estructurales en prácticamente todas las ramas de la economía, los precios apenas pueden levantar cabeza. Por ahora, el impulsor de los precios es el Estado, e impulsoras de precios son también algunas grandes corporaciones empresariales capaces de controlar la energía y los recursos: eso no basta para una hiperinflación.
¿Qué salida queda? Pues, por una vez y para variar, ¿por qué no proceder con buen juicio, en vez de con celo dogmático y querencias populistas? Sin necesidad de hacerse con un solo céntimo de deuda pública griega, se podría ayudar a los griegos de manera sencilla y efectiva. Por ejemplo, con eurobonos o créditos del Banco Central Europeo (BCE). Ahora mismo, bastaría con agarrarse a la regla extraordinaria que permite a los bancos centrales de la eurozona aceptar deuda pública y obligaciones de Grecia y de otros países.
Para hacer evitables en el futuro las crisis de este tipo, tendría más sentido cambiar las reglas. No tiene ninguna lógica económica que los estatutos del BCE le prohíban comprar y tener deuda pública de los países miembros de la eurozona. Conforme a esta regla absurda, el BCE ha inundado en los pasados meses a los bancos europeos con créditos baratos, negándose, al propio tiempo, a sostener con créditos a los Estados miembros. Lo que ha ocurrido, en cambio, es que los bancos europeos -y para empezar, los alemanes- han tomado préstamos a intereses ínfimos del BCE para, a su vez, ofrecerlos como préstamos al Estado griego a tipos de interés elevadísimos. Bonito negocio. Ackerman [1] y compañía están fascinados.
No se trata sólo de necedad; la cosa tiene método. Con el miedo a la bancarrota pública y a la amenaza de un caos monetario en caso de caída del euro, se promueven ulteriores «reformas» neoliberales. En España, Italia, Portugal, en Gran Bretaña; por doquiera está a la orden del día la jubilación a los 67 años. Por doquiera tienen que vérselas los ciudadanos de a pié -no los propietarios de capital y de patrimonio- con drásticas subidas de impuestos. Por doquiera se recortan los servicios públicos, por doquiera se reduce el sector público. Impulsada ahora por la situación de pretendida emergencia financiera del Estado, se avanza irresponsablemente en la privatización de la propiedad pública. Los griegos son masacrados, los portugueses, achicharrados; se afilan con celo digno de mejor causa los cuchillos contra España. De te fabula narratur.
NOTA T.:
[1] Josef Ackermann es el presidente ejecutivo de la Deutsche Bank, el principal banco privado alemán.
Michael R. Krätke, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es profesor de política económica y derecho fiscal en la Universidad de Ámsterdam, investigador asociado al Instituto Internacional de Historia Social de esa misma ciudad y catedrático de economía política y director del Instituto de Estudios Superiores de la Universidad de Lancaster en el Reino Unido.
Fuente: http://www.freitag.de/politik/1013-griechenland-bankenkrise-staatsschulden
Traducción para www.sinpermiso.info: Amaranta Süss