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Lars von Trier, sin dogmas

Fuentes: El País

El director danés inventor del movimiento ‘dogma’, el credo estético que huye en el cine de los trucajes y la artificiosidad, ha ideado un nuevo sistema de tomas automáticas para rodar su última película ‘El jefe de todo esto’, una comedia de terror en la oficina.¡ Para llegar a Lars von Trier se ha de […]

El director danés inventor del movimiento ‘dogma’, el credo estético que huye en el cine de los trucajes y la artificiosidad, ha ideado un nuevo sistema de tomas automáticas para rodar su última película ‘El jefe de todo esto’, una comedia de terror en la oficina.¡

Para llegar a Lars von Trier se ha de pasar delante de cuatro enanitos y un tanque, y todos tienen su historia. Estamos en Zentropa, a unos pocos kilómetros del centro de Copenhague. Aquí cofundó el director danés unos estudios de cine en 1992, ocupando las dependencias de un cuartel militar abandonado. En los años posteriores, otras compañías productoras le siguieron hasta allí, y hoy la zona se conoce como Filmbyen (ciudad del cine); a un lado están las oficinas y los platós cinematográficos, y al otro, los dormitorios de la soldadesca reconvertidos en viviendas familiares de ladrillo rojo. El lugar aún mantiene, pese a su metamorfosis civil, una respiración cuartelaria, si bien el tanque no es una reliquia impuesta por los mandos, sino un capricho de Von Trier, que quiso tenerlo frente a las ventanas de su despacho. Junto al carro armado, una enorme bandera negra izada sobre un mástil, una piscina y los cuatro enanitos en el habitual estilo waltdisney degradé que se encuentra en los jardines de la clase media. Y dice la leyenda que a Catherine Deneuve le gustaron tanto las figuritas de loza pintada -cuando vino a Zentropa para la filmación de Bailar en la oscuridad– que en un impulso les dio un beso a las cuatro antes de que nadie pudiese advertirle de que, por una costumbre supersticiosa, a los enanitos les mea encima todo el equipo antes de los rodajes.

Y hablando de leyendas. Yo me esperaba encontrar a un hombre adusto e inexpugnable, impaciente y lleno de manías; pero aquella mañana en Zentropa había, a pocos metros del tanque y los gnomos, una persona amable y risueña que se disculpaba de su (impecable) inglés y parecía feliz con la acogida de su nuevo filme, The boss of it all (El jefe de todo esto), que, antes de su paso por San Sebastián, había inaugurado, la noche anterior a nuestro encuentro, el Festival de Cine de Copenhague.

«El punto de partida de esta película son sus actores. Hay en este momento en Dinamarca un gran número de actores excelentes, y tuve la idea de convocar a los 20 mejores. Algunos no acudieron; otros supusieron que el dinero que se les iba a ofrecer era poco, y tampoco se presentaron, pero vinieron los que están en la película. Fue un placer trabajar con una gente tan entregada. Y tan buena».

El jefe de todo esto no es dogma, ese sistema o credo estético que Lars von Trier creó con su colega Thomas Vinterberg (el director de Celebración) en 1995 y que ha proliferado hasta en Galicia (en las películas del realizador Juan Pinzás). Dogma pretende instaurar el «rescate del cine actual» predicando, frente al apogeo de la tecnología, una vía de castidad formal que, entre otros mandamientos de su decálogo, exige el uso de la cámara manual, el color y los decorados naturales, condenando los trucajes, la luz artificial y los géneros cinematográficos. Como la película me pareció, si no dogmática, sí algo franciscana, le pregunto al director qué regla ha seguido en este caso.

«El jefe de todo esto está hecha en automavisión. No se trata de un método dogma, pero también responde de otro modo al hartazgo que sentí hace más de diez años respecto al exceso de cuidado y preciosismo en el cine. Mis primeras películas estaban muy bien preparadas. La última de esa fase mía cuidada fue Europa. A partir de ahí decidí un cambio radical de dirección: ya no estaría obsesionado por controlar la imagen, sino que adoptaría una técnica guiada por el empleo de la cámara a mano, que limita mucho el control del director. De ese modo, tú señalas con la cámara lo que quieres filmar, pero no haces encuadres. En esta nueva película intenté algo diferente a dogma y a la vez seguir prescindiendo del control de la imagen. Con automavisión, la cámara está siempre fija en el trípode, y para cada plano se escoge la mejor posición de acuerdo con el director de fotografía, y entonces se da a un botón y la cámara rueda siguiendo un programa de ordenador que te indica en cada momento lo que has de variar. La película está en 35 milímetros, un formato que no había utilizado desde Rompiendo las olas, y con una sola cámara, acoplada al automavisión; naturalmente, yo mismo podría haber hecho sin necesidad de ese programa informático encuadres malos, pero eso habría dejado ver detrás una idea personal, la mano de un director. Me gustaba que automavisión dirigiera la película más que yo. El espectador no puede leer en este caso la película al modo habitual, en el que todo lo que sucede dentro de cada plano está localizado entre dos puntos. Automavisión te obliga a estar más alerta, porque no sabes por dónde va a ir la acción en el plano siguiente. Esas decisiones del ordenador le dan frescura a la realización».

Este nuevo sistema -que sirve tanto para la imagen como para el sonido- aspira a «limitar la influencia humana», lo cual, en un director tan espiritual como Lars von Trier, podría parecer otra manera de fomentar la plegaria directa entre el público y Dios. Lo que pasa es que, en las declaraciones con las que presenta automavisión, también añade que se trata de «dejar la puerta abierta al azar», con el fin de que cada espectador juzgue la película sin ideas preconcebidas. Por muy incrédulo que uno sea de cualquier ascetismo estético, hay que decir que con la obstinación mecánica de sus encuadres y la luz espectral, a veces rematada por un extraño halo amarillento, El jefe de todo esto adquiere una atmósfera claustrofóbica inquietante, lo que le va muy bien a la historia de pánico multinacional o terror oficinista que cuenta. Y el motivo repetido de la impresora fantasma es memorable.

«Está toda rodada en una oficina auténtica de Copenhague, y utilizando sus luces propias, ninguna artificial, como en dogma, y con la gente que trabaja allí apareciendo a veces al fondo. Para la iluminación, como para el sonido, automavisión nos marcaba las pautas. Respecto al sonido, el trabajo era similar al de la fotografía; el técnico preparaba cada escena, le daba al on de la máquina, y ésta le decía hacia dónde dirigir sus micrófonos, si tenía que subir o bajar el sonido, filtrar más o menos los ruidos de fondo que se colaban… Al ver después todas las escenas acabadas, la sensación que se tiene es la de un constante corte temporal, pues como no existe nunca la uniformidad del sonido, cada alteración marcada por la máquina sugiere que las secuencias son discontinuas unas de otras. Tuvimos, sin embargo, un problema grave con el automavisión en la escena del elefante del jardín zoológico. Cuando ya estaba preparado el plano y tomada la decisión automática del enfoque, el jodido animal se había salido del encuadre, y así una y otra vez, no paraba de moverse. Así que este procedimiento es magnífico, pero nada bueno para fotografiar animales».

Otro elemento sugestivo de El jefe de todo esto es la narración en off grabada por el mismo director con una voz campanudamente irónica en la que no faltan guiños personales: «La vida es como una película dogma«. Le pregunto qué quiere decir exactamente con esa frase. «En algunos diálogos de las películas dogma es difícil entender lo que los actores dicen, pero lo que dicen puede ser importante». En el desenlace, el dueño de la compañía cuyo personal va a ser reducido drásticamente prorrumpe en gritos e insultos contra los daneses, recordando el episodio de la fascinante serie televisiva de Von Trier sobre un hospital enloquecido, The kingdom, en la que el médico sueco Doctor Helmer arremetía violentamente desde el tejado de su hospital contra la «basura danesa».

«El actor que lo interpreta es un islandés, director de cine; pero en la vida real es un hombre dulce y encantador que nunca levanta la voz… Lo de los insultos es algo que los daneses adoramos, y yo creo que pasa en todos los países pequeños; nos encanta la gente que odia Dinamarca. De alguna extraña manera nos hace sentir importantes. El público danés siempre se ríe mucho cuando alguien en una película se pone a insultarnos y decir que los daneses son lo peor. El actor que hacía de Doctor Helmer se convirtió en una figura muy popular en nuestro país, y yo creo que lo mismo va a pasar con el actor islandés. Debe de ser algo masoquista de nuestro carácter».

El jefe de todo esto viene en la filmografía de Lars von Trier después de la densa parábola antirracista de Manderlay, segunda parte de la trilogía iniciada con Dogville. Ése era un cine discursivo y desprovisto enteramente de humor, se podría decir que desprovisto incluso de cinematografía, pues el director prescindía de los recursos narrativos de la imagen en movimiento para situar la acción en platós rudamente señalizados como escenarios teatrales. Bertolt Brecht sin canciones. Y ahora la comedia.

«Bueno, en este momento necesitaba algo de tono ligero, y que fuese también de realización ligera, fácil. Volver a Dinamarca; no tener que hacer viajes, siempre incómodos para alguien como yo que no viaja en avión, y también regresar a mi lengua después de varias películas en inglés. Dogville y Manderlay fueron obras muy complejas y con tantos actores, muchos de gran fama. Y hay algo más. No estoy del todo seguro de cómo hacer Wasington, la tercera parte que cierre la trilogía, y ahora que acabo de cumplir 50 años y puedo permitírmelo económicamente, he decidido que sólo haré lo que me dé placer en cada momento. En el caso de la trilogía, hay un final en mi cabeza, y lo tendrá en la pantalla, pero sólo cuando el último segmento se convierta en algo necesario; ahora no lo siento así. Sí, tiene usted razón, no sería la primera vez que dejase inacabada una obra en tres partes [la citada serie The kingdom, que desde 1997 espera una última entrega anunciada]. Tal vez tenga que ver con el hecho de que los comienzos de un relato cinematográfico son magníficos siempre, pero acabarlos no es tan fácil, y normalmente nos resultan a todos decepcionantes: hay que explicar las cosas, buscar un sentido. Sería interesante hacer una película compuesta sólo de comienzos y ningún final. Y está también, volviendo a El jefe de todo esto, la comedia. Soy un incondicional de la clásica screwball comedy de Hollywood, películas como La fiera de mi niña, Historias de Filadelfia, Ninotchka… Todo el rato los actores hablan, hablan y hablan, y los espectadores ríen, ríen, ríen».

A propósito de las trilogías y los proyectos inacabados, saco a colación uno de los proyectos más anunciados y fracasados de los últimos tiempos: el montaje de las cuatro partes del blockbuster de Wagner El anillo del nibelungo, que Von Trier tendría que haber estrenado el pasado verano en el santuario operístico de Bayreuth. Lars von Trier renunció en 2004, y la puesta en escena la firmó finalmente Tankred Dorst, y los rumores hablaron de que el guardián del fuego wagneriano y nieto del compositor, Wolfgang Wagner, había echado al director danés.

«Trabajé en ello dos años, y yo estaba empeñado en hacer el Anillo que acabase con todos los Anillos anteriores [risas]. Pero a medida que trabajaba me fui dando cuenta de que sólo iba a alcanzar un 20% de todo lo que quería lograr, y eso es darle muy poco al público. En el cine, por ejemplo, cuando escribes un guión y luego haces la película, lo que suele quedar, si hay suerte, en el resultado final es un 80%. Un 20% apenas es nada. Todo resultaba muy complicado; conseguir las máquinas sofisticadas que yo quería… Así que abandoné, a pesar de haber ocupado dos años de mi tiempo y del tiempo de los responsables del teatro. Habría salido mal. ¿Culpa de Bayreuth? Bueno, no exactamente… Al llamarme, ya sabían que no era como otros directores teatrales dispuestos a someterse a muchas cosas que yo no iba a aceptar. Pero cuando empecé a darme cuenta de que lo que pretendía no era posible, abandoné. Quizá fue mía una parte de la culpa, por tener ese gran sueño de un Anillo distinto. Decidí dejarlo. La decisión fue mía».

El sueño wagneriano de Lars von Trier circula por Internet en un texto que él llama su «escritura de traspaso» («deed of conveyance») del montaje. En ese texto, a veces ingenuo, a veces descarado (como al reconocer que sus credenciales para llevarlo a cabo son nulas, por su escasa formación e interés musicales), el director explica el fundamento de la puesta en escena imaginada, que se habría centrado en una «oscuridad enriquecida» de la acción dramática, intentando así recuperar una idea de sugerencia simbólica no explícita que, según él, está en el concepto original de Wagner. Maquinaria hidráulica, pantallas múltiples, mesas de luz portentosas para los miles de cambios diseñados en la iluminación… ¿Quizá retomarlo en el Teatro Real?

«He oído hablar de ese teatro, sí. ¿Por qué no? Tendría, además, la ventaja de que a Madrid puedo ir en coche. ¡Y nunca he estado en España! Ahora tengo otro proyecto escénico que me ilusiona mucho: organizar un festival de teatro aquí en Filmbyen [la citada ciudad del cine]. Sería un mes entero de funciones en el que directores, actores, productores, diseñadores, etcétera, nos comprometeríamos a presentar obras montadas en poco tiempo e ininterrumpidamente en los distintos espacios de este barrio del cine, y de forma gratuita. Dar a conocer los maravillosos textos teatrales que aquí no se conocen o no se han podido estrenar. Una especie de Revolución Cultural a celebrar una vez al año. En China, la revolución trasladaba a la gente a la fuerza de un sitio a otro. Nosotros simplemente querríamos atraer aquí al público por la fuerza de los espectáculos. He hecho cine y televisión, y lo sigo como espectador, pero cuando vas al teatro te das cuenta de que eso es lo que realmente quieres ir a ver. Las películas y las series se parecen todas. Sólo en el teatro se ven ahora formas diferentes que uno siente haber deseado siempre».

Zentropa, la productora de Trier, tiene su oficina central en un barracón del antiguo cuartel, y el lugar tiene ahora algo de capilla y de cabaré. En la alta pared del fondo hay un altar no dedicado a ninguna divinidad específica, sino más bien honrando las películas producidas, los premios recibidos, los carteles y algún que otro memento. Dos futbolines y una tragaperras añaden una informalidad juvenil, y hay también un pequeño estrado que el día que estuve allí lo ocupaban tres músicos tocando jazz. Pero no siempre la música que se toca es profana. Cada viernes, todos los trabajadores de Zentropa, con Lars incluido, se reúnen en ese barracón y, bajo la dirección de Peter Aalbaek, el campechano productor-jefe de la compañía, entonan, con el acompañamiento de la orquestina, himnos sagrados que leen de un libro parecido a un misal. ¿Un chill out new age? Recuerdo que Von Trier se convirtió clamorosamente al catolicismo, buscando en esta religión «un sentido del orden contra el caos y la neurosis». Ser católico no le ha impedido producir cine porno.

«Sí, fue una idea de Peter [Aalbaek], producir películas porno para mujeres heterosexuales, concebidas y dirigidas por mujeres. Pero no funcionó. Las mujeres siempre dicen que quieren igualdad también en eso. Así que lo organizamos muy en serio, buscando dar a esas cintas un ángulo femenino. Reunimos un consejo de mujeres que decidieran las historias, los argumentos y los personajes que desearían ver en la pantalla; pero a la hora de proponerles que ellas mismas las dirigieran, ninguna quiso. Sólo una, y lo que hizo fue malísimo, con una mirada sexista de hombre. Abandonamos la idea. ¿Porno gay? También produjimos algo en ese campo, pero tampoco salió muy bien. Hot men cool boyz, sí. ¿La ha visto? Totalmente de acuerdo: porno blando y malo. Qué irritante que no haya un buen cine porno en ningún sitio. A mí mismo me gustaría intentarlo. Ha de ser posible hacer buenas películas porno».

Mientras llega ese día del porno, Lars von Trier descansa en Copenhague y no piensa de momento regresar a Estados Unidos, ni siquiera en la ficción de Wasington. Pensando en las dos primeras partes de la trilogía (Dogville y Manderlay), y sobre todo en su extraordinario musical con Björk (Bailar en la oscuridad), le pregunto por su americanismo.

«Es cierto, y en parte nace de mi pasión por Katharine Hepburn, una mujer que ya mi madre adoraba no sólo como actriz; la Hepburn tenía una fuerte personalidad feminista que supo mantener trabajando en Hollywood. Todo un mérito. Yo crecí viendo películas norteamericanas, que aquí en Dinamarca -no sólo entonces, sino también, por desgracia, ahora- constituyen el 95% de la programación de los cines. En mi infancia sólo había un canal de televisión, que daba asimismo cine norteamericano. Bailar en la oscuridad no existiría sin el cine musical americano, sin ese placer que yo sentía viendo, por ejemplo, de niño Cantando bajo la lluvia y los demás musicales de Gene Kelly y Fred Astaire. Pero eso significa que hacer y ver otro tipo de cine resulte aquí muy difícil. La producción danesa, que debe andar ahora entre los 20 y los 25 títulos anuales, ha de luchar, como pasa en todos los países europeos, excepto Francia quizá, contra los monopolios. En nuestro caso hay una compañía privada, Nordik Film, que es propietaria de la inmensa mayoría de las salas de cine del país, y sólo programa películas de Hollywood. Se ve de vez en cuando algún título francés en salas pequeñas, y los directores daneses van haciendo sus obras con ayudas estatales. Yo soy un afortunado».

Acabamos la conversación entre dos polos del cine nórdico: Dreyer y dogma. ¿Volverá a practicar el decálogo? ¿Hará su película sobre el gran maestro danés fallecido en 1968?

«Bueno, El jefe de todo esto es como una pequeña píldora dogma que yo necesitaba tomarme en este momento. Al principio la quería hacer siguiendo todas las normas, pero luego me di cuenta de que prefería inventar nuevas cosas. Mi evolución desde dogma hasta aquí es muy lógica, al menos así lo veo yo. Pero el movimiento como tal ha crecido mucho, y yo no me siento totalmente identificado con él. Hay cerca de cien directores que hacen cine dogma. Sí, ya sé que también en España. Sólo en Dinamarca hay unos veinte. Respecto a mi proyecto sobre Dreyer, por desgracia no lo haré. Iba a ser un largo documental sobre su última película, Gertrud. Cuando yo era estudiante de cine tuve contacto con muchos actores, técnicos y gente del equipo que había rodado con Dreyer, y mi idea era entrevistarles y reconstruir cómo se hizo esa maravillosa obra maestra y la personalidad de quien la hizo. Pero la televisión danesa no quiso financiar el proyecto en su día, y ahora que yo mismo podría producirla, ya no se puede. Todos han muerto, menos uno, y se ha perdido para siempre una información preciosa; haber oído, por ejemplo, al tipo que iluminaba todos los filmes de Dreyer, y saber cómo lograba esas atmósferas que nadie ha vuelto a crear como él. Lo curioso es que aquí en Dinamarca la película no gustó, o gustó a muy pocos. Incluso llegué a saber que, durante el rodaje, Dreyer tuvo enfrente a una parte del equipo, que pensaba que era ya un director senil, ridículo y fracasado. Dreyer tuvo siempre muchísimos problemas para hacer aquí sus películas. Sus compatriotas fueron tan mezquinos con él? También eso me parece un rasgo muy danés. Es un país pequeño y no gusta que haya héroes. Despreciaron a ese gran hombre que había puesto a Dinamarca en el mapa del mundo».

La nueva película de Lars von Trier, ‘El jefe de todo esto’, se estrenará en España el próximo viernes.