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Las cuitas de la OMC

Fuentes: Rebelión

No es propósito de estas líneas agregar ninguna sesuda observación sobre lo que significa hoy la Organización Mundial del Comercio (OMC). Mi objetivo, más modesto, estriba en llamar la atención sobre cinco ideas muy generales que, a mi entender, reflejan la percepción que los movimientos decididos a plantar cara a la globalización capitalista postulan en […]

No es propósito de estas líneas agregar ninguna sesuda observación sobre lo que significa hoy la Organización Mundial del Comercio (OMC). Mi objetivo, más modesto, estriba en llamar la atención sobre cinco ideas muy generales que, a mi entender, reflejan la percepción que los movimientos decididos a plantar cara a la globalización capitalista postulan en relación con la mentada OMC.

La primera de esas ideas subraya que el propósito fundamental de la organización que nos ocupa no es otro que gestar una suerte de paraíso fiscal de escala planetaria: conforme a este proyecto, los capitales habrán de moverse a lo largo y ancho del globo, sin ninguna suerte de cortapisa, arrinconando progresivamente a los poderes políticos tradicionales y desentendiéndose, por añadidura, de cualquier consideración de cariz social o medio ambiental. Esta apuesta, tan desmesurada, ha empezado a inquietar -por lo que parece-a algunos de quienes en su momento no dudaron en refrendarla, hoy por hoy recelosos ante el riesgo de que al amparo de ese paraíso fiscal de dimensiones planetarias prospere un caos manifiestamente incontrolable. Hasta hoy las instancias directoras de la OMC han preferido hacer oídos sordos, sin embargo, a los riesgos consiguientes.

Demos un segundo paso: para hacer las cosas aún más lamentables, de un tiempo a esta parte hemos tenido oportunidades sobradas de comprobar cómo los adalides principales de las políticas de la OMC, los países ricos, son, paradójicamente, los más reacios a cancelar el sinfín de fórmulas de protección con que obsequian a muchos de sus productos. Digámoslo con claridad: al tiempo que demandan de los Estados pobres la desaparición de cualquier tipo de mecanismo protector, se manifiestan renuentes a asumir, en sus propias economías, las reglas correspondientes. Y esto, por cierto, lo hacen tanto Estados Unidos como la Unión Europea, circunstancia que invita a extraer una conclusión firme: lo que nuestros países desean es imprimirle una nueva vuelta de tuerca a su tradicional empeño de expoliar los recursos de los más pobres.

La tercera observación tiene su relieve: en lo que se antoja un fiel indicador de cómo algunas redes que aparentemente contestan el desorden establecido acaban por acatar, acríticamente, muchas aberraciones, ahí está un sinfín de organizaciones -y con ellas un buen puñado de países pobres, como es el caso de los que se expresaron en este sentido en Cancún en septiembre de 2003- empeñadas en reclamar, sin más, que el libre comercio cobre cuerpo en plenitud o, lo que es lo mismo, aferradas a la propuesta primigenia de la OMC. Es urgente que se entienda que el libre comercio sólo interesa a quien tiene algo goloso que vender y a quien tiene recursos para comprar. Como quiera que la mayoría de los países pobres no satisface ninguna de estas dos condiciones, es obligado respaldar otras políticas, diferentes, para resolver sus problemas. Precisémoslo de nuevo: las propuestas que alienta la OMC, y que repican en el discurso de tantas organizaciones pretendidamente alternativas, no obedecen a otro propósito que el de alentar una nueva operación de saqueo. La muy respetable demanda de que los países del Norte cancelen sus medidas proteccionistas no es en modo alguno suficiente para resolver los ingentes problemas del Sur.

Vaya una cuarta apreciación: al calor de la cumbre de la OMC en Hong Kong ha vuelto a revelarse, con fuerza, la retahíla de que los movimientos que contestan la globalización capitalista se entregan comúnmente a una violencia ciega. El debate hiede: en el peor de los casos -o en el mejor-en esos movimientos se han hecho valer grupos que han protagonizado actos de violencia que en ningún momento se ha dirigido contra las personas. Esos actos tienen un relieve absolutamente marginal si se comparan -y no queda otro remedio que hacerlo-con la violencia estructural que se ejerce, en todo momento, en nuestros sistemas. En un mundo en el que el Norte desarrollado prosigue con su tarea de avieso y rancio colonialismo, sin pararse en mientes en lo que respecta al uso de la fuerza militar, perder un segundo en la glosa de la infinitesimal violencia que protagonizan marginales grupos contestatarios es extraviarse, y gravemente, en el camino.

Es verdad, con todo, y adelanto la quinta aseveración, que la reunión de Hong Kong nos ha ofrecido una perla novedosa, en labios de este inefable personaje llamado Pascal Lamy, director general de la OMC. A los ojos de Lamy, y por lo que parece, quienes hemos decidido protestar ante tanta ignominia lo hacemos en virtud de un deleznable aferramiento a nuestros privilegios de siempre: nuestra insolidaridad se revelaría de la mano del firme designio de preservar sistemas sociales razonablemente avanzados, como los que existirían en buena parte de la UE. No puede uno resistirse a la tentación de replicar con energía: semejante acusación, sesgada y torticera, opera como una inteligente cortina de humo para ocultar lo que se halla por detrás de los esfuerzos de una OMC acaso empeñada en desmantelar, sí, nuestros Estados del bienestar, pero no para levantar las economías depauperadas de los países más pobres, sino, antes bien, para engrosar las cuentas corrientes de los de siempre. Y que no se engañe Lamy, el niño mimado, por cierto, de la socialdemocracia claudicante: si hay algo que singulariza a los movimientos antiglobalización en el Norte desarrollado es el galardón, bien llamativo, de que, lejos de reclamar derechos para sus integrantes, los exigen en provecho de quienes, en el Tercer Mundo, carecen literalmente de todo.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz.