El lunes me ajusté traje y corbata, subí a un impecable Lincoln negro y salí rumbo a una importante cita en la que, con mi habitual elocuencia y rodeado de empresarios sin vergüenza, diserté sobre el desarrollo sostenido y sustentable repartiendo medidas y contratos. El martes, en mangas de camisa, viajé en helicóptero a algunas […]
El lunes me ajusté traje y corbata, subí a un impecable Lincoln negro y salí rumbo a una importante cita en la que, con mi habitual elocuencia y rodeado de empresarios sin vergüenza, diserté sobre el desarrollo sostenido y sustentable repartiendo medidas y contratos.
El martes, en mangas de camisa, viajé en helicóptero a algunas remotas regiones del país donde, con mi labia habitual y rodeado de campesinos sin tierra, resalté mi compromiso con la agricultura repartiendo sobres y canastas.
El miércoles, tocado de etiqueta y en el asiento trasero de mi vehículo oficial, me trasladé al Congreso para, con mi habitual retórica y rodeado de honorables sin honra, justificar los últimos decretos y repartir pactos y componendas.
El jueves me puse el chándal, cachucha incluida, y en mi todoterreno me dirigí a la universidad pública donde, con mi maestría habitual y rodeado de estudiantes sin futuro, ponderé los esfuerzos de mi gobierno por impulsar la educación repartiendo títulos y becas.
El viernes me enfundé el traje de Santa Claus y, como acostumbraba en Navidad, montado en mi trineo presidencial, acudí a un barrio popular donde, con mi habitual simpatia y rodeado de niños sin infancia, les hablé del amor y de la paz repartiendo triciclos y muñecas.
El sábado no pude esperar al día siguiente y, todavía en pijama, salté a la calle. Con inusual sinceridad y juicio, le asesté un marco conceptual a mi primer ministro y un impositivo gravámen de fundazos a todo mi gobierno, con sus correspondientes ceses y renuncias fulminantes. Después dispuse una inversión millonaria de patadas sobre las nalgas de mis socios de partido y el compromiso de erogarles morados cardenales a las más ilutres sotanas de la curia. También repartí traumas y contusiones entre los tantos variados uniformes, y una surtida partida de leñazos a jueces, empresarios y banqueros. Así fue que, rodeado de la más absoluta incredulidad y frente a millones de esperanzas sin gobierno, simplemente, desahucié la impunidad, nacionalicé la memoria y comencé a cumplir mi programa electoral devolviendo al pueblo la voz y la palabra.
El domingo fuí declarado loco.
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