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Las frágiles bases del Estado de bienestar

Fuentes: La Vanguardia

Su nacimiento y desarrollo refleja un hecho ineludible: la libertad y la igualdad están tanto en tensión como íntimamente ligadas

Desde que la democracia moderna puso la ciudadanía como raíz de la legitimidad política han existido tensiones entre libertad e igualdad. En toda sociedad democrática, la libertad para todos entra en conflicto con la igualdad para todos, y viceversa. Pero no importa con qué frecuencia proclamemos que todos «hemos nacido libres e iguales en dignidad y derechos», este choque de principios no ha disminuido. De hecho, simplemente ha tomado nuevas formas, en parte debido al progreso económico y técnico y en parte debido a las iniciativas orientadas a aquietarlo.

La tensión entre la igualdad civil, legal y política y la realidad de la desigualdad económica y social se observó ya en la Revolución Francesa. Hoy en día, los ciudadanos inevitablemente usan sus derechos civiles, legales y políticos para exigir igualdad económica y social, o al menos una reducción de la desigualdad. De acuerdo con esta lógica, los derechos equitativos implican políticas públicas orientadas a reducir las desigualdades en las condiciones de vida reales de todos los ciudadanos. Las democracias contemporáneas se distinguen por su aspiración de combinar el respeto por la libertad y la igualdad formal de derechos con políticas públicas que, como manifiesta el preámbulo de la Constitución francesa de 1946, ofrezcan a todos los ciudadanos «condiciones de vida adecuadas». Las democracias contemporáneas basan su legitimidad en asegurar derechos tanto políticos como sociales.

Pero la intervención por parte de los estados democráticos modernos va más allá de los límites del Estado de bienestar posterior a 1945, que intentó proteger a las personas frente a los riesgos planteados por la vejez, responsabilidades familiares, accidentes, enfermedades y el mercado laboral. Ahora se ha ampliado la intervención para abarcar la educación, la cultura, el deporte y los orígenes étnicos, bajo la creencia de que sólo los ciudadanos que reciben educación y capacitación en condiciones de igualdad, y a los cuales se les reconoce su especificidad histórica y cultural, pueden disfrutar de una igualdad genuina.

Como resultado, está aumentando la cantidad de participantes en las instituciones educativas, así como los costos relativos y absolutos de éstas. Los programas culturales financiados por el Estado fortalecen aún más la democracia de bienestar, mientras que la importancia económica y cultural de los acontecimientos deportivos ha producido una intervención estatal que cada vez más organiza la formación atlética como un refuerzo a la que proporciona el sistema escolar público. Gracias al Estado de bienestar, ahora todos practican deportes organizados, que primero surgieron entre las clases altas con acceso al ocio.

Más aún, progresivamente se han otorgado derechos comunes a los distintos grupos que componen una nación. ¿Puede haber una igualdad real para ciudadanos cuyo idioma, historia e identidad colectiva son marginados por el dominio del idioma, historia e identidad colectiva de la mayoría? Incluso en Francia, donde los principios republicanos universales teóricamente contradicen tales políticas, la acción pública se está etnificando bajo la máscara de criterios geográficos o sociales.

Una mayor igualdad refuerza la ambición de aún más igualdad. «Cuando la desigualdad es la ley común, las desigualdades más grandes no se notan», escribió Alexis de Tocqueville en su clásico libro La democracia en América, pero «cuando todo está más o menos nivelado, la menor desigualdad duele». Puesto que ninguna sociedad puede asegurar una completa igualdad, la democracia de bienestar genera insatisfacción y frustración y, por lo tanto, exige más democracia de bienestar, no menos.

Como resultado, el Estado de bienestar se convierte en algo inevitablemente particularizante, ya que de forma constante agrega y refina categorías y grupos con derecho a recursos y un reconocimiento formal. Por ejemplo, con el gran aumento del desempleo en los años setenta, se crearon nuevas categorías de beneficiarios, las que luego fueron modificadas para adaptarlas a las limitaciones de financiamiento. Los países europeos crearon entonces una política de ingresos mínimos para ayudar a quienes habían agotado sus opciones de beneficios. Ésta es la fuente del crecimiento de la legislación en los países de Europa.

De modo que el nacimiento y desarrollo del Estado de bienestar refleja un hecho ineludible: la libertad y la igualdad están tanto en tensión como íntimamente ligadas, ya que ambos valores son parte fundamental del proyecto democrático. Los principios democráticos llaman a organizar la sociedad de una manera en que ambos valores se puedan llevar a la práctica. Pero es estrecho el camino para una acción particularista que no socave la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos. Ésta es una paradoja intrínseca a la democracia, y es el deber de los políticos el enfrentar las tensiones a las que da origen. Sin embargo, es también deber de los ciudadanos preservar el significado formal y político de la ciudadanía en tanto se amplía la intervención estatal. Esto podría restringir la libertad política en nombre de una mayor igualdad. De manera aún más probable, podría hacer que la política se limitara a la administración cotidiana de la distribución de la riqueza entre grupos que coexisten en la misma sociedad pero que no necesariamente comparten mucho más.

Un resultado así, no obstante, haría que todas las iniciativas para asegurar la igualdad se volvieran insostenibles. Pero sin una identidad política común en la cual basar la solidaridad, la redistribución de riqueza por parte del Estado de bienestar pierde su legitimidad.

Profesora de Sociología en la École des Hautes Études en Ciencias Sociales y miembro del Consejo Constitucional de Francia