Leí un artículo impresionante de Juan Torres porque me llamó la atención el título: “Hay cosas más importantes que vivir”. Comenzaba diciendo que la frase no era suya. Y, en efecto, inmediatamente pensé que esa frase, en realidad, era de Sócrates y que es uno de los hilos conductores de toda la Historia de la Filosofía. Así es como se despide Sócrates de la asamblea que acaba de condenarle: “Yo voy a perder la vida, pero vosotros acabáis de perder algo que es más importante que la vida, la dignidad. Así es que, ¡ea atenienses!, cada uno a lo suyo, yo a morir y vosotros a vivir. Yo encontraré la muerte, que no sé si es cosa mala o buena, vosotros al perder la dignidad, habéis perdido aquello por lo que merece la pena estar vivo. Eso seguro que sí que es algo malo”.
Pero no, la frase a la que se refería Juan Torres (qué magnífico artículo) era, en realidad, «there are more important things than living», y fue pronunciada hace unos días por el vicegobernador del Estado de Texas, en Estados Unidos, Dan Patrick. Resulta que lo que es más importante que la vida es la economía. Escuchando algo así, a Sócrates (y también a Aristóteles o a Kant) le habría reventado el cerebro.
Pero no puede haber un mejor y más crudo diagnóstico de la encrucijada en la que está encallada la humanidad. Vivimos en un determinado sistema económico. No es el único que podría haber existido y no es ni mucho menos el único que ha existido en la Historia. Se llama capitalismo. Y como muy bien explicó ya Karl Polanyi en 1944, el problema que tiene el capitalismo no es sólo que se base en la explotación de una clase social (algo en lo que solía insistir el marxismo), sino que periódicamente resulta incompatible con los dispositivos antropológicos más elementales para generar sociedad. Polanyi mostró con increíble clarividencia que el problema de fondo que explicaba la terrible historia del siglo XX no era la explotación del proletariado (que también), sino el hecho de que la sociedad misma en su conjunto se estaba volviendo imposible. El mercado (eso que llamamos ahora “los mercados”) podía ser un buen esclavo, pero, en tanto que amo, se había mostrado demente y suicida. Ya no es sólo la pobreza, el problema es de más calado: los problemas de los seres humanos son las soluciones de la economía, y las soluciones económicas son los mayores problemas para el ser humano. Como recientemente dijo por ahí Amador Savater, el capital funciona con una lógica estrictamente extraterrestre. Esta tesis fue ampliamente actualizada por Naomi Klein en lo que sin duda es uno de los libros más importantes de lo que llevamos de siglo: La doctrina del shock. Una terrible confirmación de las tesis de Karl Polanyi: actualmente, el metabolismo interno del capital es hasta tal punto incompatible con el metabolismo antropológico más elemental que los negocios ya sólo van bien en condiciones de desastre social, en condiciones de guerra, en los terremotos, los tsunamis o incluso en las pandemias. Ya se anuncia un nuevo pelotazo bancario: “La respuesta pública al coronavirus está teniendo efectos secundarios de carácter tonificante para la banca española, que está prestando dinero como nunca ante la necesidad de liquidez que el parón de la actividad económica ha desatado en el tejido productivo y comercial del país”, se anunciaba el otro día.
Hace muchos años leí una noticia en El País que me sorprendió. Según una encuesta, el noventa por ciento de la población pensaba que los bancos tenían mucho más poder de decisión política que el gobierno. Curiosamente, según la misma encuesta, ante la pregunta de si España era una democracia, el noventa por ciento de la población respondía también que sí. Precisamente estaba leyendo la noticia con una amiga diputada del PP y le mostré mi extrañeza ante esta supuesta contradicción. “Yo no veo ninguna contradicción”, me respondió con un descarnado realismo. “Sencillamente ocurre que la gente vota democráticamente que gobiernen los bancos, porque son los que tienen la sartén por el mango”. Y en realidad, es cierto, si dependes a vida o muerte de que a la economía le vaya bien, lo mejor es ceder a la economía la capacidad de gobernar. Ahora bien, en estos momentos hemos rizado el rizo. Porque la economía nos necesita muertos. Sería muy egoísta por nuestra parte empeñarnos en salvar la vida, comprometiendo la sangre y el alma de nuestro mundo económico. Ahí están las caceroladas del pijofachismo intentando que entremos en razón: lo primero es salvar la economía.
Sin embargo, las conclusiones que se pueden sacar de ello son preocupantes. Quizás tienen razón. Si no salvamos la economía, será mucho peor, porque el desastre será tan inmenso que morirá todavía mucha más gente aún. Conviene, así pues, que sacrifiquemos a los más débiles y que salvemos el futuro para los que resistan. Aunque también se puede plantear el dilema de otra forma. Si nuestro sistema económico nos plantea semejante chantaje, lo que hay que hacer es mandar a la policía y meterlo en la cárcel. Y buscar un sistema menos criminal para organizar el metabolismo de los negocios. Como también decía Juan Torres hace no mucho: empezar por cerrar las bolsas y controlar los movimientos de capital. Claro que si dependemos a vida o muerte de esta economía, conviene pensar ante todo en salvarla. Pero también se puede pensar en cambiarla, para no vivir en este chantaje demencial.
Si algo ha demostrado esta pandemia es que nuestro peor enemigo no es la covid-19, sino el sistema capitalista en el que estamos atrapados. En mi opinión, el mejor chiste que se ha hecho en estos meses de alarma ha sido ese en el que aparecían los dinosaurios viendo caer el meteorito letal y exclamando (en portugués) “¡puta mierda, va a joder la economía!”. No era sólo un chiste, es una profunda reflexión sobre la encrucijada en la que nos encontramos. El problema no es sólo la pandemia. Hemos tenido otras en la historia de la humanidad y ahora estamos infinitamente mejor preparados científicamente para hacerlas frente. El problema es el sistema económico en el que hemos encallado, porque no nos deja otra opción que la de salvarlo a cualquier precio, aunque tengamos que morir a paletadas. Eso de “socialismo o muerte” ya no es una metáfora voluntarista o moral. Es la cruda realidad. O nos libramos del capitalismo o éste acaba con nosotros, y no sólo por la pandemia del coronavirus, sino por lo que los informes del ecologismo no han cesado de advertirnos desde hace décadas: un sistema que necesita crecer a cualquier precio en un planeta redondo que no crece es, lisa y llanamente un suicidio global.
Ha habido otro chiste muy bueno que ha circulado: “¿Os habéis fijado en que si durante un mes sólo consumimos lo que necesitamos se hunde la economía?”. No hay mejor forma de resumir la encrucijada a la que nos ha llevado el capitalismo. La economía tiene muchas más necesidades que nosotros, sus habitantes. Y eso no es nada de sentido común. Ha llegado la hora de concluir con otro chiste que también ha circulado (lo leí en una pancarta de Hong Kong): “No podemos volver a la normalidad. La normalidad era el problema”. Para muchos economistas, el capitalismo no es un sistema económico, sino la economía humana en una de sus necesarias y definitivas etapas. Sin embargo, es difícil de creer que semejante disparate tenga algo que ver con la normalidad. El capitalismo lleva doscientos años de existencia global. Y el ser humano lleva al menos 100.000 años sobre la Tierra. Si trazamos una línea de Madrid a Moscú y miramos lo que representarían 200 años, no creo que llegáramos ni a Burgos. Y en ese lapso nos hemos cargado el planeta y caminamos, como alguna vez dijo Noam Chomsky, hacia un Tercer Mundo Global. No es una perspectiva bonita.
Al comienzo del estado de alarma, escribí un artículo sobre lo que sin duda es el más grave de los inconvenientes de este sistema económico: que no puede parar, que no puede ralentizar la marcha. Este detalle, como intenté contar, ni siquiera entraba, por inconcebible, en las más grandes cabezas del siglo XX, como fueron J. M. Keynes o Bertrand Rusell. Pero ha resultado ser así: el capitalismo no sólo no puede detenerse, sino que si va más despacio se hunde y lo manda todo al carajo. En una sociedad de consumo, hipertrofiada por necesidades artificiales y por la obsolescencia programa, ¿qué más daría parar unos meses a causa de una pandemia, ralentizar la marcha y producir solo lo imprescindible? Qué más nos daría a nosotros; a la economía no le da igual, porque se hunde, y nos lleva a todos por delante. Así es este sistema.
Lo espeluznante del problema, en uno de sus aspectos siniestros, fue muy bien resumido por Antonio Turiel en su artículo La tormenta negra. Santiago Alba Rico, en un magnífico artículo también, lo resumía así: “El consumo del petróleo ha disminuido en un 30% gracias a la pandemia y es muy probable que su caída –tanto en consumo como en precio– se precipite en picado todavía más. Esto debería ser saludable para el planeta y esperanzador para las economías individuales. Pero resulta que no. Es una maldición. Porque el capitalismo se ha preparado para producir petróleo, no para dejar de producirlo, y hay que sacarlo de la tierra sin parar, a riesgo de que los pozos se petrifiquen sin vuelta atrás; y el ya sacado no se puede almacenar más de seis meses sin que su putrefacción genere más problemas ecológicos de los que ahorra su combustión en el aire. Así que, con independencia ya de los beneficios, la supervivencia material de todos depende de que minemos sin cesar las condiciones materiales de supervivencia de todos”. Y Santiago Alba concluía con una buena definición del tipo de economía al que nos estamos refiriendo: “El capitalismo, que no piensa, es una estructura que nos obliga a pegarnos voluntariamente un tiro en la nuca para mantener con vida una estructura de la que dependemos para podernos pegar un tiro en la nuca unos días más”.
Así están las cosas. Pero, Julio Anguita, el único político de este país que no paró en el Parlamento de intentar explicarlo desde hace varias décadas, era, según el repugnante resumen editorial de El País, un idealista sin sentido de la realidad.