El pasado jueves 6 de septiembre Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, hacía su esperada comparecencia pública tras la reunión del Comité Ejecutivo de dicha institución para informar a los ciudadanos europeos de cuáles iban a ser sus principales líneas de actuación para hacer frente a la crisis de la Eurozona. Una crisis que […]
El pasado jueves 6 de septiembre Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, hacía su esperada comparecencia pública tras la reunión del Comité Ejecutivo de dicha institución para informar a los ciudadanos europeos de cuáles iban a ser sus principales líneas de actuación para hacer frente a la crisis de la Eurozona. Una crisis que se sigue identificando en términos financieros y no, como debiera hacerse para encontrar una solución definitiva, en términos de distancias estratosféricas en las condiciones estructurales e institucionales de las economías que integran la región.
Desde esa posición miope, que sigue empeñada en tratar los síntomas y olvidar la enfermedad, Draghi anunció lo que todo el mundo esperaba, así que las expectativas se vieron satisfechas: la prima de riesgo bajó (ha caído 82 puntos básicos en dos días) y el IBEX subió (casi un 5%).
También, como era de esperar, lo que el gobernador del BCE anunció fue acogido entre nuestros políticos y en los medios de comunicación convencionales con todo el entusiasmo que son capaces de mostrar la secta de adoradores de esos nuevos ídolos que son los banqueros centrales y a los que sus acólitos atribuyen, en estos tiempos de certezas quebradas, la omnipresencia, omnipotencia y omnisciencia de la que hasta hace poco sólo eran merecedores los dioses de sus altares.
Y es que el nuevo programa de compra de bonos del BCE (el tercero desde que comenzó la crisis, por si a alguien se le ha olvidado) no es más una patada hacia delante que no entra a resolver los problemas de fondo de la crisis europea; que instala las políticas de austeridad en las economías periféricas cuando, precisamente, éstas están necesitadas de lo contrario; que pervierte las estrategias de financiación de los Estados forzándolos a emitir a corto plazo y desincentiva la emisión a largo; que se instala en la ortodoxia monetarista del Bundesbank, por mucho que patalee su presidente en contra del programa; y que, en definitiva, se convierte en un mecanismo que, simplemente, compra tiempo a cambio de más empobrecimiento. Veamos por qué.
El conejo de la chistera
El programa anunciado por Draghi se ha denominado Programa de Operaciones Monetarias Directas (Outright Monetary Transactions, en inglés) y consiste en la compra ilimitada de bonos soberanos por parte del BCE en el mercado secundario, esto es, en el mercado creado para dotar de liquidez a dichos bonos y en donde se determinan, esencialmente, los tipos de interés de la deuda soberana.
Para que el BCE intervenga con este programa, el Estado en cuestión deberá haber solicitado previamente a las autoridades europeas un rescate que puede revestir una doble naturaleza: total o preventivo. Mientras que en el rescate total el país queda sometido a un férreo control de sus condiciones económicas por parte del fondo de rescate; en el caso del rescate preventivo, el país solicita una línea de crédito que le permita superar shocks externos sobre su economía de naturaleza coyuntural, tratando de prevenir la aparición de una crisis aún más grave.
En cualquier caso, la condicionalidad para ambos tipos de rescate es estricta: el país entrega su soberanía en materia de política fiscal y presupuestaria al fondo de rescate, quien supervisará y controlará las cuentas públicas con la finalidad de «sanearlas» y, sobre todo, de garantizarse el pago del principal y los intereses de los fondos anticipados y de la deuda pública en circulación.
Se trata, por tanto, de una cesión de soberanía a cambio de recursos cuyo destino debe ser, prioritariamente, que el Estado no incumpla con sus compromisos financieros. Esto exige una reordenación de las partidas de gasto público: una disminución de los gastos públicos de naturaleza social y de gasto corriente (sueldos y salarios de funcionarios, esencialmente) para atender el incremento de las partidas de gasto financiero como consecuencia del incremento de la deuda en circulación y del encarecimiento de los tipos de interés.
Esperemos que ahora no llegue Mariano Rajoy diciendo lo mismo que dijo tras el rescate bancario: que éste no implicaba ningún tipo de condicionalidad cuando era manifiestamente falso. Si hay algo sobre lo que ha insistido Draghi es, precisamente, sobre la condicionalidad y sobre la dureza de la misma a la que deberán someterse los gobiernos que demanden la ayuda del BCE. Sin petición de rescate no hay ayuda del BCE y sin condicionalidad no hay rescate. No hay más.
Una vez que el Estado pida el rescate y se someta a la condicionalidad impuesta por la Troika (y en donde explícitamente el FMI ha pedido estar para el caso del diseño del rescate a España), el BCE intervendrá comprando bonos soberanos del Estado en el mercado secundario para tratar de reducir su prima de riesgo y, con ello, el coste de la financiación para el Estado rescatado. La idea es tratar de subvenir al proceso de «saneamiento» de las cuentas públicas para devolver al país a la senda de la sostenibilidad de su tasa de crecimiento de la deuda pública con respecto PIB, es decir, ayudar en el proceso de ajuste y consolidación fiscal de la economía.
Además, el BCE ha anunciado que comprará bonos soberanos de la parte corta de la curva de vencimientos (entre uno y tres años) sin límites en la cantidad pero, eso sí, esterilizando la liquidez que inyecte por esta vía en el sistema monetario, es decir, retirando liquidez por la vía de la oferta de bonos o depósitos a los bancos. De esta forma, el dinero que inyecta por la vía de la compra de bonos soberanos lo retira por la oferta de bonos corporativos o de otros Estados soberanos, quedando intacta la liquidez del sistema y conjurando, así, uno de los grandes temores del Bundesbank: el riesgo de que el programa de compra de bonos se convirtiera en un programa de monetización de la deuda pública y, con ello, en una fuente de tensiones inflacionistas sobre la economía.
Por último, el programa se completa con dos novedades significativas.
La primera, la renuncia a su condición de acreedor preferente, lo cual lo sitúa al mismo nivel, en caso de quitas y reestructuraciones de deuda pública, que al resto de acreedores privados. Esto era absolutamente necesario para tratar de que estos no se retiren del mercado y sigan manteniendo su demanda de títulos.
Y la segunda es la eliminación del rating mínimo de las agencias de calificación para las emisiones públicas con garantía estatal, de manera que, con independencia de cuál sea el rating de esos títulos, los bancos podrán seguir utilizándolos como garantía colateral para acceder a financiación. El objetivo de esta decisión es claro: los bancos podrán seguir comprando deuda pública aun cuando ésta revista la calificación de bono basura porque el BCE seguirá aceptándola como garantía para facilitarles acceso a la financiación.
Todo lo anterior fue recibido con alegría y alborozo en los mercados; pero también entre los políticos europeos, quienes querían entrever en la propuesta de Draghi el fin de sus desvelos. De hecho, Rajoy ha vuelto a hacerse el remolón sobre la petición del rescate, a pesar de que éste ha sido ya más que descontado por los mercados y por sus socios europeos; tal vez piensa que el simple anuncio de que el BCE comprará deuda ya constituye un factor disuasorio lo suficientemente potente como para eludir el rescate.
La pregunta entonces es: ¿hay razones para tanta alegría? Yo creo que no.
No es oro todo lo que reluce
En primer lugar, frente a lo que aparentemente pudiera parecer y ha declarado el presidente del Bundesbank, el programa de compra de bonos se aviene claramente con las posiciones de monetarismo fundamentalista de la institución germana. Así, frente al programa de relajamiento cuantitativo de la Reserva Federal estadounidense, que sí incrementaba la masa monetaria, el programa del BCE se hace manteniendo la masa monetaria constante, es decir, drenando toda la liquidez que por la vía de la compra de bonos soberanos se inyecta en el sistema y para ello se recurre a operaciones de esterilización, es decir, de venta de bonos de otros Estados en los mercados o a la oferta de depósitos a las instituciones financieras.
Para aclarar la cuestión supongamos que el BCE le compra a España mil millones de euros en bonos, esto supone que la liquidez en circulación aumentará en esa misma cantidad; para evitar que ese aumento de la masa monetaria se traduzca, según los planteamientos monetaristas, en tensiones sobre la inflación, lo que hará el BCE será ofrecer a los bancos depósitos en los que colocar sus recursos o vender bonos soberanos de otros Estados en los mercados por valor conjunto de esos mismos mil millones. De esta forma, lo que se inyecta por la vía la compra de deuda soberana de ciertos Estados se retira por la vía de la venta de deuda soberana de otros Estados o por la vía absorber parte de los menguados recursos de los que dispone el sistema bancario. La liquidez queda intacta y se supone que, con ello, también la inflación.
Esta medida tiene varios efectos perniciosos de cara a la evolución próxima de la crisis.
Así, por un lado, de ser cierta la relación entre el incremento de la masa monetaria y el nivel de precios (tal y como sostienen los monetaristas), impediría un incremento de la inflación que permitiera aliviar la carga para los deudores frente a los acreedores, es decir, sigue priorizando los intereses de estos últimos y trasladando todo el peso del ajuste sobre los primeros.
Y, por otro lado, al actuar el programa en términos de liquidez constante, las compras de bonos soberanos de países rescatados se traducirán, a su vez, en encarecimiento de la financiación para el sector privado como consecuencia de la reducción de los fondos prestables por parte del sistema financiero que preferirá colocarlos de forma más segura y rentable en el BCE que prestarlos a particulares y empresas. El programa, como se dice popularmente, desviste a un santo para vestir a otro: para aliviar la carga financiera de los Estados se encarece la financiación para los sectores privados de esos mismos Estados, de manera que la posibilidad de una recuperación por la vía de la reactivación de sus economías se desvanece.
En definitiva, esto significa que el programa de compra de bonos más que facilitar liquidez al sistema financiero para reactivar el crédito hacia familias y pequeñas y medianas empresas lo que hace, simplemente, es modificar el precio de la deuda (especialmente de la de corto plazo) a favor del Estado y en detrimento de los agentes privados. En consecuencia, las posibilidades que este plan dé lugar a una mejora de las condiciones crediticias en las economías de la Eurozona son remotas y si algo sabemos a estas alturas es la extremada dependencia del crédito de nuestras economías. Además, como el Estado se encontrará sometido a un proceso de ajuste en el marco del programa de rescate, las posibilidades que las facilidades financieras del sector público permitan reactivar la economía también desaparecen.
En segundo lugar, nuevamente es el Bundesbank el que impone su criterio al interior del BCE cuando somete la decisión sobre la intervención en los mercados de deuda a la petición de un programa de rescate que estará sometido a una estricta condicionalidad. El cumplimiento de la condicionalidad estará estrechamente vigilado por parte de la Troika, pudiendo paralizarse el programa de compra de bonos si se produce incumplimiento por parte del Estado que solicitó el rescate. Esta es, según Draghi, la diferencia fundamental que le distancia de los dos programas de compra de bonos anteriores: el vínculo entre la intervención monetaria y las políticas de ajuste se vehiculiza por la vía de la condicionalidad que se convierte en el lazo que permitirá tensar, desde Europa, a los gobiernos nacionales que soliciten ayuda.
Nuevamente nos encontramos con el muro de la austeridad para todas aquellas economías que soliciten el rescate. Visto los resultados que estas políticas han tenido en Grecia o Portugal, en donde la semana pasada, por ejemplo, el gobierno le bajó un 7% el sueldo directo a todos los trabajadores por la vía de incrementar sus cotizaciones a la Seguridad Social, sólo cabe esperar de estas medidas un horizonte para lustros de crisis económica y social.
En tercer lugar, el plan también tiene otro problema por el lado de la curva de vencimientos en la que centra su acción, esto es, los títulos de corto plazo con vencimientos entre uno y tres años. El programa, en este sentido, fuerza a los países con problemas a concentrar la mayor parte de su deuda a corto plazo y espera que sean los inversores privados los que acudan a atender las emisiones de deuda de largo plazo, es decir, que asuman el tramo de la curva de vencimientos entre los tres y los diez años.
El problema es que el programa, por esa vía, obliga a los Estados a emitir a unos plazos más cortos, lo que provoca un recorte de la vida media de la deuda en circulación, les impide consolidar sus deudas y acorta su calendario de emisiones y refinanciaciones. La consecuencia es que a los gobiernos ven también cómo disminuye el margen de maniobra para diseñar políticas de largo plazo y se intensifica la presión financiera que pueden ejercer los mercados sobre los mismos puesto que deberán acudir muchas más veces a ellos para buscar financiación.
Y, en cuarto lugar, aunque el programa anuncia que las compras de deuda serán ilimitadas ello no es así puesto que existe una restricción que no ha sido tenida en cuenta y que proviene de la obligación autoimpuesta de esterilizar todas las compras de bonos que se realicen. Para que esa esterilización pueda tener lugar es necesario que exista, paralelamente, una demanda de deuda pública europea en los mercados. Si la demanda de deuda se seca, como ocurrió por ejemplo a primeros de años, las posibilidades de esterilización desaparecen y el BCE tendría que limitar sus compras de bonos soberanos precisamente en un contexto de tensión sobre los mismos.
Como puede apreciarse, no era oro todo lo que relucía.
La zanahoria y los palos
Con independencia de los problemas concretos del programa de compra de bonos del BCE recién señalados hay una cuestión de fondo mucho más profunda y sobre la que el mismo sigue sin entrar. Y es que puede que éste sea un instrumento eficaz para salvar al euro en una situación en la que las tensiones sobre el mismo se han intensificado hasta un punto casi insostenible por la gravedad que tendría el mantenimiento de la tensión sobre España e Italia, pero ¿en qué medida la situación de la economía de la Eurozona se ve afectada por dicho programa?
La respuesta a esa pregunta, como podrán imaginar, es rotunda: en nada.
El BCE ha movido ficha en el ámbito monetario reforzando la posición de quienes más daño están haciendo al crecimiento de la Eurozona -los partidarios radicales de la austeridad- y, con ello, a la posibilidad de dejar atrás esta crisis. Ha tratado la crisis de los países periféricos como un problema de liquidez y se la ha enfrentado con medidas de corto plazo; pero, ¿qué ocurrirá cuando, tras la euforia inicial, los mercados vuelvan a cuestionar la solvencia de la economía española, por ejemplo? ¿Puede creer alguien que la caída de más del 30% de la inversión extranjera en deuda pública que ha ocurrido en nuestro país desde principios de año obedece exclusivamente a que esos inversores creen que en España existe un problema de liquidez? ¿A nadie se la ha ocurrido pensar que a los mismos cada vez les preocupa más la solvencia de una economía española que se encuentra en caída libre como explicaba recientemente?
Es cierto que ahora tienen un aparente motivo para la tranquilidad: saben que el BCE les comprará la deuda que mantengan en su poder. Pero también saben que si a una economía como la española, en recesión descontrolada, se le da una nueva vuelta de tuerca imponiendo más austeridad por la vía de un segundo rescate, las consecuencias serán desastrosas y su solvencia más que cuestionada.
Y todo ello porque sigue planteándose la crisis de la Eurozona como una crisis fiscal, responsabilizándose a los Estados de sus excesos presupuestarios y centrándose la atención sobre su dimensión financiera. Si por un momento cundiera la lucidez entre tanta inteligencia acumulada como debe existir a nivel de instituciones europeas y se considerara la posibilidad de que la crisis de la economía europea no es una crisis de deuda soberana sino que obedece, entre otras razones, a los problemas de competitividad interna entre los Estados centrales y los Estados periféricos y que, por lo tanto, el problema de la Eurozona se encuentra en el propio diseño de la misma; en la obsesión por el control de las variables monetarias y financieras y en el absoluto desprecio por la evolución de las variables reales de la economía, tal vez otro gallo nos cantaría.
Pero como ese no es el caso, el programa anunciado por Draghi la pasada semana sólo viene a reforzar la tesis de quienes creen que lo que necesitan los países periféricos es una zanahoria mientras le siguen lloviendo los palos.
Alberto Montero Soler ([email protected]) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y presidente de la Fundación CEPS. Acaba de publicar junto a Juan Pablo Mateo el libro «Las finanzas y la crisis del euro: colapso de la Eurozona», en Editorial Popular. Puedes leer otros textos suyos en su blog La Otra Economía.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.