A principios de enero de 2024, la nueva película basada en la historia de la tragedia de los Andes de 1972, esta vez producida por la principal distribuidora de videos on demand, fue saludada por la prensa uruguaya como la más vista de Netflix.
Poco después, un comentario del senador Mario Bergara de Uruguay sobre la historia abrió una puerta para una avalancha de reacciones políticamente correctas. El País, el diario dominante en Uruguay, equivalente corporativo e ideológico de Clarín en Argentina, tituló: “Polémica por comentario de Mario Bergara sobre la tragedia de los Andes ‘Protagonizada por chiquilines ricos’”. Luego: “En Twitter, el senador y precandidato del Frente Amplio expresó: ‘La epopeya de Los Andes fue protagonizada por chiquilines de los sectores más ricos de la sociedad. Muchachos de élite, sin vuelta ni matices. Sin embargo todos estamos orgullosos de que sean uruguayos’, escribió”. Por supuesto que fue una oportunidad de oro para sus adversarios políticos. Por no ir a las clásicas reacciones epidérmicas de las redes sociales.
Entiendo que, como político, mejor no debió hacerlo, pero el fenómeno mediático de los Andes (no la historia real) debe ser observado con una mirada crítica. Por ejemplo, aquí en Estados Unidos es frecuente el “Missing white woman syndrome”. La desaparición de una mujer blanca, sobre todo si es bonita y no una homeless, tiene una cobertura obsesiva en todos los medios nacionales y suele llegar a libros y películas. No es el mismo fenómeno si es una mujer negra o una latina pobre―de hecho es algo por demás común y habitual en los desiertos de la frontera sur pero, como son inmigrantes ilegales, expulsados por la violencia y la pobreza del mismo sistema, no existen.
El fenómeno es extensible a las clases sociales. Para la industria del cine comercial, un hombre rico es más humano que un hombre pobre que debe comer basura o desaparece bajo algún bombardeo. Para no ir a fenómenos más obvios de la historia y del presente en otras regiones deshumanizadas del mundo, como Palestina.
He conversado con alguno de los protagonistas de la historia de los Andes y he colaborado con colegas de otras universidades que se encontraban y se encuentran traduciendo y trabajando en libros, con la mejor disposición para que logren concluir y publicar sus trabajos sobre esta conocida e importante historia. Por años la he puesto en los programas de estudio de nuestras universidades―emociona a muchos estudiantes estadounidenses mucho más que miles guatemaltecos indígenas o campesinos pobres masacrados por Ríos Montt o por algunos batallones paramilitares entrenados por Washington.
En mis cursos suelo incluir innumerables tragedias que decidieron el curso de la historia global; no meras anécdotas terribles con las que el cine y la literatura comercial machacan una y mil veces como una lucrativa anestesia consumista. Masacres y limpiezas étnicas, opresiones, explotaciones, robos a banco armado, reacciones guerrilleras desde los tiempos de las colonias europeas, golpes de Estado, complots de la CIA para preservar los intereses de grandes compañías trasnacionales, matanzas masivas de ejércitos patriotas contra sus propios pueblos, batallones paramilitares reventando la cabeza de niños contra las piedras para ahorrar balas….
Algunos estudiantes conservan el impacto de esta realidad. Muchos más se impresionan por la historia de la tragedia de los Andes. Jóvenes felices de la clase acomodada de Uruguay (¿esas montañas nevadas son en Norway, dijo?), jugadores de rugby del Old Christians Club, blancos, rubios de allá lejos en el Sur salvaje, quienes debieron sufrir tanto y demostraron que, aún sin entrenamiento militar o guerrillero, lograron sobrevivir a las pruebas de Dios y a las adversidades del universo por su infinita fe cristiana.
Eso no se olvida y, para la industria comercial de Netflix (educada por generaciones en los estereotipos de Hollywood) es una receta de éxito comercial que no falla. Por lejos, los jóvenes en Norteamérica conocen más la tragedia de los Andes que la tragedia de los periodistas estadounidenses a pocas millas y a pocos meses de distancia, en Santiago, 1973, expuesta en la película Missing (1982), una película superior, con una actuación insuperable de Jack Lemmon, y censurada repetidas veces por denunciar la complicidad (mejor dicho, la autoría) de Washington en el golpe de Pinochet, a pesar de que los hechos históricos terminaron por darle la razón.
La “tragedia de los Andes” se ha comercializado hasta el hastío como ninguna de las terribles historias de miles de torturados y desapariciones de las clases bajas en los mismos países involucrados (Chile, Argentina y Uruguay). Por no seguir con casos mucho más trágicos desde mucho antes y más al norte, en el Patio Trasero.
Una historia con aspectos heroicos en algunos casos y con cobardías disimuladas en otros, comercializada con múltiples versiones por Hollywood y las compañías latinoamericanas debido a su previsible patrón psicológico y a una sensibilidad creada por una larga historia anglosajona que hunde sus raíces en el siglo XVII y se articula en forma de pseudo teorías científicas en el siglo XIX como forma de justificar una realidad global de extrema brutalidad.
Claro que cualquier necesaria crítica que saque al espectador de la catarsis colectiva, del ensueño individual del cine comercial (eso que criticaban los Bertolt Brecht y los creadores del Cine Imperfecto Latinoamericano, entre otros vanguardistas del hemisferio Sur) será estigmatizada vía ad hominem con acusaciones clásicas. Como la de “resentido social”, esa etiqueta recurrente, sobre todo en tiempos de las dictaduras latinoamericanas y por boca de sus nostálgicos y secretos admiradores. Claro que resentido viene de “volver a sentir” y “re-cordar”, justamente algo que falta tanto en nuestros tiempos de orgullosa y militante superficialidad, de manipulaciones de opiniones por mercenarios digitales, con sus deja vú políticos, con sus repetidas y renovadas frustraciones sociales. Tal vez si los pueblos fuesen más resentidos, si tuvieran más memoria de sentimientos pasados, no repetirían tantas estupideces cada quince o veinte años (como la moral del esclavo), como si se tratasen de novedades.
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