He entrecomillado el término «cuantos» para que no se confunda con «cuentos», que también podría haber sido dicho para mencionar el cómo la vida va haciendo su presencia. La vida es lo que nos contamos en ese cuento de nunca acabar que es nuestra condición de seres vivos. El que se aburre es que ha […]
He entrecomillado el término «cuantos» para que no se confunda con «cuentos», que también podría haber sido dicho para mencionar el cómo la vida va haciendo su presencia. La vida es lo que nos contamos en ese cuento de nunca acabar que es nuestra condición de seres vivos. El que se aburre es que ha perdido la capacidad narrativa de escuchar y contar relatos. Ha dejado de tener curiosidad y de sorprenderse. Está terso, ha adquirido ese rigor con que a veces realzamos a la ciencia establecida. Es rigurosa. Llegado a ese punto no necesita ir al médico, lo que requiere es escuchar ese bullicio vital que las miríadas de bacterias orquestan en su interior en todo momento… y dejarse llevar (ese minuto de silencio). Adiós depresión.
Max Planck, al descubrir el empaquetamiento de la energía en bloques discretos a principios del siglo XX, en el fondo rompía una creencia muy arraigada en el mundo intelectual acerca de la naturaleza de la naturaleza: ésta no solo da saltos sino que es muy danzarina. Lo que sufriría el audaz inventor que, al preguntarle sus coetáneos cuándo la física oficial aceptaría sus descubrimientos, él no podía más que poner su esperanza en las jóvenes generaciones, y soltaba aquello de que sus hipótesis se contemplarían solo cuando todos sus colegas hubiesen fallecido. De todos modos, los darwinistas ortodoxos siguen pensando que la naturaleza no da saltos y que el principio de adaptación hace que se vayan produciendo cambios graduales en las especies, eso sí dándose codazos en esa incesante lucha por la vida. El registro fósil no les da la razón, ni tampoco las fuertes tendencias simbióticas, pero vaya usted a decirles que esto no funciona como ellos repiten desde hace 150 años. Lo mismo que si lo hacemos con los economistas y tratamos de sacarlos del individualismo posesivo de hace 250 años.
Los paradigmas establecidos, como la primera ley de Newton, son inertes, «siguen en reposo si están en él, o si se mueven su movimiento es rectilíneo y uniforme mientras no actúe una fuerza exterior». Lo digo entrecomillado, de nuevo, porque así me lo repetían en la Escuela de Peritos. Para moverlos (a los que se aferran a su objetividad y no la colocan entre paréntesis como recomendaba Maturana) hace falta una buena fuerza exterior, si no la inercia los arrastra lección tras lección, haciéndose repetirse literalmente, años tras año, como señalan los analistas externos.
Como se ve, nos movemos en un cambio de paradigma: Planck y la física cuántica, la vida como danza y no como modelo escrito en caracteres matemáticos, la biología de la simbiosis y del salto, y más allá de la mecánica de Newton, que aplicada a la propia vida la hace monótona y mortífera.
Repiten: «una imagen vale más que mil palabras», pero esto es una tautología porque las palabras son imágenes, son metáforas iluminadoras, narraciones que nos abren a un mundo de sueños.
Y nadie como los niños, o los que son como ellos («… si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos»), tienen más capacidad de imaginación y de invención (creatividad le llaman también pero esta denominación me parece abusiva, porque no partimos de cero, estamos siempre subidos a «hombros de gigantes»).
Los niños, por proximidad, nos sugieren la educación. Del latín educere, «sacar fuera», es decir crear las condiciones para que el sujeto despliegue todo sus capacidades, limitadas pero hermosas. Por ello vuelven a estar de moda los sistemas de educación que llamaremos libres, es decir aquellos que tratan de contener a los mayores para que no caigan con toda la fuerza de sus prejuicios y su capacidad de coacción sobre unos seres tiernos, que se ejercitan lúdicamente en experimentarse y construirse. Es aquello de la «educación como práctica de la libertad» de Freire o de Neill. Y es la bella metáfora del Guardián en el centeno de Salinger en la que los maestros se deben casi reducir a vigilar a los más pequeños para que no caigan por el abismo. En fin, un cántico a la buena hechura de la especie sapiens en su avatar de más de ciento cincuenta mil años tropezando por su cuenta y saliendo de muchos apuros.
Pero nos faltan aspectos. Ya hemos apuntado un cierto optimismo en las capacidades de nuestros hermanos, una educación como práctica y no solo como teoría, pero queda el individuo como muy aislado del conjunto. Por eso la educación debe ser también «práctica de la comunidad». Porque como dice el poeta Jorge Riechmann somos seres interdependientes y ecodependientes.
En alguna ocasión he dicho que los tres grandes inventos del siglo XX han sido la física cuántica, el ADN y los ecosistemas. Los ecosistemas efectivamente. Nada ya se puede contemplar como aislado, sin muchas relaciones. Todo está conectado en forma de sistemas: con complejidad, incertidumbre, causalidad recursiva y propiedades emergentes. Por eso, y como ya Pascal anticipó que no podemos conocer las partes sin conocer el todo, existe una epistemología que trata con holones (holo es un término griego que significa «todo» o «entero» ), de ahí el término holística. Entenderse con totalidades significa que aceptamos el principio de que «el todo es mayor que la suma de las partes» y que las recomendaciones de Descartes («dividir las dificultades en tantas parcelas como se pueda»), son solo una buena muestra de nuestras limitaciones. Frente a un mundo «infinito» nuestra capacidad finita nos hace necesariamente humildes. Y como no podemos jugar a ser el ojo de Dios, nuestra subjetividad está siempre inmersa en nuestras indagaciones y certezas. Volviendo a la cuántica, el principio de indeterminación nos sigue a donde vayamos.
La holística se encuentra de frente con la hologramática. Aquella insiste en el todo desde arriba para entender las partes, ésta se queda en las partes y afirma su autosuficiencia en la medida en que su decir básico sostiene que «las partes contienen el todo», en una especie de fractalidad recurrente.
Como afirma Morin en su Método, no hay que asustarse pues la realidad, y la heurística para descubrirla, es complementaria y contradictoria a la vez (dualidad onda-corpúsculo). Si el todo completa el significado de las partes y lo trasciende (ecosistemas), las partes contienen la virtualidad de la totalidad (embriología, fractalidad, células con el engrama completo del genoma, explosión de especies en el Cámbrico…).
Esta digresión no es una salida cultista a mi relato. Viene a cuento del texto de Esther. Si trabajamos hacia una educación holística ¿cómo es que el test de la misma se reduzca a una fotografía al principio del ejerció académico y otra al final? Porque, creo yo, que en esa condensación se puede advertir el paradigma que reina en cada estudiante.
Paradigma es otra palabra clave. Muy controvertida, e incluso desechada finalmente por su popularizador en ciencia Tomas Khun, ha acabado imponiéndose. Además de un conjunto de conceptos, procedimientos, pre-juicios, hipótesis básicas, etc., es sobre todo una visión global, una intuición mayúscula, que termina impregnando todo un pensamiento. Así hablamos del paradigma darwinista o simbiótico, del paradigma antropocéntrico o biocéntrico, de paradigma newtoniano-mecanicista o holístico, del paradigma analítico o complejo, etc.
Como cada cual, subjetivamente, esté orientado en un momento de su biografía así verá el mundo. La lógica aristotélica, la experiencia, las pruebas de laboratorio, las comprobaciones de las hipótesis, etc., nos sirven instrumentalmente, incluso, en el límite nos hacen cambiar de paradigma, pero una vez instalados en el nuevo se convierten en las nuevas gafas de ver la realidad. El saber no se puede vaciar del sujeto, la objetividad siempre está entre paréntesis o, para decirlo de forma ya clásica, el destino de cualquier hipótesis es la de ser refutada, según anticipó Popper. A los nuevos paradigmas se accede por saltos. Por caídas del caballo paulinas, tal como muestra Esther en su relato allá por el año 2013. O tal como vivimos en la actualidad, en que un mundo se hunde bajo nuestros píes y surge uno nuevo (hablo del fin del capitalismo y del final de la resignación política en nuestro país).
Los paradigmas son también «paquetes cuánticos» con que la vida se nos va presentando y la vamos percibiendo. No es fácil usar dos gafas al mismo tiempo. Los paradigmas tienen algo de inconmensurabilidad. En aferrarse a un paradigma hay algo de olfato, de creencia, de necesidad. Y así somos todos, la diferencia de unos y otros está en el grado de apertura a nuevos aires frescos y, en el fondo, en el grado de humildad.
Humildad, otra palabra clave. Cito a Lewis Thomas, un biólogo muy abierto: «la palabra utilizada para denominar la Tierra, al principio de las lenguas indoeuropeas, hace miles de años, era dhghem. A partir de esta palabra que no significa más que tierra, surgió la palabra humus, que es el resultado del trabajo de las bacterias del suelo. Y. para darnos una lección, de la misma raíz surgieron humildad y humano«.
Si el sujeto se nos ha colado en todo momento para hacernos modestos, el afecto está presente necesariamente en toda ciencia, por eso a la ciencia holística le cae como anillo al dedo la metáfora de un abrazo de pulpo, aquel al que le faltan brazos para abarcar todo el cuerpo del ser querido. Falta nos hace.
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