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Noticias desde el trabajo inmaterial VIII

Las comunidades indígenas: entre la infancia y la mayoría de edad

Fuentes: Rebelión

Entre los esquimales estudiados por el etnocentrista Levy-Bruhl en su obra de 1927 titulada «Alma primitiva» (citamos la traducción de Eugenio Trías. Editorial Sarpe. Madrid 1985) se encuentra una narración destinada a revelar lo que se supone un primitivismo del pensamiento mágico salvaje, pero que nos puede ilustrar acerca de los diversos procedimientos mediante los […]

Entre los esquimales estudiados por el etnocentrista Levy-Bruhl en su obra de 1927 titulada «Alma primitiva» (citamos la traducción de Eugenio Trías. Editorial Sarpe. Madrid 1985) se encuentra una narración destinada a revelar lo que se supone un primitivismo del pensamiento mágico salvaje, pero que nos puede ilustrar acerca de los diversos procedimientos mediante los que las culturas diferentes a la nuestra abordan el proceso de educación de los niños. En el capítulo XII de la obra citada, dedicado a la reencarnación, se nos explica como los esquimales creen que en el recién nacido habita el alma custodia de un miembro del grupo que ha fallecido recientemente y que va cobrando en ella, progresivamente, de nuevo, conciencia. Basándose en los trabajos de campo que ha leído, Levy-Bruhl, lo cuenta de la siguiente manera: «Stefánsson había observado más de una vez, no sin sorpresa, que los parientes de una niña pequeña soportaban todos sus caprichos, incluso los más extravagantes. Ni la reñían ni la corregían» (pág.311). También había notado que la madre de la niña la llamaba «madre» a ésta. La niña contaría con el alma de su abuela y por eso sería llamada «madre» por su madre. Tendría toda la sabiduría de su abuela más los conocimientos adquiridos después de la muerte. «Por tanto, no se le debe nunca contrariar. Si se irrita, el alma custodio podría abandonar el niño. En cuyo caso éste moriría o se volvería jorobado, etc. La opinión pública sería muy severa con los padres que rehúsan alguna cosa a su hijo o que le castigan» (pág.312). El alma reencarnada «a los diez o doce años de edad es suficientemente capaz de custodiar al niño y en consecuencia comienza a hacerlo. A esta edad, el interés de complacer a su alma custodio (atka) resulta, pues, menos necesario y, en consecuencia, se comienza a prohibir determinadas cosas a los niños y a castigarlos. Si veis un hombre que es patizambo o jorobado o que tiene unas orejas muy grandes, se suele decir: Es porque sus padres le han prohibido cosas cuando era pequeño, porque han ofendido a su alma custodio» (pág.313). En todo ello no habríamos de ver como el antropólogo positivista del XIX y XX una contraposición entre la ingenuidad del pensamiento mágico y la realidad y verdad del pensamiento lógico, sino una distinta manera de solucionar un mismo problema, el de la paideia. Vemos por lo antedicho, simplemente, que la educación esquimal en aquellos tiempos se efectuaba de una manera completamente rousseauniana hasta la adolescencia, al contrario que en nuestras sociedades tecnificadas, donde se disciplina al niño y se prohíbe reprender al adolescente.

Por algún motivo la comunidad y las creencias de ese pueblo se habrían articulado en torno a unas prácticas que daban como resultado el que a los niños no se les reprendiese ni castigase hasta los diez años de edad. El mandato educativo de la sociedad esquimal transciende la voluntad de los padres y amenaza con peligros su incumplimiento. En lugar de ufanarnos sarcásticamente del atraso racional de la sociedad esquimal habría que preguntarse por qué en el contexto esquimal se ha instaurado semejante entramado educativo y habría que verificar si sus niños quedan de ese modo bien educados para ser en su vida adulta buenos esquimales.

Como todo el entramado de mitos, ritos, creencias, prácticas sociales y educativas, están estrechamente vinculados. Vano sería que intentásemos, por ejemplo, importar un modelo educativo esquimal a la actual Europa para proceder de esa manera con nuestros niños. Vemos en nosotros que el modelo más parecido formalmente es el que expone Rousseau en virtud de su creencia, no en la reencarnación, sino en las bondades de la naturaleza y las disposiciones innatas para el desarrollo y el crecimiento. Sin embargo, en el modelo rousseauniano falta todo el entramado comunitario que reforzaría su modelo educativo instaurándolo socialmente de manera profunda y duradera. De hecho, quienes en nuestro contexto racionalista occidental han intentado llevar a cabo una educación parecida a la esquimal, han cosechado, enormes fracasos, ya que si se prepara a un niño inglés para ser un buen esquimal no será en el futuro un buen servidor de la Reina de Inglaterra, sino un inadaptado. La socialización no resulta universal sino relativa al contexto en el cual tiene la función de ser adaptativa y si nuestras sociedades técnicamente desarrolladas y seguidoras de la ciencia y la razón requieren un tipo de hombres, no se requiere el mismo tipo de hombres en otras sociedades. Ciertamente la formación formal del racionalismo ilustrado parece admitir un grado de anomalía e inadaptación, así como un grado de variabilidad de las conductas, comportamientos y formas de vida, mucho mayor que el de las sociedades estudiadas por los antropólogos. Sin embargo no está claro que un buen esquimal sea mejor o peor ser humano que un buen ciudadano de Inglaterra, ni que un buen inglés sea más o menos feliz que un buen esquimal, luego a los efectos de formar hombres buenos y felices, a los efectos de esa educación, no queda muy claro que el modelo del ciudadano supere a todos los demás modelos.

Hoy parece unánime dictaminar que el fin de forjar al buen ciudadano es un ideal educativo superior al fin de formar un buen musulmán o cristiano. Pero no debería haberse dado la contradicción entre hombre y ciudadano, producto de los Estados-nacionales modernos, que otorgan la ciudadanía a los propios y se la niegan a los ajenos, sino que en principio debería ser compatible ser un buen ciudadano y un buen musulmán; hasta poder llegar a hablarse de un buen ciudadano musulmán, aunando ambas cosas en lugar de oponerlas. Lo que ocurre es que mientras que toda la cultura profunda colabora en la formación del miembro de la tribu, sólo una cultura superficial colabora en la formación del miembro del Estado moderno. De ahí que cuando se quieren prescribir fórmulas educativas para formar al ciudadano universal, el racionalismo, con sus reglas abstractas y sus formulaciones categóricas, se muestre impotente para la ilustración de la humanidad; ya que ni la instrucción racional equivale a la educación, ni los sucedáneos de la religión, los mitos, las creencias o los relatos de los ancianos sobre las antiguas costumbres, secularizados, pueden ser los medios de comunicación de masas.

Si las leyes jurídicas, el derecho, se concibe como una sustitución de la costumbre, como una oposición a la costumbre, se producen problemas y contradicciones, puesto que por una parte, en todos los códigos jurídicos modernos se entiende que la costumbre es una de las fuentes del derecho, esto es, que muchas costumbre alcanzan el rango de leyes y, por otra, la ley podrá rechazar una costumbre y reprimir otra costumbre, pero entonces nos encontramos con que el derecho se yergue en juez, ya no de la conducta individual, sino de la conducta colectiva. Y en tal caso, sólo hay que notar, que al alterar de manera racional un elemento en una práctica cultural concreta, se altera toda la cultura en su conjunto, con lo cual los efectos de la ingeniería social del derecho son, de mucho mayor alcance que el caso concreto sobre el cual se legisla.

En este sentido surgen preguntas acerca de la implicación de las leyes en la educación. A favor del intervencionismo se arguyen los casos más extremos: ¿Debe prohibirse la ablación de clítoris? Pregunta ante la cual difícilmente se recibe una respuesta negativa entre los racionalistas occidentales. Pero si preguntamos ¿Debe prohibirse llevar velo a las musulmanas? Quizás no sea tan evidente la respuesta. Y si pensamos en la educación de los jóvenes ¿por qué se quiere prohibir el botellón o fumar porros y no se prohíbe la Play Station, la televisión o el encarcelamiento de los bebés de cuatro meses en las guarderías? Y se podrá apreciar que mientras que no se legisla contra las cosas que pudieran afectar a la «buena marcha de la economía» (como que las madres pudieran estar con sus hijos, al menos, mientras son bebés, supuesto mal social primitivo del que se las «libera» con un trabajo productivo en aras de su supuesta emancipación), sí que se legisla contra lo que no tiene efectos en la economía. Como dijera Marx, las relaciones sociales entre los hombres son remplazadas por relaciones entre mercancías y el deber de cuidar a los padres ancianos -función que desempeñó preferentemente la mujer en tanto en cuanto no trabajaba- queda sólo en la mano de quien les puedan pagar una enfermera.

Nadie discute la regulación del trabajo dentro del marco capitalista. La labor, que en las culturas estaba regulada cultural y naturalmente, en los Estados pasó a ser regulada por las leyes y racionalizada para su incremento en tiempo, intensidad y eficiencia. Las festividades religiosas se convierten en diques de contención de la alienación del trabajo. A veces son sustituidas por festividades secularizadas, decretadas por ley, pero otras, simplemente, son eliminadas y absorbidas por el trabajo. El Estado es capaz de regular y financiar Fiestas, un macro-happening concierto organizado por un ayuntamiento o un partido de fútbol sustituye a una celebración cultural. Todo el sistema educativo y toda la valoración social de las actividades humanas se vuelcan en la formación profesional. Bajo la excusa blanda de formar ciudadanos se aplica firmemente la formación de trabajadores según las exigencias del mercado.

La antropología descubrió a lo largo del siglo XX que se había convertido en una disciplina que colaboraba en la extinción de su objeto de estudio, una ciencia asesina, avanzadilla del imperialismo y del colonialismo. Tanto es así que cuando finalmente se descubren los indios tasaday de Filipinas los antropólogos decidieron no estudiar su cultura, no acercarse al recóndito lugar en el que vivían para no contaminarlos y no colaborar en su extinción. Baudrillard se haría eco de la noticia en su obra Cultura y simulacro, y aunque la historia de los tasaday fuera una farsa urdida por el dictador Ferdinand Marcos para desviar la atención internacional hacia lugares que ocultasen sus desfalcos, el pensador postmoderno llevaría igualmente razón: la noticia de los tasaday era un simulacro. Si la antropología ha colaborado en la extinción de las culturas que ha estudiado por el simple hecho de conocerlas, ahora, sólo puede colaborar en la protección de su sombra, sus huellas, sus restos. La moraleja de tal lección antropológica reside en lo que algunos consideran imposible, en que lo mejor que se podría hacer con respecto a las inconmensurables culturas antropológicas que restan en el planeta sería dejarlas en paz. Y eso parece imposible porque la política y la economía exigen que todo ingrese en su contabilidad si es que se quiere seguir existiendo, así que, se arguye que es necesario que los indígenas sean censados para que puedan tener la existencia que otorga un documento de identidad y puedan ejercer sus derechos mediante el sufragio universal. Paradójicamente a los inmigrantes y a sus comunidades no se les concede existencia puesto que las repúblicas sólo reconocen individuos abstractos y no hombres particulares. Quizás si hacemos una analogía entre lo individual y lo colectivo se vea más claramente que lo mejor que le podría haber pasado a la comunidad judía es que se le hubiese dejado ser un pueblo cosmopolita, afincado en todas partes del mundo, niños cabalísticos de extrañas costumbres que nutrían a toda sociedad en la que se insertaban con gran vitalidad aportándole los productos de su inteligencia. Lamentablemente las persecuciones y presiones de todos los Estados les obligaron a constituirse como Estado y a pasar, finalmente, de víctimas a verdugos. Quizás esa lección de la Historia pueda servir a los venideros para lograr instaurar unos derechos de existencia para quienes no quieran o no puedan pertenecer al mundo hegeliano de la política y de la economía, constatando que lo mejor sería que se les dejase vivir en paz y a su modo. Sabemos que es un tanto ilusorio pensar que a los indígenas de América con petróleo en su subsuelo o a los africanos que tienen cobalto, uranio, oro y diamantes, en el suyo, se les vaya a ceder la propiedad de las tierras en que viven desde siempre, pero sabemos también que semejante ingenua propuesta ética sería la más justa y lo que el deber ético y político estimarían oportuno.

Pasando a la analogía entre lo individual y lo colectivo de que hablábamos antes habría que decir que hay que respetar el silencio de los niños pequeños, la concentración que tienen cuando juegan, sus espacios de intimidad y soledad, su prelingüístico modo de comunicación. Vemos a menudo que los padres suelen solicitar del niño el silencio, que no haga ruido, pero no es ese silencio exigido por los adultos del que estamos hablando. Nos referimos a que hay que saber disfrutar del niño que juega en silencio, totalmente concentrado en su quehacer, quedarse mirándolo y no importunarle con la supuesta necesidad de llenar un vacío que es un lleno, toda una plenitud, no mezclarse en lo que no nos pertenece. Las madres que desarrollan incontinencia verbal, un defecto de género, han de precaverse de llenar de palabras todo el espacio infantil, si bien el sentido común y el justo medio son las mejores guías en estos asuntos; ya que no quiere decirse con ello que no hayan de leerse cuentos a los niños, cantarles, hacer hablar a sus muñecos, todo eso es muy saludable, así como el respeto por la tenue vibración de su pequeño cuerpecito silencioso cuando juega concentrado y sin palabras. El lenguaje es nuevo para el niño de dos a tres años, ha estado en un silencio plácido no ha mucho en el vientre materno y todavía recuerda esa sonosfera uterina acunada por el ritmo cardiaco de la madre y por los ruidos gastrointestinales que sólo luego, de adultos, nos resultan molestos.

Los niños nacen ya con cierto ritmo y armonía, el movimiento de la madre en sus paseos le acunaba ya mientras flotaba en la cama maternal, la cadencia de sus pasos, el sonido del corazón, el acuoso y levísimo chapoteo en el líquido amiótico, todo ello forma parte del movimiento del universo y de la naturaleza, con el cual, el bebé se encuentra armonizado. Ciertos desajustes armónicos comienzan con el nacimiento y el equilibrio primigenio se va perdiendo inevitablemente a medida que se crece. Toda la educación de los afectos y de la sensibilidad, de la inteligencia y de la voluntad, van o deberían ir en buena parte en la dirección de recuperar ese equilibrio perdido y la consonancia con armonía de la naturaleza. Lo que ocurre es que al construir la sociedad y la cultura no han logrado los seres humanos mantener esa armonía, si bien la pretensión de buena parte de los teóricos políticos no fue otra sino la de poner a la Historia en comunión con la Naturaleza. Pero no puede el hombre falible imitar de manera perfecta la obra de arte que es el Cosmos y así, crea plurales intentos de comunidades armónicas que pugnan entre sí y de las cuales, si bien todas tienen algo bueno, ninguna cabe señalar como la más deseable en detrimento de todas las demás, aunque bueno es compararlas, tomar lo positivo de cada una de ellas y proponer una nueva síntesis ofreciendo el modelo preferible luego de haberlo meditado.

Muchas veces se ha comparado a la manera antecedente al hombre primitivo o perteneciente a una tribu de las que estudian los antropólogos con los niños, como venimos diciendo, estableciéndose una analogía entre la infancia individual y la infancia colectiva, según la cual, los llamados primitivos serían como la infancia de la humanidad. Así, se caracterizó al indígena de América o a los hombres de los primeros tiempos, como personas sinceras y veraces, no acostumbradas a la mentira y el engaño, sin las sutilezas ni refinamientos de los llamados civilizados. Almas cándidas que se cortarían en la mano al examinar la espada de Cristóbal Colón por ignorar su uso o que cambiarían el oro de sus tierras por juguetes y abalorios. Y aunque lo cierto sea que los seres humanos de todos los tiempos y épocas han sido tanto altruistas como egoístas, tanto falsos como veraces, tanto dominadores como dominados, siendo en parte la analogía del progreso individual con el colectivo una falacia, también es cierto que la distancia en tecnología permite superar en ambos polos de la ambivalente condición humana a la de los hombres de antaño. Nunca se ha podido ser tan altruista ni tan egoísta como en las sociedades industrializadas, ya que la tecnología incrementa la potencia humana de forma amoral. Desgraciadamente al examinar la Historia nos aparece con mayor frecuencia y en mayor medida incrementado el odio entre los hombres que el amor, y la explotación entre los hombres, que la mutua liberación, con lo cual, hemos de concluir, que la humanidad ha suspendido el examen de suficiencia en materia de derechos que le estaba encomendada bajo el metarrelato del progreso. La metáfora de la infancia de la humanidad como lugar paradisíaco no hace sino transmitir de manera poética dicha constatación.

Condenados parecen entonces los hombres a vagar por la pre-historia de una humanidad cuya cultura apenas tendría unos 10.000 años de antigüedad y en la que la búsqueda de la felicidad individual parecería finalmente oponerse a la consecución de la felicidad colectiva. El niño tendrá que hacerse hombre, morirá el niño y nacerá el joven, un rito de pasaje señalará ese tránsito y la sabiduría la alcanzarán solamente aquellos que logren, tras pasar por todos los estadios de la razón, volver a actuar por instinto, como si fuesen niños. Esto es manifiesto en el arte, donde, por ejemplo, si nos fijamos en un gran pianista, vemos que tras toda la educación de la técnica instrumental, una vez internalizada, el maestro ya no tiene que pensar donde pone los dedos, sino que se ciernen sobre el piano con naturalidad, como si no se hubiesen pasado largos años aprendiendo y fuese una acción como la de quien camina, habla o parpadea. No hay que aspirar a una sociedad de genios, no todo el mundo está llamado a recuperar el paraíso perdido de la niñez en la edad adulta, caída que, como metáfora, aparece en numerosos relatos religiosos. Baste para ser un buen hombre el llegar a un equilibrio entre la razón y el instinto, entre el niño y el hombre, entre la acción razonada y la acción espontánea, entre la intuición y el conocimiento. Un término medio no es una mediocridad sino, a menudo, como decían los aristotélicos, el equilibrio entre dos extremos que son excesos, el justo medio. Sea entonces sabio no quien logra hipertrofiar un aspecto de su ser sino quien sepa situar la verdad en el arco de la justicia, desarrollando equilibradamente las múltiples partes del alma.

La especialización y división del trabajo labora en sentido contrario a dicho desarrollo armónico y equilibrado de todas las potencialidades humanas. La sociedad lo exige y resultará inevitable que el niño, abierto a todo de igual forma, acabe actualizando en mayor medida unas potencialidades y no otras. El ideal Renacentista o Enciclopedista de quien lo sabe todo y lo cultiva todo, encarnado por Leonardo Da Vinci, no es viable bajo nuestras actuales organizaciones sociales y la búsqueda del desarrollo integral y completo no puede ser más que un intento de aproximación a un ideal inalcanzable. Semejantes ideales de plenitud y absoluto generan frustración y el niño habrá de aprender a querer lo que puede y estar satisfecho con el crecimiento que le sea dado alcanzar en la medida de sus fuerzas y de la ayuda o impedimentos que genere su contacto con los demás.

Laborar conjuntamente por la consecución de una sociedad más justa al tiempo que cada individuo labora por él cuidado de su alma, procurar seguir la divisa socrática grabada en Delfos gnosi seautón al tiempo que se sigue igualmente la platónica que identifica la armonía individual con la armonía y la justicia colectivas es quizás lo máximo a lo que se puede aspirar. Pero como para eso hay que no pasar hambre, enfermedades y penalidades, los seres humanos hemos sido obligados a optar primero por la búsqueda de la supervivencia material como suelo previo sobre el que poder abordar el desarrollo espiritual. Quizás es posible ser feliz con una cierta pobreza y no sea necesaria ni la riqueza ni el conocimiento para una vida justa y digna, pero no es posible ser feliz en la miseria, el hambre, la enfermedad, la guerra y el dolor. La garantía para todos los seres humanos de unas condiciones de existencia material básica aseguradas es un requerimiento universal para que la humanidad pueda elevarse sobre la necesidad y alcanzar mayores cotas de libertad.

El liberalismo dice que del egoísmo de cada individuo saldrá el bienestar colectivo, que cada cual, buscando su propia felicidad, promoverá la de todos. Los movimientos espiritualistas del presente siguen dicha consigna que pone el ego como foco de atención y creen que un estado de conciencia propio, subjetivo e íntimo, en paz con el mundo, generará bien y no mal, transformando la humanidad en una entidad mejor a través de la mejora personal. Pero el resultado del individualismo, del cuidado de sí, reflujo de un socialismo materialista caído y vilipendiado que afirmaba que el bienestar colectivo garantizado era un asunto político previo y necesario, para que cualquier vida individual pudiera ocuparse de sí misma, es lo que ha generado y genera la sociedad en la que vivimos.

No es la razón y la ciencia la que guía nuestro mundo, no es la búsqueda de la justicia y la igualdad la que mueve a las masas, es la idea de libertad individual la que se ha entronizado como egoísmo acorde con el capitalismo, supuestamente, un antídoto necesario contra los totalitarismos, contra aquellos sistemas que habrían antepuesto la justicia y la igualdad colectivas a la libertad individual. Por eso no ha estado muy desencaminada la Historia cuando ha intentado un término medio entre esos dos extremos, un sector público y social en equilibrio con un sector privado e individual. Lograr armonizar lo individual y lo colectivo, lo personal y lo social, lo público y lo privado, sigue siendo una asignatura pendiente de los individuos y de los pueblos. Habrá que laborar, como hemos señalado, en ambos frentes de mejora, la individual y la colectiva, sin dejar que ninguna se coma y haga desaparecer a la otra, procurando sortear una contradicción, una paradoja de la condición humana que nos divide en egoístas y altruistas, en seres únicos y seres en común, en sujetos preocupados por la salvación particular y preocupados por el bienestar general, situación ambivalente de nuestra doble naturaleza depredadora y placentaria, lo que nos deja sumidos en la tragedia de tener que ser singularidades en la universalidad.

El reconocimiento de los derechos de quien por definición no puede tener derechos es una paradoja a la que el pensamiento del siglo XXI tendrá que hacer frente sin descanso en las dos direcciones esbozadas. O se deja en paz y se respeta el silencio y el lenguaje de las comunidades tribales o se les otorgan derechos políticos y económicos. Habiendo tanto viejo infantilizado y tanto joven avispado, sabiendo algo del inconsciente y los determinismos estructurales: ¿cuando se es responsable? ¿A qué edad se tiene la mayoría de edad?

Si el exterminio constante que ha sido la Historia de Occidente a través del imperialismo y del capitalismo ha sido consciente y de tal fuesen responsables sus herederos: ¿ante que tribunal comparecer? ¿Qué reparaciones legislar?

La respuesta a tales preguntas no gustará y será difícil de aceptar. La verdad, la realidad, es que todos los seres humanos nos hallamos aún en la infancia, provistos sólo de opiniones y que el gran periodo de la prehistoria no ha acabado aún. La Historia no comenzó con la agricultura, ni con la escritura, ni con la rueda. ¿Entonces? ¿Cuál sería el final de la prehistoria y el comienzo de la Historia? Un mínimo gesto lo indicaría manifiestamente, y ya lo dijo Marx, la socialización de los medios de producción.