Ninguna elección es rutinaria en Venezuela desde que hace 15 años la victoria de Hugo Chávez en las elecciones presidenciales de 1998 abriese un proceso de irrupción plebeya en el Estado: de las demandas, las palabras, los colores, y aspiraciones de los sectores históricamente excluidos. Desde entonces, cada cita electoral se convierte en una pugna […]
Ninguna elección es rutinaria en Venezuela desde que hace 15 años la victoria de Hugo Chávez en las elecciones presidenciales de 1998 abriese un proceso de irrupción plebeya en el Estado: de las demandas, las palabras, los colores, y aspiraciones de los sectores históricamente excluidos. Desde entonces, cada cita electoral se convierte en una pugna entre dos modelos de país en guerra de posiciones en el Estado: el de los intentos de restauración conservadora frente a un avance socialista en libertad que, con sus contradicciones y dificultades, supone una experiencia histórica.
Fiel a su guión tradicional, la oposición intentó convertir estas elecciones municipales en un plebiscito sobre el Gobierno nacional y, en particular, sobre la figura de Nicolás Maduro. Pretendía continuar así una estrategia destituyente que arrancó (o se reactivó) el 14 de abril de 2013 con su desconocimiento de los resultados de las elecciones presidenciales, que se cobró once víctimas mortales, todos militantes o simpatizantes chavistas, a los que habría que sumar los dos asesinados en Aragua la jornada de este 8 de diciembre. Haciendo coro a esta propuesta plebiscitaria, el relato de los intelectuales cortesanos y de las grandes empresas internacionales de la comunicación volvió a vaticinar, de nuevo con más entusiasmo que atino, el colapso inminente de Venezuela y «el fin del chavismo». Sin embargo, derrotando no sólo a la oposición sino también a estas profecías y su credibilidad, el chavismo aumenta su ventaja sobre la oposición conservadora y ha ganado ampliamente las elecciones municipales en número de alcaldías y en votos nacionales.
A falta de que el Consejo Nacional Electoral termine de contabilizar los márgenes de resultados que aún faltan (y que pueden matizar estas interpretaciones), el grueso de los datos, con el 97,5% escrutado, ya se conoce y permite un primer análisis político. Las elecciones tenían tres claves de lectura: en primer lugar, el resultado en número de alcaldías, que ha sido ampliamente favorable al Partido Socialista Unido de Venezuela y sus candidaturas u organizaciones aliadas de izquierdas, que han conquistado 210 alcaldías, más del 75% de las atribuidas hasta ahora (de un total de más de 335 municipios), frente a algo más de 50 alcaldías para la coalición opositora «Mesa de la Unidad Democrática». El chavismo demuestra que es la única fuerza con presencia destacada en todo el país, con mayor inserción capilar territorial y factor de articulación nacional.
En segundo lugar, y pese a ser unas elecciones municipales de resultados no directamente trasladables al plano nacional, el cómputo de votos totales había sido proclamado por la oposición conservadora como el dato fundamental en un adelanto del plebiscito contra el Gobierno, el principio de su destitución; no obstante, los votos chavistas suman 5.111.336 (el 49,24%) frente a los 4.435.097 opositores (el 42%), quedando un 8% en candidaturas independientes de muy diversa índole y difícil adscripción. Estas elecciones no eran un referéndum sobre la continuidad del proceso de cambio y el chavismo en Venezuela, pero si lo hubiesen sido la diferencia a su favor habría sido de 6,5 puntos porcentuales y 675.000 votos (casi 5 puntos y 400.000 votos más que en las presidenciales del pasado 14 de abril de 2013).
Por último, el tercer elemento de análisis lo constituyen los resultados en las principales ciudades venezolanas, plazas simbólicas. Aunque el chavismo ha ganado la mayoría de las capitales de Estados, lo cierto es que ha perdido importantes urbes, no consiguiendo recuperar ninguna de las joyas opositoras y encontrando serias dificultades en las metrópolis, salvo en el municipio Libertador, en el centro una Caracas mayoritariamente opositora. Afronta así un problema propio de la madurez de los gobiernos progresistas latinoamericanos, que con sus políticas de redistribución e inclusión sacan a importantes sectores de la miseria, expanden las oportunidades y ensanchan una clase media que en gran medida les «abandona» en ese tránsito. Dado su creciente peso demográfico y su influencia cultural y política, una política para la seducción de las clases medias y su integración en la nueva estatalidad y en el bloque popular en el poder es crucial para la estabilidad de los procesos de cambio latinoamericanos.
Entonces ¿qué ha cambiado desde el 14 de abril en Venezuela para que la ventaja del chavismo se haya ampliado tanto? Estas elecciones eran locales, que en Venezuela despiertan siempre menor interés que las nacionales y eran además las primeras exclusivamente municipales. Eso permite entender una participación relativamente baja para los cánones tradicionales venezolanos (ha sido del 59% cuando en las anteriores municipales fue del 65, el 14 de abril del 79 y el 7 de octubre de 2012, con Chávez, del 82%). Los venezolanos deciden sobre más cosas y más a menudo que los ciudadanos de las democracias liberales, habiendo votado 19 veces en los últimos 15 años. Esto genera un cierto cansancio electoral que en este caso parece haber pesado más en la oposición. El chavismo ha demostrado contar con una organización popular y territorial superior, capaz de marcar la diferencia en elecciones de menor participación. Además, las bases opositoras estaban desmovilizadas, como se comprobó en las dos protestas convocadas en campaña electoral, y desilusionadas por haber sido arrastradas a una dinámica destituyente fracasada en la que le prometieron que el Gobierno no llegaba a terminar el año. Mientras, los sectores «blandos» que por primera vez votaron opositor el 14 de abril de 2013 se distanciaron tras la virulencia de los ataques de los días siguientes. La derecha vive así un momento paradójico de fortaleza electoral y debilidad política: de iniciativa, convocatoria a la movilización para interrumpir la normalidad del tiempo institucional, fuerza mediática o apoyo de poderes «duros» en el Estado.
Además, el Gobierno bolivariano se ha ido consolidando lenta pero progresivamente. La Ley Habilitante (que es la autorización de la Asamblea Nacional para poder emitir, por plazo limitado y circunscrito al tema solicitado, normas similares al Real Decreto-Ley que emite el Gobierno en España) y las medidas económicas contra la especulación y el fraude promulgadas a su amparo han obtenido una buena acogida por parte de la ciudadanía, pudiendo haber tenido cierto impacto en el voto por las candidaturas chavistas. Aunque no sustituyen las necesarias reformas económicas estructurales, han contribuido con certeza tanto al rearme moral de las bases bolivarianas en un año especialmente duro, como en la afirmación de un perfil propio, con iniciativa y autoridad, de Nicolás Maduro, en el recorrido complejo de ser presidente después de Hugo Chávez. Como le sucedió durante el paro patronal y el sabotaje petrolero de 2002-2003, la «guerra económica» ha sido un boomerang político para las oligarquías venezolanas.
Tras toda una campaña pregonando que las elecciones eran un plebiscito en el que se expresaría el clamor de todo un país contra el Gobierno, Capriles comparecía en la noche electoral regresando a la última trinchera del pensamiento conservador: ya no hay una sola voz sino dos, y el país está «dividido». Los países nunca lo están cuando la pobreza o la subordinación se viven en silencio; lo están cuando esta se politiza, se nombra y se impugna, eso es «populismo» irresponsable y demagogo, que apela a las masas que, como todos saben, tienen bajos instintos y pasiones ciegas de los que las élites políticas y económicas, en su prudencia y responsabilidad, carecen.
Es incierto el futuro de una oposición que lleva un año y medio en campaña permanente, cosechando diversas derrotas y que empieza a acusar las consecuencias, tanto en términos de capacidad de maniobra como de liderazgo y articulación interna entre las muchas tendencias que la componen -desde partidos hermanos de la (aún llamada) socialdemocracia europea hasta la extrema derecha- y que se mantienen unidas por las expectativas electorales más que por un proyecto común de país.
Por su parte, el chavismo, en ausencia de Chávez, ha demostrado tener mucho más recorrido del que sus adversarios menos prudentes le auguraban y se ha alzado con una victoria cómoda en las elecciones de este domingo, consolidándose. No se acerca a sus mejores resultados con Chávez pero obtiene una valiosa victoria tras unos meses difíciles. Gana con ello la iniciativa política ante una oposición titubeante, que lleva semanas a rebufo de la agenda gubernamental en una dinámica que puede profundizarse. Gana también, más importante, el oxígeno para afrontar con calma un reto en el que no puede fallar: tiene ante sí dos años extrañamente ausentes de disputas electorales (al menos por ahora) durante los cuales debe avanzar en la transición estatal en sentido socialista. De estas reformas dependerá, entre otras cosas, su vigor y solvencia para afrontar el siguiente ciclo de contiendas electorales.
Como identidad política y narrativa, el chavismo ya ha permeado el sentido común de época en Venezuela, lo legítimo y lo esperable para cada grupo y en relación con el Estado, fundamentalmente en el sentido de la centralidad plebeya y el «derecho a tener derechos» para los sectores ayer excluidos, hasta tal punto que hasta la oposición ha tenido que desafiarle en sus propios términos. Ahora debe «cavar trincheras» para sedimentar en instituciones sólidas y eficientes -que no dependan de la pasión popular permanente y que generen sus propios hábitos y cotidianidad, en una paradójica «normalidad revolucionaria»- las conquistas sociales y posiciones avanzadas de los sectores subalternos en el Estado durante una década y media de inclusión, distribución de la riqueza expansión de la soberanía popular.
Sólo así podrá dar respuesta a las «demandas de segunda generación» de una población que naturaliza ya los derechos conquistados y expande sus expectativas. Sólo así podrá aspirar a construir una hegemonía e irreversibilidad relativa -siempre cuestionable y desbordable al fin, como corresponde al régimen trágico que es la democracia- que «blinde» el nuevo contrato social bolivariano de forma similar pero en dirección opuesta a como operó el neoliberalismo blindando a la ofensiva los órdenes elitistas. Una configuración cultural e institucional tal que, en palabras de Jaime Guzmán, artífice de la constitución postpinochetista en Chile, «si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque -valga la metáfora- el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para ser extremadamente difícil lo contrario».
Doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Fundación CEPS
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.