No entender los límites y sin embargo vivir dentro de ellos es el motivo principal por el cual los actuales patrones de desarrollo no son sostenibles. La rotunda aseveración está contenida en un minucioso informe difundido hace ya exactamente tres años por la conocida organización internacional Unión Mundial por la Naturaleza (IUCN, por sus siglas […]
No entender los límites y sin embargo vivir dentro de ellos es el motivo principal por el cual los actuales patrones de desarrollo no son sostenibles. La rotunda aseveración está contenida en un minucioso informe difundido hace ya exactamente tres años por la conocida organización internacional Unión Mundial por la Naturaleza (IUCN, por sus siglas en inglés).
El informe, difundido bajo el sugerente título «El futuro de la sostenibilidad» denotaba la situación prevaleciente con notable nitidez. Así por ejemplo apuntaba que el conservadurismo político y el egoísmo de los consumidores y ciudadanos ricos, los efectos insensibilizantes de la «abundancia» y del egoísmo intolerante de los adinerados son los principales limitantes de los nuevos cambios estructurales. Cambios que se requieren con urgencia, me atrevo a completar, para avanzar de una vez por todas por el camino de la sostenibilidad, habida cuenta de que crecen por día las evidencias de que la supuesta abundancia consumista no es en modo alguno sinónimo de bienestar o felicidad y sí a menudo el origen de nuevos males.
La sostenibilidad, como concepto, se perfiló hace casi 40 años y constituyó un tema clave de la Conferencia de ONU sobre el Medio Humano que se llevó a cabo en Estocolmo en 1972. En lo fundamental, sugería que era posible lograr el crecimiento económico y la industrialización sin dañar el medio ambiente. Más tarde el Informe Brundtland (1987) definió la sostenibilidad como ‘el desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer la aptitud de generaciones futuras de satisfacer sus propias necesidades’. Aunque imprecisa, esta definición puso de relieve dos cuestiones fundamentales: el problema de la degradación ambiental que tan frecuentemente acompaña el crecimiento económico pero, al mismo tiempo, la necesidad de ese crecimiento para aliviar la pobreza. Al momento presente, la principal corriente de pensamiento sobre la sostenibilidad consiste en una idea de tres dimensiones: sostenibilidad ambiental, social y económica, que se extiende y se resume, a mi juicio, en el terreno de lo político.
Lo cierto es que el mundo se ve afectado por otras graves crisis, que se suman a la ambiental: energética, alimentaria, social y financiera, siendo esta última la más perceptible y difundida por los medios de comunicación y también probablemente la más temida por muchos, dado sus efectos a corto y mediano plazo en todos los países, tanto los industrializados como aquellos en desarrollo y la inseguridad que siembra sobre el futuro económico de cientos y miles de millones de personas. Menos perceptibles son aún, para las grandes mayorías, las facetas referidas a las fuentes de energía, la producción de alimentos y la situación de deterioro creciente de factores ambientales, como las fuentes y reservorios de aguas y los elementos biológicos obtenibles de los ecosistemas que están hoy en riesgo.
Sin embargo, cada día se acrecienta la evidencia de que la actividad humana global se torna aceleradamente menos sostenible. No es difícil encontrar las causas, aunque pueda serlo algo más el lograr su erradicación. Para el Dr. W. M. Adams, autor del informe difundido por la IUCN, es una realidad palpable que el modelo dominante de desarrollo basado en la satisfacción ilimitada de los deseos de los consumidores conduce inexorablemente al sobreconsumo. En particular, la población de las economías industrializadas no muestra ninguna conciencia de que los sistemas de producción tengan fallas o restricciones ecológicas. No es de extrañar, en la medida que este modelo es el que han difundido y difunden alegremente en atractivos mensajes los medios de comunicación y la publicidad global como si el mismo no representase ningún problema y fuese por el contrario uniformemente bueno y deseable.
Al decir del Dr. Edward Barbier, otro reputado especialista con más de veinte años de experiencia en cuestiones de economía ambiental y desarrollo, el carácter de las crisis actuales exige un tipo de iniciativa comparable a la del New Deal de los años 30 del pasado siglo pero, a diferencia de aquélla, ésta requiere ser desplegada a una escala global y contar con una visión mucho más abarcadora. Así lo expone en un estudio preparado por encargo del órgano de Naciones Unidas para las cuestiones ambientales (PNUMA), el cual ha tomado como fundamento el citado estudio para lanzar de manera previa a la Cumbre del G 20, hace apenas unas semanas, el que se ha bautizado como «Nuevo Acuerdo Verde Global» (Global Green New Deal), que habremos de comentar más adelante.
El apuntado estudio de Barbier subraya que, a menos que las nuevas iniciativas políticas encaminadas a solventar la crisis financiera aborden otros grandes desafíos globales, la posibilidad de prevenir futuras crisis será de muy corto alcance. De faltar la necesaria visión global, señala el informe, la reanimación de la economía significará muy poco para encarar las inminentes amenazas que vienen dadas por el cambio climático, la inseguridad energética, la creciente escasez de agua potable, el deterioro de los ecosistemas y sobre todo, el empeoramiento de la pobreza a nivel mundial. Para el autor, reducir la dependencia del carbono y la escasez ecológica se hace absolutamente necesario no meramente por preocupaciones ambientales, sino porque hacerlo es la forma correcta, y de hecho la única, para revitalizar la economía sobre una base más sostenible.
El prpuesto Nuevo Acuerdo Verde Global pone el acento en la utilización renovada de mecanismos de mercado, sin dudas con buenas intenciones de carácter ambiental. A partir de ese enfoque, se argumentan los múltiples beneficios económicos, medio ambientales y sociales que reportaría, según sus proponentes, dedicar un porcentaje significativo de los 3 millones de millones de USD concebidos en los paquetes de estímulo financiero, a la inversión en cinco áreas claves para la sostenibilidad ambiental, a saber: 1) Elevar el rendimiento energético de edificios viejos y nuevos 2) Energías renovables incluyendo eólica, solar, geotérmica y biomasa. 3) Transporte sostenible incluyendo vehículos híbridos; carriles de alta velocidad y sistemas de autobuses de tránsito rápido. 4) La infraestructura ecológica del planeta incluyendo reservorios de agua dulce, bosques, suelos y arrecifes de coral. 5) Agricultura sostenible incluyendo producción orgánica. El propuesto Green Deal aboga también por una gama de medidas específicas dirigidas a asistir a países de los más pobres a fin de alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) y «enverdecer» sus economías.
Se pasa con ello por alto el hecho innegable, apuntado por Eduardo Gudynas, de que si para algo ha servido la actual debacle económica global es precisamente para cuestionar muy a fondo las ideas que venían prevaleciendo sobre el mercado y su papel. La ampliación abusiva de las operaciones mercantiles, la creación de nuevos instrumentos financieros, y la ausencia intencionada de regulaciones para amparar la especulación han llegado a un límite insoportable. Se tiende a pasar por alto que este colapso de las ideas convencionales tiene también una connotación en el plano ambiental. En efecto, la ortodoxia capitalista liberal que dio paso a la creación de los instrumentos derivados y los mercados a futuro, es la misma que promovió la ampliación del concepto de mercancía hasta incluir en él a la Naturaleza bajo la forma de los llamados «bienes y servicios ambientales». Surgió el abusivo concepto de «capital natural» y se gestaron toda una gama de métodos para calcular el precio de las plantas, los animales, y hasta de los ciclos ecológicos. La Naturaleza y sus componente se hicieron susceptibles de recibir precio y en consecuencia, de tener dueños.
Con la misma aparente impunidad que aumentaba la burbuja financiera en los mercados especulativos, los apuntados argumentos invadieron y se expandieron en el campo ambiental. En 2002, en la Cumbre de Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible se terminó legitimando la idea de los bienes y servicios ambientales a realizarse en el mercado. No pocos países apoyaron esa perspectiva y diversos trabajos se dedicaron a la valoración económica de los recursos naturales, se crearon los mercados para comercializar permisos de contaminación, y se experimentaron instrumentos económicos «verdes». Fue precisamente en ese contexto, como nos recuerda Gudynas, que explotó la crisis financiera en octubre de 2008.
No es posible ignorar a estas alturas el papel relevante del mercado para el funcionamiento del mundo, pero como se afirma por Adams en el informe citado más arriba, la sostenibilidad hay que entenderla ante todo como una idea esencialmente cultural : es necesario sembrar una cultura de sostenibilidad.
Como parte de las experiencias que deben recogerse de la crisis actual, habrá que superar de una vez por todas la visión reduccionista, mercantil, del manejo de los recursos ambientales y reconocer que la temática ambiental depende sobre todo de una construcción política, y en particular que esta debe ser de un carácter público, estatal. Expresado de modo más directo, el mercado debe quedar bajo una regulación social, expresada en una política estatal.
Pienso que tienen razón quienes afirman que la búsqueda de la sostenibilidad hay que concebirla como una trayectoria social, como una elección consciente y que esa elección debe ser ofrecida dentro de un sistema estructurado de alternativas. El desafío es racionalizar y reconciliar los logros contrarios del progreso humano y proporcionar alternativas que permitan a las personas separar los fines (felicidad, libertad, satisfacción, una diversidad de opciones) de los medios (trabajo, ingresos, riquezas, posesiones, consumo, poder).
Es particularmente cierto que el desarrollo tecnológico comporta por igual oportunidades y riesgos, y sus implicaciones son a menudo imprevisibles. En todo caso, los avances en materia de restauración ecológica son alentadores en cuanto a la posibilidad de mejorar y restablecer los servicios de la biodiversidad y los ecosistemas, pero la capacidad humana para la estructuración ecosistémica entraña límites bien definidos. No es en modo alguno admisible como opción la de «desarrollarse ahora y restaurar los ecosistemas después» y resulta tanto más arrogante la posición asumida por los países desarrollados que afirman no estar dispuestos a negociar sus estilos de vida. Durante décadas, la interpretación que prevaleció en la sociedad fue que los cambios en los ecosistemas eran generalmente reversibles; que una vez que se hubiese eliminado el factor de perturbación, los mismos volverían a su estado anterior. Esta metáfora reconfortante sugirió que no había motivos para temer que el mal empleo humano del medio ambiente global condujera a un colapso irreparable. En la actualidad, en cambio, la ciencia muestra que las dinámicas no lineales son elementos inherentes al funcionamiento de los ecosistemas. Los lagos contaminados no necesariamente regresan a su estado anterior cuando cesa la contaminación; no se puede esperar que el clima experimente una variación media aproximada a las condiciones de los últimos 30 años; es muy probable que la extinción de ciertas especies cambie la amplitud y frecuencia del cambio ecosistémico en formas tales que restrinjan las oportunidades humanas; los nuevos compuestos y la manipulación genética de taxones ampliamente distribuidos, bien pudieran generar cambios en la forma y función de los ecosistemas.
Los recursos del planeta no son infinitos. El futuro del Mundo depende del patrón de consumo que prevalezca. Se requiere rediseñar y reconstruir la economía global para que las personas puedan obtener más a la vez que consumen menos. Como afirma el informe IUCN, un componente promisorio en ese camino es fomentar una economía de servicios en lugar de objetos, que genere valor para la sociedad sin generar necesariamente desperdicios o sin implicar un gasto físico o energético innecesario. A su vez, la resiliencia de la biosfera es crítica para la sostenibilidad de la civilización y por ello la ciencia de la resiliencia (o capacidad de regeneración de la Naturaleza) será fundamental para entender el desarrollo futuro de los acontecimientos. Esas serán vertientes definidas, aunque no las únicas, de la nueva ciencia de la sostenibilidad.