No hay en Europa una ciudad, un pueblo, o una simple y perdida aldea, así esté al norte o al sur, que no haya sido arrasada por una guerra siquiera alguna vez. No hay en Europa un abuelo que no guarde en sus retinas el horror de alguna pasada guerra, ni niño que no se […]
No hay en Europa una ciudad, un pueblo, o una simple y perdida aldea, así esté al norte o al sur, que no haya sido arrasada por una guerra siquiera alguna vez.
No hay en Europa un abuelo que no guarde en sus retinas el horror de alguna pasada guerra, ni niño que no se haya estremecido al oír el recuento de alguna triste y derrotada memoria.
No hay en Europa una familia, así viva en la costa o en la montaña, que no haya tenido alguna vez que despedir a alguno de sus hijos camino del exilio que impone la miseria que sigue a cada guerra.
Hemos matado y muerto en guerras de cien años y en guerras de cien días, en guerras de tulipanes y en guerras de tres rosas, en guerras mundiales y en guerras locales, por coronar un rey y por destronarlo, por alcanzar la independencia y por imponer la sumisión, guerras de secesión y guerras de sucesión, guerras laicas y guerras religiosas, guerras de conquista y guerras de reconquista, siglos de malditas guerras y postguerras, con sus correspondientes exilios, hambrunas y otras pestes, que son parte de la colectiva historia de un continente viejo, sí, pero con memoria.
Por eso los pueblos de Europa no quieren más guerras y, tarde o temprano, pasan factura a los gobiernos que desoyen el mandato.
El pueblo estadounidense, sin embargo, siempre han visto sus guerras por televisión, cómodamente recostado en su mullida butaca o derrumbado en su confortable cama, allá donde la muerte no salpica ni duele y las bombas se escuchan en «dolby estéreo», entre refrescos de cola y papas fritas, donde los héroes, incluso cuando mueren, siempre tienen el buen gusto de despedirse antes y uno puede, en cualquier caso, apagar la guerra con el mando a distancia o cambiar los muertos de canal.
Las guerras «americanas» son grandes producciones, a todo color, siempre en locaciones extranjeras, con millones de extras y unas cuantas rutilantes estrellas que besan y matan con loco frenesí, más una banda sonora a la altura de la gesta que se nos vaya a mentir.
Por eso, todavía a estas alturas de la infamia, dicen las estadísticas que uno de cada dos estadounidenses, a pesar del clamor de la otra parte, insiste en conducirnos al desastre. Un cincuenta por ciento que se cree o disculpa todas las canallas mentiras de su presidente, que ha terminado aceptando la tortura, el asesinato, el secuestro, las celdas clandestinas, los campos de exterminio. Medio país que acepta que se le escuchen sus conversaciones, que se le lean sus cartas, que se le filmen sus salidas, que se le registren sus compras, que aún cree en la guerra preventiva y en el crimen disuasorio.
Una Estados Unidos que ojalá no aprenda de la misma forma que la «vieja» Europa de la que hablara despectivamente Bush, la necesidad de una paz sin eufemismos.