La creciente dependencia de las grandes consultoras está mermando la capacidad del Estado y socavando la rendición de cuentas democrática.
En los últimos años McKinsey & Company se ha convertido en un nombre muy conocido, pero por todas clase de razones erróneas. Como una de las «tres grandes» consultoras, su trabajo para grandes empresas y gobiernos se ha convertido cada vez más en fuente de escándalos e intrigas en todo el mundo.
En los Estados Unidos, por ejemplo, McKinsey se avino a pagar casi 600 millones de dólares por el papel que había desempeñado en la mortal epidemia de opioides, tras las acusaciones de que había asesorado a Purdue Pharma sobre cómo «turboalimentar» las ventas de OxyContin. En Australia, el trabajo de la empresa en la estrategia nacional de reducción a cero del gobierno anterior fue objeto de críticas como un intento flagrante de proteger el sector de los combustibles fósiles del país. Y en Puerto Rico, una investigación del New York Times concluyó que la filial de inversiones de McKinsey, MIO Partners, había maniobrado para beneficiarse de la misma deuda que sus consultores ayudaban a reestructurar.